lunes, 10 de julio de 2023

El futuro

El 9 de noviembre de 1989, la población alemana, de manera pacífica, sin derramar sangre o disparar un arma de fuego, dio comienzo a una tarea liberadora, que consistiría en la destrucción del Muro de Berlín y supondría el inicio de una nueva etapa para la humanidad.


En su biografía de Leonard Cohen, Sylvie Simmons refiere que esa misma tarde de aquel otoño, unos amigos invitarían al cantante a que se uniera con ellos a una fiesta en celebración por lo que acababa de ocurrir. El poeta declinó con energía la propuesta y se encerró en su habitación. El resultado de ese gesto fue una canción (“The Future”), que Cohen incorporaría al elenco de sus más preferidas canciones. La interpretaba en sus últimos conciertos justo después de la primera (“Dance”). Y empieza así:


“Devuélveme mi noche rota
Mi habitación repleta de espejos

Mi vida secreta
Esto está solitario aquí
No queda nadie a quien torturar
Dame absoluto control
Sobre cada alma que viva
Y acuéstate a mi lado, nena
Es una orden”.


Se trata, por lo tanto, de una canción atormentada; algo así como le ocurría a la conocidísima obra de Pablo Neruda, “Veinte poemas de amor…”, que terminaban en “una canción desesperada”. O como el poema que dejara escrito el también poeta ruso, Vladimir Mayakovski, una nota de suicidio, que contenía esta frase abrumadora: “La barca del amor se estrelló contra la vida cotidiana”.


Pero no todo era naufragio en la canción de Leonard Cohen,


“He visto a las naciones crecer y derrumbarse.
He oído sus historias, las he oído todas
Pero el amor es el único motor de la supervivencia”.


Nos queda una esperanza, entonces, si optamos por el lado correcto de la historia y de la vida. Si, con todos nuestros defectos, nuestras sombras y nuestras luces, intentamos desterrar el odio, la sed de venganza, la miseria -y la miserabilidad- de nuestros corazones.


Y en el amor se encuentra la idea de la entrega, generosa, del testigo de nuestras existencias que van diluyéndose como “los ríos que van a dar al mar, que es el morir”, que decía Manrique. Pero unas vidas que dejan tras de sí a otras, dispuestas a batirse el cobre, a no perecer, a resistir, a pesar de todos los contratiempos que nos rodean y que les esperan.


Porque lo que tenemos por delante, lo que nos rodea ya, en realidad, es el caos anunciado por el cantautor canadiense a finales de la década de los 80,


“Las cosas se van a deslizar

Habrá la ruptura del antiguo Código occidental
Tu vida privada, de repente, explotará
Habrá fantasmas
Habrá incendios en la carretera
En tanto que el hombre blanco baila.
Verás a una mujer
Colgando boca abajo
Sus rasgos cubiertos por su vestido caído
Y todos esos pésimos poetastros
Dando vueltas
Tratando de sonar como Charlie Manson
En tanto que la mujer blanca baila”.


Estamos, por lo tanto, ya muy cerca del Armaggedon. La bomba nuclear ha estallado, seguramente a causa de un error humano, y las calles y las carreteras se ven invadidas por malhechores y buscavidas. Pero eso está en la canción, y aún no hemos llegado por fortuna a una situación que se nos muestre como el desenlace final de una civilización que está a punto de desaparecer.


En lo que sí tiene razón Cohen es en que estamos viviendo el momento de la desaparición del sistema de reglas que nos dimos después de la II Guerra Mundial y del papel de las Naciones Unidas como elemento integrador y superador de las diferencias que se producen en el conjunto de las naciones que lo forman. Algunos países -la India-, continentes enteros -África- y aún espacios geográficos de considerable importancia -Iberoamerica- no lo perciben como propio. El uso -y abuso- del procedimiento de veto, la incapacidad que tiene el citado organismo de integrar las opiniones de esos y otros países, la ineficacia en la implementación de sus decisiones -la autodeterminación para el Sáhara, por ejemplo- nos lo muestran como un foro de debate inservible, un lujo inútil.


Ese ‘Sur Global’ reclama una recomposición del mundo en el que ellos puedan tener una voz propia y una capacidad de decisión. Por eso, la invasión de Ucrania por Rusia no se percibe por ellos como una agresión al orden internacional: han existido innumerables agresiones que les han afectado y ninguno de los países occidentales que hoy se sienten conturbados levantaron un dedo para advertir a los agresores, ni movieron una mano para ayudar a los agredidos. Cientos de miles de ucranianos han sido acogidos por los países vecinos, pero los expulsados de sus países por causa de la represión política, la hambruna, la desertización y otras manifestaciones del cambio climático, no han gozado de la misma solidaridad; es más, han sido -están siendo- solemnemente despreciados.


Es preciso, sin embargo, reconocer como úrico punto de partida para cualquier reforma del sistema a las instituciones que emergían después de la II Guerra Mundial. Con todas sus imperfecciones, el Derecho Internacional -eso que antaño se denominaba Derecho de Gentes-, que se establece desde el organismo de las Naciones Unidas, constituye la única y última frontera que nos separa de la selva, tan próxima ésta a nuestra vida cotidiana -no hay más que observar las invariablemente impactantes imágenes que nos ofrecen los telediarios de la provocación de Putin.


En este mundo que destruye puentes nos hacen falta constructores de acuerdos, pero no se advierte en el escenario internacional a líderes capaces de forjarlos. Instalados en la política del corto plazo, los dirigentes occidentales sólo son capaces de leer las encuestas y actuar en función de su dictado. Las democracias -que Fukuyama señalaba como las ganadoras del conflicto porque había llegado “el fin de la historia”- aparecen débiles y en retirada de los escenarios donde antaño operaban a su antojo. Quizás porque un determinado nativismo -indigenismo en otros pagos- ha emergido como respuesta a los colonialismos de antes y a los neocolonialismos de ahora. Y China avanza en silencio sobre este terreno desierto de competencias y rivales con la anuencia de esos países.


“La ventisca del mundo
Ha cruzado el umbral
Y ha derribado
El orden del alma”,


dice Cohen. Pero no es irreversible el Armaggedon que nos pronosticaba en 1989. El nuevo orden mundial, que integre a los que habían sido excluidos, que defina los bloques en términos de rivalidad y no de enemistad destructiva y que procure que prevalezcan los derechos humanos, queda pendiente de alguien que esté dispuesto a cortar la cinta inaugural del nuevo proceso. Quizás un “Godot” que nunca aparecerá realmente.


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