martes, 6 de septiembre de 2011

Intercambio de solsticios (231)

Bilbao, 17 de octubre de 2003.

Querida Lorsen:

Como ya te he contado estoy terminando una de esas semanas malas. La decisión de asistir al concierto de Pablo Milanés me ha dejado curiosamente para el arrastre. Es verdad que, en ciertas ocasiones, la música opera unos efectos dramáticos sobre mí. Te lo dije, con ocasión de mi último viaje a Arrechea, con una canción de Neil Diamond. Y es verdad que ahora no pongo nunca música para leer o escribir. Pero no me imaginaba que todavía hoy las canciones que nos gustaban pudieran actuar como cuchillos.
Vuelvo entonces a André Gide, en la espera de que el próximo viaje a Florencia me permita recuperar el ánimo -¿será al contrario?, espero que no.

Ella creía en la inmortalidad, desde que ella me abandonó me gustaría creer también...

Ni que decir tiene la conformidad que siento con esas palabras. La eternidad es algo que no me ha importado nunca en relación con mi persona. Quizás he sido siempre algo resignado. Creo que mi balance vital ha resultado bastante pobre. Quizás salvo aquellos fantásticos años en que nos conocimos y empezamos a vivir juntos. Hasta que nació Pilar y te pudo la melancolía por la mala suerte, por esa niña encamada o ensillada. Más tarde vinieron los escoltas. Después la amenaza se cernía sobre ti. Tus depresiones duraban tanto que se anudaban unas con otras.
Pero te insisto: No estoy demasiado de acuerdo con lo que ha hecho de mí la vida. Especialmente ahora, cuando no puedo compartir mis cosas con nadie. Siempre habrá historias que no sé a quién contarlas. En ese sentido vuelvo a la situación más infeliz de mi niñez, de mi adolescencia o de mi juventud. Porque lo único cierto es que contigo he perdido la sonrisa, cualquier sombra de felicidad que me quedara. Y eso que tú ya no estabas para nada, pobre. Pero, despierta o dormida, dominada o no por esa horrible compañía en forma de botella, ahí te encontrabas tú, ahí estaba la única persona que me ha querido en el mundo con tanta generosidad que estaba dispuesta a irse definitivamente y así no molestarme.
La eternidad, la Virgen de Roncesvalles, es solamente la oportunidad de volver a verte. Por eso no creo que me importaría demasiado si hubiera sido el primero en decir adiós. Pero ahora, lo mismo que Gide, “me gustaría creer”, aunque no creo realmente.
Y la eternidad –siquiera algún fragmento de ella- son los sueños en los que tú apareces, esos tablones de luz que iluminan mi vida y me reconcilian con el asqueroso presente, siquiera sean unos instantes.

Un beso.

No hay comentarios: