(En homenaje a las víctimas del 11-m, 4 años después)
Ocurría todo a cámara lenta, como en aquéllas películas que le gustaban tanto a Gerardo, mi hermano mayor. Las de Sam Peckimpah, creo. Regodeándose con las escenas de violencia, la sangre que brotaba, despacio, como la fuente de un jardín japonés; los cuerpos que caían al suelo componiendo las más diversas formas, como si estuvieran representando una suerte de imposible danza macabra...
Era la estética de la violencia, la que nos arrojan cotidianamente los aparatos de televisión a las horas de comer. Las guerras que se mezclan con los sucesos, los asesinatos colectivos y los individuales. Una humanidad loca de remate y unos medios de comunicación que se empeñan en contárnoslo, como si nos interesara conocerlo.
Pero esta película era distinta. Porque yo estaba dentro de ella, se desarrollaba ante mi presencia y yo formaba parte de su elenco de actores. Y era diferente porque era de verdad, aunque nadie podría asegurarlo por más que se estuviera desarrollando ante sus propios ojos.
Y no, no carecía de estética. ¿Existe, tal vez, belleza en el horror? ¿Hay algo que pueda atraer en la maldad? Es preciso constatar que sí, lo hay. En realidad, es la maldad misma la que se encuentra instalada en este mundo, la que nos dicta sus fríos intereses, la que nos atrapa muchas veces en sus designios. La que al fin manda sobre nosotros.
Mostrar el mal no es hacerle el juego, es simplemente contar la verdad.
Pero nos encontramos en un vagón de tren. Es once de marzo de 2.004. El convoy se introduce en un túnel del que seguirá en pocos metros la estación de Atocha, mi destino.
Lo primero es una gran explosión, un ruido ensordecedor. Como el que se produce en las discotecas, con esa música de “bacalao” insoportable, pero mucho más, como si todos esos locales que proliferan por Madrid sonaran al mismo tiempo y en el mismo recinto. Y el ruido se amplifica por el eco que le hace el túnel.
También mis oídos explotan, se abren a lo bestia, como cuando te quitan algún tapón y la bulla que se produce en la calle, en un día normal, se convierte en horrísono estrépito que pretende penetrar muy dentro de tu organismo hasta vaciarlo por completo de toda percepción auditiva; cuando tienes que pedir a tu interlocutor, ¡por el amor de Dios!, que te hable más bajo, que a ver si se va a creer que estás sordo...
Observo la reacción de la gente. No la oigo. Muchos pasajeros abren sus bocas y se tapan los ojos y los oídos y la boca. En realidad no escucho nada. Hay objetos que vuelan y aterrizan sobre mis piernas. Por ejemplo, en el asiento donde me encuentro. El brazo seccionado de una persona –debe tratarse de una mujer -tiene puesto en la muñeca un reloj pequeño y sus manos son bastante finas-. Lo más probable es que la explosión me haya roto los tímpanos.
Todo es posible, al parecer, en esta mañana de marzo.
Pero no siento dolor. Mis cinco sentidos están concentrados en la escena. No me muevo. De hecho me encuentro aprisionado en mi butaca. El señor de al lado, que viste un mono azul, se desploma hacia delante. En la parte posterior de su cabeza se encuentran clavados pedazos de cristal, astillas... e incluso creo adivinar que algún tornillo –debe ser la imagen de un monstruo inventado por un Doctor Frankenstein moderno-. Brota de todos esos objetos un líquido sanguinolento.
He dicho que lo primero que se podía advertir era el ruido, pero quizás fuera más bien la claridad. Una luz cegadora en medio del túnel, una luminosidad que se parece a la de los rayos que se producían algunas noches, con ocasión de las tormentas de verano, en aquel pueblo del pirineo navarro al que nos llevaban a veces nuestros padres a pasar las vacaciones. Pero uno se ponía en la ventana –incluso en la puerta del hostal que nos servía de refugio veraniego- y veía cómo las casas y los campos seguían en su lugar. No ocurre lo mismo ahora, el relámpago ilumina un escenario en inusitado movimiento –a pesar de la lentitud con que se desarrolla ante mis ojos-, un breve recinto en el que ocurren cosas brutales, como en los efectos especiales de una película de Spielberg, por ejemplo. La cubierta del vagón ha salido despedida contra el techo del túnel, ha debido chocar contra él y vuelve sobre nosotros en la forma que tenían sus diversos componentes. Es como una de-construcción del vagón, pero para destruirlo, de manera definitiva. Son esos restos los que han caído sobre mi vecino de asiento que seguramente ha dejado de existir.
Ha muerto. Me agacho hacia él y trato de incorporarlo. Sólo consigo que el movimiento que produzco en su cabeza me muestre su cara. Es toda una mueca, una expresión contraída, de dolor máximo, descomunal. Ni siquiera esos efectos relajantes que debe producir la muerte en los seres humanos –“se diría que está dormido”, según la expresión usual que se escucha con frecuencia en los tanatorios-. Pero no todas las muertes son “dulces”, por supuesto.
Y a mí no me asusta la muerte. En realidad, la espero con tranquilidad. Y es que la conozco. He visto su cara y sus ojos en la expresión ausente de Carmen, he advertido su temperatura en la frialdad de su piel, me han hablado de su elasticidad la rigidez de sus músculos. Sé que la muerte llegará en algún momento y me iré con ella sin hacer demasiados aspavientos. Quizás ocurra esta misma mañana, aunque todavía no estoy pensando en eso. Sólo le pido que no me haga sufrir, en el momento de irme y en el anterior: no soporto la idea del deterioro físico que muchas veces le sirve de antesala, las demencias seniles, el “alzheimer”. Pero tampoco ese lento desgaste de los órganos al compás del avance de tus dolencias, como ocurre con la diabetes. Yo tengo esa enfermedad y he visto morir a gente que la tenía. En general duramos poco, generalmente no alcanzamos los setenta y cinco –lo cual es poca cosa en estos tiempos en que la longevidad se instala en nuestras vidas-. Insisto, eso no me preocupa apenas. Sentiría en cambio morirme después de un largo padecimiento que fuera minando progresivamente las diversas bases de mi organismo, la vista, el riñón, el corazón... una especie de asedio a la vida que acaba como forzosamente tiene que acabar, con tu derrota. A la muerte le pido que sea benigna conmigo, que decrete mi final a través de un suave infarto, por ejemplo, también de eso nos morimos los diabéticos.
Dejo a un lado el cadáver de mi vecino, no quiero seguir advirtiendo su rostro retorcido por el dolor. Esa cara que me descubre también las heridas recibidas por los más diversos objetos, los mismos que se incrustaban en la parte posterior. Aunque en este lado le desfiguran la nariz, se le clavan en un ojo o le han partido la boca y le cuelgan algunos dientes por entre la comisura de los labios.
Ahora es cuando me tengo que tragar el comentario que hacía al principio. Y es que no veo nada de belleza en lo que está ocurriendo. Al sentimiento de testigo, de actor de una película viva y real le sustituye progresivamente una profunda repugnancia. No, no existe estética en una escena como esta; no puede haberla cuando el horror es tan cierto como que se ha convertido en el tirano de la escena y ya no existe escapatoria.
Y junto al ruido y la claridad muy pronto advierto la existencia del acompañante habitual de estas explosiones: el fuego y el hedor a quemado de materiales plásticos o metálicos –no he perdido el sentido del olor- que va expandiendo por el vagón un tufo denso que apesta, en el que no sé si se confunden también los vapores espantosos de los pelos –y no sólo los pelos- quemados de la gente que viaja en este tren y a la que le ha pillado más plenamente el impacto de la bomba.
Hay un hombre que me mira, tiene rasgos de indio -¿peruano?- con los ojos inyectados en una suerte de color bermejo. Pero no es que parezcan rojos, es que lo están. Se tapa la cara con la manos y estas se le llenan de sangre. Y abre la boca y parece expresarse en lo que debería ser un quejido desgarrador.
Y yo me miro las manos. Por primera vez, me fijo en mí. Carecía del valor de comprobar los efectos devastadores de lo que estaba ocurriendo sobre mi organismo. Y ciertamente que no podía ser de otro modo, la ausencia de dolor no significaba que algo de todo lo que estoy viendo dejara de haber producido alguna mella en mí: también tenía las manos llenas de sangre, también notaba en la cara virutas de plásticos rotos, astillas de cualquier material. Y sí, al pasarme la mano por la frente, por la nariz, por las mejillas sentía un picor muy fuerte, como si empezara a dejar de ser inmune al dolor, como si la muerte desoyera mi petición y me abandonara a mi suerte sólo para recogerme después de un largo sufrimiento,
Pero el tren sigue en marcha. No hacia delante, se va estrechando, y con él nos vamos comprimiendo todos sus ocupantes –o lo que queda de nosotros- junto con los otros despojos de los restos del convoy.
El fuego ya no es visible. En su lugar hay un humo denso y negro que se va apoderando del vagón. Yo me tapo la nariz con los dedos para evitar respirar. Y miro hacia delante. Es entonces cuando advierto a una mujer que descansa en el respaldo del asiento anterior. Tiene el pelo rubio, muy parecido al de Carmen, la novia que tuve y a la que se llevaron de aquí los tres jinetes del Apocalipsis de los tiempos modernos: el alcohol, las drogas y la puta depresión. Pero tampoco ella está viva, tiene el cuello seccionado por un pedazo de cristal y finalmente la cabeza rueda a su suerte, como una pelota, por el pasillo del vagón.
La escena me produce una sensación de asco insuperable. Y la tostada del pan del desayuno y la taza de café me llegan a la boca. Me trago la vomitona. No quiero hacerlo sobre el cuerpo de esa mujer que tanto se le parece a Carmen.
Pero el humo ya está aquí y me afecta a los ojos, que empiezan a lloriquear. La boca, después de hecho el esfuerzo por no devolver el desayuno, exige una bocanada de aire y sólo recibe ese vapor que procede de un conglomerado de detritus materiales y humanos y me deja atontado.
Antes no sentía el dolor. Ahora ya no siento nada. Estoy mareado, más aún inconsciente, como si me acabara de afectar un coma diabético. Pero a toda velocidad, sin avisar, sin permitirme al menos un minuto para tomarme un terrón de azúcar y recomponer así las necesidades mínimas de este producto que tiene mi organismo.
Algo se derrumba sobre mí, en mi sueño intuyo que se trata de un objeto de metal, quizás algún pasamanos o un agarradero del techo que ha cedido finalmente.
Es un gran espacio oscuro. Así que he salido del tren, del túnel, aunque se diría que para entrar en otro recinto, este subterráneo, acaso. Estoy sentado sobre una tabla de madera y oigo el chapoteo de un remo que se hunde en el agua. El individuo que lo produce viste una especie de chilaba negra que le cubre hasta la cabeza. No existe ningún destello de claridad, ni siquiera se advierte un solo rizo de espuma clara en la superficie del estanque. El barquero entona con la cascada y ronca voz de Lee Marvin el estribillo de la canción de “La leyenda de la ciudad sin nombre”. Es para mí un canto de sirena y el significado que de él advierto es que me deje llevar.
Creo que me encuentro en la embarcación de Caronte, el sujeto mítico que nos contaban en el colegio, ese que conducía a los muertos hacia el otro lado de la muerte.
Llegamos a tierra firme. Y esta es una especie de faro, un edificio con forma de cilindro, y que tiene una escalera de caracol por la que voy ascendiendo. En sus paredes se proyectan un sinfín de imágenes que vigilan mi marcha. Y son todas ellas partes de mi vida. Exactas, muy reales, por lo tanto.
Veo a mi padre. Está vestido con el delantal que usaba en la tienda, con su camisa blanca y su corbata. Me pregunta por la colección de “cómics” que tengo. No es una cuestión ociosa. Seguramente que me los va a pedir en cualquier momento para quemarlos, para echarlos a la basura. Lo cierto es que no recuerdo la causa de semejante castigo –para mí extraordinariamente duro-. Entonces, desasosegado, me voy corriendo a la casa de mi primo Miguel. Le cuento la historia y le digo que he ocultado los ejemplares de “Hazañas Bélicas” debajo de mi cama. Miguel me asegura que ese es un sitio malísimo para esconder algo y propone guardármelas él mismo y devolvérmelas cuando se haya pasado el asunto que me pudiera provocar semejante escarmiento.
Miguel es mi primo-amigo. Nos veíamos a todas horas, de pequeños, y nos seguimos viendo aún hoy. Todavía lo recuerdo la vez que comimos en Parla, hace un par de meses, cerca de su oficina, y me contaba sus proyectos para este año. Salíamos juntos de paseo, todos los fines de semana. No sé muy bien por qué a él siempre le ponían un bocadillo de queso –que no le gustaba- para la merienda, y a mí de chorizo –que le apetecía más a él-, de modo que nos los cambiábamos.
Tengo ante mis manos una carta. Está escrita con una letra redondita, muy clara. Miguel me cuenta que se lo pasó muy mal en el guateque al que le invitaba un amigo mío para no dejarle colgado, una de esas tardes de sábado. Miguel tiene tres años menos que yo, y eso, a nuestra edad –yo tengo 55- no tiene importancia, pero cuando sólo has llegado a los dieciocho es un mundo de distancia. Miguel se había equivocado de cuarto –por lo que me contaba iba al baño-, abría una puerta y se encontraba con una pareja que hacía el amor.
“Estaba más o menos acostumbrado a ver a novios besándose con la lengua –me escribía Miguel-. Pero debo decirte que esto me ha impresionado mucho”.
Luego me explicaba lo que su moral religiosa le decía sobre el asunto. La cosa de las relaciones sexuales antes del matrimonio. Poco menos que Miguel enarbolaba una especie de decreto de excomunión contra todos mis amigos –no contra mí, en aquella época yo no me comía un “rosco”.
Miguel y yo jugábamos a nuestro invento de la “Fórmula Uno”, con coches a escala que nos comprábamos en cuanto podíamos ahorrar unas pesetas y a los que poníamos nombres de los pilotos de verdad. Yo siempre competía con Chris Amon, que corría sobre Ferrari, y que no ganó en toda su vida un solo gran premio. Era toda una reflexión sobre aquel momento de mi existencia. ¿O de toda ella, en el fondo?
Ahora está mi tía Elisa, mi favorita. Es la madre de Miguel. Fuma pitillo tras pitillo y, para descansar en esa su permanente actividad, tose con la tos insatisfecha que tienen los fumadores. La veo en el tanatorio, cuando se van a llevar el ataúd con los restos de Carmen y cuando yo deposito un beso en mis dedos y estos en el cristal, antes de que pongan la tapa. Es el momento que ella escoge para decirme muy quedo, al oído:
- Puedes estar orgulloso, Federico. Te has portado siempre muy bien con ella.
Fueron las palabras más sensibles, más certeras, que mayor bien me hicieron en aquellas tristísimos horas.
En la siguiente foto, estoy en la cama. Solo. Alguien me pregunta por el periódico del día. En mi casa éramos muy de derechas y clásicos y se compraba siempre el “ABC”. Yo había recortado del ejemplar del día una noticia esa misma tarde –por aquel entonces hacía una hemeroteca particular de los asuntos internacionales que más me interesaban- pensando que nadie lo iba a leer ya. Lo había escondido y más aún cuando me lo estaban reclamando: el periódico había quedado totalmente inservible.
Al día siguiente tuve que confesarlo. Y mi padre se apresuró a propinarme una buena paliza.
Seguramente fue un castigo desproporcionado.
El caso es que yo le tenía ya tanto miedo que evitaba cualquier posibilidad de acercamiento. A esa actitud –todo hay que decirlo- él mismo colaboraba con su ademán de distancia, de severidad, de retraimiento permanente.
Ahora hay una especie de descansillo en mi ascensión, con un banco en que me siento a recuperar fuerzas. Los escalones son altos y estrechos y tengo que poner mucha atención para no resbalar y caer. En la imagen aparece mi abuela materna, Regina. Viene a casa de visita en el mes de agosto. Yo tengo unos catorce años y la saludo. Ella me observa con atención . Luego se dirige a mi madre:
- ¿Te das cuenta de que Federico no está bien?
Mi madre hace un gesto de extrañeza.
- Está pálido, demacrado. Y además parece que tiene mucha debilidad –sigue diciendo mi abuela.
Yo no soy consciente de todo lo que está explicando ella acerca de mí. Sólo pasado algún tiempo llegaba al convencimiento de que en realidad me encontraba deprimido. Quizás el hecho de mi ubicación en la mitad de una amplia familia me hacía pasar relativamente desapercibido, de modo que el hecho de que dejara la comida en el plato sin apenas probarla, careciera de amigos y en consecuencia me dedicara a pasar las horas en soledad no eran cuestiones que preocuparan al resto. Siempre se atiende más al que más protesta y yo pasaba –por lo visto- mis penas en silencio.
En todo caso, mi abuela Regina pedía permiso a mis padres para ocuparse de mí durante el invierno siguiente. O eso –venía ella a decir- o tendréis que gastaros mucho dinero en médicos y farmacias.
No estuve presente en la conversación. Pero estoy prácticamente seguro de dos cosas: la primera, que mi abuela lo diría con la prudencia, el tacto y la inteligencia que la caracterizaban; la segunda, que no hubo excesivo debate en torno a la cuestión.
Así que me pasé todo aquel invierno viviendo en la casa de mi abuela, donde los mimos no sólo eran consentidos, sino que formaban parte del habitual orden del día. Me despertaba en mi cama bien caliente y encontraba dispuesto un gran desayuno. Tenía la ropa siempre recién planchada, los zapatos limpios y me iba al colegio, donde muchas veces debía borrar de mi cara una bobalicona sonrisa de felicidad. ¡Y las comidas! ¡Todo el repertorio de las más diversas maneras de preparación de los huevos, al nido, en tortillas italianas, o la tortilla española que tiempo después descubriría que preparaba mi abuela de la misma forma que la “tortilla de los pobres”, según se la llamaba en Alemania! Recuerdo también su ensaladilla rusa, donde cada uno de los ingredientes se presentaba al paladar con la temperatura que le correspondía, las judías verdes calientes, así como la zanahoria y las patatas... -una ensaladilla templada- y no con su paso por la nevera que unifica los sabores y hace imposible conocer en realidad lo que estás comiendo.
No podía ocurrir de otra manera: engordé. Y al poco tiempo me debía someter –ya de vuelta a la casa de mis padres- a una dieta relativamente rigurosa.
¡Fui tan feliz durante aquel año con mi abuela, tan bueno resultaba todo que no podía sino existir algún pecado en ello! Y ahora me correspondía pagar la penitencia.
Pero aquélla temporada que pasaba con ella me convertía, a partir de entonces, en una especie de mendigo del cariño: siempre que lo recibía –no importaba el lugar que fuera- allá me quedaba.
Recupero la ascensión. Ahora la imagen vuelve otra vez a la tienda de ultramarinos que tenía mi padre. Estoy yo con él. La va a vender porque ninguno de mis hermanos se quiere hacer cargo de ella –los mayores se enfrentaban con otras prioridades, los pequeños lo eran aún demasiado- y mi padre tiene un enorme disgusto, se va a jubilar en pocos años y le gustaría que el negocio al que había dedicado gran parte de su vida tuviera continuidad. Entonces le digo que, si quiere, estoy dispuesto a ayudarle y por eso a dejar mis estudios. Él se pone contento, aunque no lo evidencia –las alegrías de mi padre no eran nunca suficientes, por lo visto.
Y en la partida que jugaba todos los jueves por la tarde con un grupo de amigos le sorprendía yo una explicación a mi comportamiento.
- Federico, mi hijo, ha decidido aparcar de momento el asunto de sus estudios para echarme una mano en el supermercado.
¡Como si no supiera perfectamente que no era compatible la atención de la tienda con cualquier otra actividad!
Algún tiempo después, Carmen, mi novia, me comentaba que, en una de las sobremesas que tenía ella con mi madre, le había confesado esta –yo creo que con alguna candidez- que estaba muy contenta de que mi padre me hubiera dado un puesto de trabajo. ¡Así se escribe la historia!
En la siguiente imagen, Carmen y yo estamos en un autobús. En él viaja también mi tío Paco, hermano de mi padre. No he advertido su presencia. Como el vehículo está prácticamente vacío se acerca a saludarnos. Se comporta con mucha corrección. Es una persona aparentemente normal, no hay en él nada que recuerde su retraso mental. Y es que la educación fabrica muchas veces en nosotros un barniz que tamiza nuestras características personales. Sólo la convivencia prolongada, y en ocasiones de forma apenas indirecta, es capaz de aventurar la forma de ser de mucha gente con la que compartimos nuestra vida de modo habitual.
Lleva barba. Yo me refiero a esa novedad –nunca, en los años que le conozco, se la había dejado-. Me contesta:
- A ti también te iría divinamente.
No sé si tiene mucho que ver con esa escena, pero pasaban algunos años y era la misma Carmen –una especie de asesora de imagen para mí- la que me sugería que me la dejara. Y recogiendo su antorcha, mi hija Mariví me dice siempre que no me la afeite.
En la siguiente foto hay un pasillo muy largo. Las maderas del suelo crujen cuando se las pisa. Y mi tío Paco, con sus pies planos, tiene una forma de andar por la que su pesado organismo –está bastante gordo- se desplaza oscilando a un lado y otro como si se fuera a caer. Grita en mi presencia –quizás precisamente porque me encuentro ahí:
- ¡”Espanti”! –por espantapájaros-. ¿Qué tenemos hoy de “rancho”?
Y la aludida, mi abuela paterna, con su voz de pito, contesta desde la cocina:
- ¡Por Dios, Paco! ¿Qué va a pensar la gente? ¿qué va a pensar Federico?
Pero mi tío Paco sonríe satisfecho al observar que ha conseguido el efecto que pretendía. Y con testigo de los hechos, además.
Mi siguiente imagen ilustra una reunión en la que acompaño a mi padre. Se produce esta en la exigua oficina de una gasolinera. Del otro lado de una vieja mesa metálica hay un tipo grueso y sudoroso que viste una camiseta y bebe a morro de un casco una cerveza. Mi padre le confiesa encontrarse preocupado ante el anuncio de la boda de su hermano Paco con una cuñada suya -es decir, de ese tipo que le escucha con la mayor de las indiferencias y que carece de tal modo de educación que incluso eructaría si tuviera esa oportunidad.
- No os preocupéis –le dice, con una voz estruendosa, que hace juego con el resto del tipo humano que se dirige a nosotros-, que si Paco es retrasado mi cuñada no lo es menos.
“Los amantes de Teruel –pienso entonces-. Tonta ella...”
Y es que a mi padre le parecía que, por principio, la gente se disputaba por su dinero. Y no era para tanto, pues nunca tuvo demasiado. Más bien creo yo que era a él al que le interesaba la forma más adecuada de allegar recursos para su amplia familia y para que la vejez no le sorprendiera a dos velas.
Ha pasado el tiempo desde aquella imagen. Yo vivo ya con Carmen. Me encuentro en el ”hall” de un piso que conocía desde niño, pero al que no había vuelto desde hacía muchos años. Allí vivía mi tía Remedios. La imagen registra la presencia de mi hermana Juana, de mi padre y la mía. En un pasillo interior de la casa yace Remedios vieja, hinchada, desfigurada por la dieta de azúcares y grasas a la que se sometía, producto –según alguien dice- de la depresión que le venía aparejada con la vejez y la pérdida de su belleza. ¡Ella, que era una de las mujeres más guapas que he conocido! Y lo era tanto que mi tío Luis, hermano de mi abuela paterna, la sacaba de algún lupanar y se casaba con ella, aún corriendo el riesgo cierto de comprometer sus amistades y sus futuras relaciones sociales.
- Federico –me ordena mi padre-. Busca en el cajón.
- ¿Y qué es lo que busco? –le pregunto, ingenuamente.
- No lo sé –replica él-. Un sobre, un papel, algo de eso...
No tengo que revolver mucho antes de encontrarme con una carpeta de tapas de cartón que con grandes letras anunciaba su contenido:
“ÚLTIMAS VOLUNTADES”.
- Está bien –gruñe conforme mi padre-. Léelo.
Dentro hay un papel que desdoblo. Está escrito con una letra clara y redonda. Manifiesta su deseo de que todos sus bienes vayan a parar a las Hermanitas de los Pobres.
- Bueno –dice mi padre, dando media vuelta en dirección a la salida-. Pues que sean las Hermanitas de los Pobres las que se encarguen de ella.
Había que ver la cara que puso el administrador de la fallecida, un buen hombre que se ocupaba de las cuentas que tenía mi tía y al que se le venía el mundo encima.
Por supuesto que Juana y yo nos quedamos con él y le ayudamos a resolver los problemas que se derivaban del óbito de su clienta.
Claro que todo tenía su explicación. Cuando moría su madre, se dirigía mi padre a su tía Remedios para que le entregara la llave del pequeño panteón que, con los ahorros de todos los hermanos, había comprado la familia. Como Luis era el hermano mayor, a él le correspondería la guarda de las llaves.
Pero Remedios se negó a dárselas. De modo que Gerardo –mi hermano- y yo nos ocupamos de largarle al sepulturero la trola de que no aparecían las llaves ni el título de propiedad, pero que sabíamos perfectamente que ese era el panteón de la familia de nuestra abuela. Una buena propina hizo lo restante.
Mi padre se aplicaba con ese gesto, por lo tanto, el dicho por el cua “la venganza es un plato que generalmente se sirve frío”.
La siguiente imagen es bastante fugaz, casi vista y no vista. Como en todas las Navidades se han habilitado en la salita de casa una serie de mesas en las que de una manera relativamente ordenada nos vamos sentando toda la familia. A estas cenas de Nochebuena asiste siempre mi tía Mercedes –que es la hermana de mi padre-. Vive en otro barrio de Madrid y en la práctica no la vemos nunca, fuera de estas fechas. La recuerdo con su característica papada familiar y sus labios pintados, poco antes de que varios tubos de barbitúricos se la llevaran al otro barrio. Y a mi padre, que la saluda con un invariable:
- ¡Qué tal estás, hermanísima!
En una expresión que nunca he conseguido descifrar si estaba fabricada de cariño o de pura indiferencia
Lo mismo que mi madre le pregunta invariablemente a lo largo de la cena:
- ¿Con quién vas a pasar la Nochevieja, Mercedes?
Y ella le contestaba siempre:
- Con los Manzanos.
Era un apellido que conocía de aquella referencia, pero no a sus componentes. Y eso que se trataba de parientes muy cercanos de mi padre. Las familias, muchas de ellas construidas en torno a la figura de la madre, se relacionaban más con esa parte de la parentela que con la paterna, por lo menos en nuestro caso. Así que fui yo quien luego se esforzaría por reconstruir esa relación, lo que me ocurrió y de modo muy significativo con los Manzanos.
Especialmente con Antonio. Primo mío, aunque me llevara entre veinte y veinticinco años. Recuerdo su expresión siempre amable, su rapidez dialéctica, su memoria para las anécdotas más divertidas.
La ascensión por la escalera de caracol se detiene nuevamente. Hay otro rellano para descansar, y colgada de una pared una vieja foto. En ella aparecemos Antonio Manzanos y yo en el salón de su casa.
Le conocí, de una manera bastante fortuita. Un cliente de mi padre había encargado una cesta de Navidad para él, ¡siempre la Navidad!, y no teníamos suficientes dependientes para hacerlas llegar a sus destinatarios. Así que me ocupé yo mismo de entregarla. Fui a su casa, en el centro de Madrid –mi primo se había dedicado a los negocios y le habían salido bien- y le dije a la chica que había una cesta para “don Antonio Manzanos”, y que se la entregaba de parte del cliente de mi padre la tienda “Coloniales Barrientos” –que era la razón comercial con la que girábamos-. Cuando Antonio se enteró, salió corriendo a la puerta de servicio, me hizo dejar la cesta a un lado y me invitó a tomar un aperitivo en su casa que no tuve el valor de rechazar. Todo ello ante mi sorpresa -pensaba que el apellido Manzanos de aquella persona nada tenía que ver con el mencionado por mi tía Mercedes en todas las cenas de Nochebuena en casa-. Antonio me preguntó por mis padres, por mi abuela paterna y por todas las demás cosas que se le ocurrieron. Muy pronto descubría yo un nuevo perfil de la familia que creía reducido a un padre distante. Y cómo, al conjuro de un simple apellido, se me abrían los salones de esa casa y el corazón de su propietario.
Su extraordinaria humanidad me cautivó desde entonces y cada vez que citaba su nombre era para mí un sinónimo de las cosas que estaban bien hechas, por lo mismo que, para descalificar una conducta, sentenciaba resueltamente:
- Eso no lo habría consentido Antonio Manzanos.
Supongo que para mi familia –especialmente para mi padre, que apenas había mencionado su existencia- mis frecuentes comentarios les debían parecer superabundantes y excesivos, aunque ellos nunca objetaron nada. De modo que Gerardo –a quien le entusiasmaba fabricar motes para una larga colección con que me adornaba- empezó a llamarme Federico Manzanos. Confieso que nunca me importó que me otorgara ese apodo.
Pero mi unión con Antonio se iría consolidando según pasaba el tiempo. Ya no se trataba sólo de la simpatía, del carácter que la animaba –recuerdo que yo copiaba la forma desenfadada que tenía él de pronunciar los tacos-, de su comprensión respecto de cualquiera de mis reflexiones... Ya era que me veía como una especie de gota de agua en relación con otra, podría decir que me sentía casi clonado con él.
Ocurrió después de que muriera Carmen, aunque las bases de nuestra relación ya eran bastante sólidas tiempo antes. Lo recuerdo ahora comiendo con él en un restaurante de Madrid. La vida nos había tratado relativamente mal: los dos éramos diabéticos –por herencia recibida de un bisabuelo común-, nos habíamos quedado solos en la vida hacia los cuarenta y ocho –aunque Antonio ya había rehecho la suya- y, para colmo, él ya no veía apenas –ni siquiera podía leer- y yo me había quedado sin visión en el ojo derecho.
Recuerdo que tenía comprometida una cena con él, pero Carmen estaba fatal. Al volver de la tienda me encontraba con ella en la cama y en un estado de agotamiento y debilidad difícilmente superables. Le llamé a Antonio para disculparme. Y él me dijo:
- Haces bien, Federico. Lo más importante es Carmen.
Dos días después le llamaba para decirle que había muerto.
Entonces, Antonio se desvivió conmigo. Me ofreció todo el cariño de que era capaz. Y eso que él se encontraba realmente mal, a todas sus anteriores dolencias había que añadir nada menos que siete “by-passes” y poco después una hemiplejia que le dejaba sin vida la mitad de su ya deterioradísimo organismo. Todo ello, por cierto, vivido con una serenidad y una presencia de ánimo que todavía hoy no me puedo explicar.
Me invitaba a sus vacaciones, me hacía compartir a su familia más directa y me obligaba a llamarle todas las semanas –pudiéramos o no vernos- para que él supiera por mi propia voz cómo me encontraba.
Así que cuando murió –se lo decía en una carta a su viuda, Marta- no podía negar que había sentido una cierta sensación de orfandad. Y es que Antonio había sido como un padre para mí.
Moría Antonio muy cerca de una Navidad, lo mismo que Carmen. Y ahora, en este sueño que repasa mi vida a través de las más variadas imágenes, aparecen las Navidades. Y pienso ahora que, bien explicadas, esas fechas tienen la cualidad de revelar las circunstancias de tu vida de forma más que suficiente.
Tengo ante mí las fotos de tres Navidades distintas, como en el cuento de Dickens, pero de otra manera.
El recuerdo de unas Navidades cuando yo era niño y todavía creía en los Reyes Magos. Esos días seis de enero en que me levantaba de la cama –creo que el primero de los hermanos- literalmente a-t-e-r-r-o-r-i-z-a-d-o, no fuera que se despertaran mis padres y decidieran que era todavía muy temprano para un día que se presentaba invariablemente larguísimo para ellos; o que –peor aún- sus Reales Majestades no hubieran abandonado aún la casa y me convirtieran por causa de mi madrugadora curiosidad en una especie de estatua de sal. Esa vez –según la imagen que ahora se presenta ante mis ojos- me había correspondido un juego de construcción. Pero, más allá de lo que hubiera junto al zapato que –reluciente- dejaba la noche anterior en un rincón de la salita, esos pasos silenciosos que daba desde mi habitación eran para mí la emoción, la ilusión, que se desbordan ante el fenómeno maravilloso que tendrá lugar sólo unos instantes después, y que podría resultar equivalente a la que sintieron Peter Pan, Wendy y sus hermanos cuando se dirigían hacia el País de Nunca Jamás, donde les esperarían los –para ellos desconocidos aún- niños perdidos, la princesa india y el capitán Garfio, a quien todavía Mariví, mi hija, lanza pedorretas cuando le ve en el vídeo de Disney.
Curiosamente era Peter Pan el personaje favorito de Carmen. Y le pegaba mejor que un anillo al dedo. Carmen era una mujer-niña, a la que la vida –a medida en que la iba viviendo- le dejaba muy pocos argumentos para resistir. Era su decepción respecto de las personas y el convencimiento de que su enorme capacidad para la bondad y la simpatía no siempre cedían ante los intereses del momento. Posiblemente fuera entonces cuando a Carmen-Peter Pan le abandonaba su tradicional buena sombra y no tenía a mano a una Wendy que se la cosiera al cuerpo.
La segunda imagen del tríptico corresponde a unas Navidades vividas con mi pareja, cuando ella se encontraba en la plenitud de sus facultades. La recuerdo muy delgada y esbelta, con una falda relativamente corta, de cuero marrón, que heredaba de su madre y unos zapatos de tacón grueso. Su familia paterna mantenía la tradición centroeuropea consistente en que el día central de las Navidades era el veinticuatro de diciembre y los regalos se disponían al pie del árbol –el “tannenbaum” de los villancicos alemanes-. A su hermano Marcos le había correspondido una cámara de vídeo y con ella rodaba el amoroso beso que nos dábamos Carmen y yo. Éramos la estampa viva de la felicidad, que para mí –superadas las viejas depresiones infantiles, algún que otro complejo que venía marcando mi destino hasta el momento, unidos con una relativa mala suerte- me situaba ¡por fin! en la senda de un bien ganado derecho a la dicha permanente. Carmen, por su parte, había sufrido la pérdida de su madre cuando apenas ingresaba en la adolescencia y tenía que vivir apoyada en las muletas afectivas de alguna tía carnal que nunca la pudieron sustituir.
No es posible –supongo- que exista en puridad en el sufrimiento compartido. Lo que está claro es que no existe felicidad si esta no se produce en compañía.
La foto que cierra la serie bien pudiera ser cualquiera de las que corresponden a las Navidades más recientes. Son fotos tomadas en la UCI de pediatría de un hospital. Yo entrego sus regalos a mi única hija, Mariví. Le sigue a ello un breve brindis con cava, con la participación de todos los médicos y enfermeras que están de servicio, ante el que mi hija sonríe encantada. Luego no hay nada más. Años antes, Carmen conseguía que pudiéramos engullir unos rápidos “sándwiches”, antes de abandonar el centro sanitario. Pero después de muerta su madre, Mariví quiere que despeje pronto mi presencia de esa habitación. Así que me encierro en mi apartamento, donde muchas veces ni siquiera ceno o tomo una copa, en tanto que mi única distracción en esa noche presuntamente “buena” es la de poner un vídeo –el último, “Lawrence de Arabia”-. No, no es que carezca de alternativas, mi madre me invita a la cena familiar, un amigo que vive en el mismo edificio también me convida a compartir la noche con su familia y hasta otro amigo que se encuentra en un barrio diferente de Madrid me ofrece la misma posibilidad. En todos los casos declino sus ofertas. La Navidad, una vez que salgo del hospital, se ha terminado para mí.
Hay una escena, al final de la película de Truffaut “Domicilio conyugal” -¿o se trata de “Besos robados”?-, en la que Antoine Doinel, su protagonista, ha pasado la primera noche con su novia y desayuna junto a ella. Al disponerse a untar una tostada con mantequilla esta se rompe. Su novia le explica que, para evitar ese tipo de percances, es mejor apoyar la tostada en otra. Y se lo demuestra.
El ejemplo siempre me ha gustado, porque la vida es así muchas veces. La soledad –estos siete años viviendo de esa manera- puede constituirse en una ventaja en algunas ocasiones, pero a la larga suele quebrar tu propia vida. Y lo que ocurría con Antoine Doinel ya le ha dejado de ocurrir porque se dispone a acometer una existencia de compañía en la que todo apunta a que será feliz.
Eso me pasó a mí durante unos años, que siempre he considerado cortos. La dicha, a la que pensaba tenía un derecho perentorio y exigible, duraba, ¡ay!, muy poco tiempo, y este sujeto a las contingencias de la enfermedad de Carmen y a mi propia capacidad de encarar en forma positiva ese proceso.
Mi felicidad se volvía a quebrar –como la tostada de la película de Truffaut- cuando Carmen iniciaba su senda sin fin hacia su propia destrucción final; en el momento en que –como me dijo una vez Susana- decidía “arrojar la toalla”. Es verdad que aún le quedaba algún que otro paréntesis en el que volvía a ser ella, recuperando con su cortísima resurrección una parte de mi felicidad, de mi vida, por lo tanto. Pero, la verdad era que si ella se iba desprendiendo de este mundo a golpe de deterioro personal, yo también lo abandonaba, aunque sólo ahora soy consciente de ello. Y eso que decidía –y con la mayor de mis convicciones, además- que la enfermedad de Carmen no podía convertirse en mi propia enfermedad. De modo que respondía a ese reto con una dosis de hiperactividad que no me permitía la más mínima tregua. No era consciente entonces de que mis constantes trabajos no consistían sino la otra cara de la moneda de la misma enfermedad de mi pareja. Y si Carmen caía con frecuencia en la depresión, yo me mantenía instalado en la fase maníaca de esa misma dolencia psíquica. De modo que, cuando el mal la iba consumiendo lentamente, hacía lo mismo conmigo.
Esa fue mi primera muerte. Y la primera de Carmen, también. Con esta doble muerte común se nos fueron las Navidades felices y los momentos de dicha y yo me instalaba en una especie de huida permanente. Hoy, diez o doce años pasados desde entonces, sigo inmerso en esa misma actitud. Me “apunto a un bombardeo” y “tiro a todo lo que se mueve”, sin pensar en la necesidad, en la eficacia, en el interés que al cabo tengan esas gestiones. -Tomo, por ejemplo, este tren sin que haya nada que me precise a ello. Me dirijo a una oficina, a la que ya nunca llegaré, donde hago que hago y la gente me mira con expresión incrédula aunque disimulada-. Y, después de un sinfín de actividades, rendido por el cansancio, apago la luz de mi mesilla de noche, me sorprende el sueño sin darme tiempo para pensar en nada. Y los fines de semana, cuando decae esta sobre actividad, opto por el agotamiento físico –es bueno para el control de mi enfermedad, además- porque cuando la pereza me lo desaconseja vuelvo a plantearme las cuestiones no resueltas de mi vida que ya no tienen respuesta.
“De la vida me acuerdo –decía Gil de Biedma-. Pero dónde está”.
Había muerto ya una vez, pero aún subsistía la esperanza de una posible recuperación, que iba de la mano con las sucesivas mejorías que experimentaba Carmen –cada vez menos intensas, cada vez más distanciadas-.
Con mi segunda muerte, la definitiva de Carmen, se me iba hasta la ilusión y con ella el ánimo. Y llego a este, mi último viaje, exhausto, deteriorado, roto. Y pienso que por fin ha llegado el momento definitivo, después de haber pensado muchas veces en la posibilidad de anticiparlo. Ya que la vida es tan corta –me he dicho en esos momentos en los que la sola idea de levantarme de la cama por la mañana para comenzar con las actividades del día, se me antojaba agotadora- ¿por qué no apearse un poco antes, por ejemplo, ahora mismo?
Y es que, en realidad, -como ha dicho Auster- “muchas de las personas que has querido han muerto y empleas mucho tiempo hablando a sus fantasmas. Es como si tuvieras un pie en el mundo de los muertos y otro en el presente”. Y podríamos intentar, por lo tanto –agrego yo- acercarnos a ese mundo de los fantasmas en el que quizás recuperáramos alguna parte de la felicidad que hemos perdido.
Hay un descansillo -con asiento- más en mi ascensión. Por lo cerca que se encuentra del techo del edificio intuyo que es ya el último. La imagen es la de una niña en una cama de hospital, un hombre y una mujer –sus padres, Carmen y yo- la cogemos de la mano.
Mariví es mi hija –ahora que estoy más fuera que dentro quizás debería decir que nuestra hija-. Diecinueve años viajando desde su cama a una silla ortopédica en una sala que dice “Cuidados Intensivos de Pediatría”. Y, paradójicamente, diecinueve años de felicidad.
Es la más antigua del lugar, y en los hospitales –como en la vida- la veteranía es también un grado. Y Mariví tiene puesto de mando y lo ejerce. Quiere saber qué dolencias tiene el niño que acaban de ingresar, y se lo dicen; exige el conocimiento de la temperatura de la niña que se acuesta en la cama de al lado, y hay quien le cuenta si tiene o no fiebre; llama la atención de la enfermera que cuida al otro pequeño que está dos puestos más allá porque se ha disparado determinada alarma, y una persona enfundada en una bata blanca, azul o rosa se acerca a esa cama para comprobar qué es lo que pasa.
Mariví se siente útil. Observa su pequeño mundo en derredor, y lo controla, se siente integrada en él.
Tu madre y yo, Mariví, nos hemos pasado mucho tiempo pensando en lo que nos pasaría en el momento en que tú te fueras –no en vano, los médicos te daban sólo un par de semanas, todo lo más dos meses, de vida-. Tu madre hace siete años que se fue. Esta mañana me corresponde a mí decirte adiós.
Ya no podré aparecer por tu cama, cualquier mañana, para darte de comer. Se acabaron las tardes, cogidos de la mano, hasta que nos envolvía el crepúsculo y alguien tenía que encender una luz. No habrá más cumpleaños y Navidades en que una especie de Papá Nöel se deslice por tu sala cargado de paquetes.
Ya no seré nunca más tu sombra protectora, ese último y definitivo recurso al que tú apelabas en los peores momentos, cuando tú misma te sentías un poco más fuera que dentro.
Pero habrá quien te siga cuidando, quien te siga queriendo. Y no por mí, ni siquiera por tu madre, sino por tu cariño, por tu capacidad de proporcionar afecto. Y es que como tu fuerte no es la comunicación por el lenguaje –te lo impide el oxígeno que el respirador te introduce con una frecuencia preestablecida- te expresas a través de tus gestos. Yo no he visto una sonrisa como la tuya, que es capaz de ahuyentar todas las preocupaciones; radiante, contagiosa; que me cuenta tu alegría y me la proporciona, al mismo tiempo. Te pusimos Mariví, pero tu nombre podía perfectamente haber sido el de Estrella, y es que no hay nadie en ese hospital que no advierta el brillo de tus ojos y que al conjuro de su calor no entienda muchas de las cosas que aparentemente no tendrían explicación.
Claro que tus lágrimas son tristísimas y a veces pienso que desproporcionadas; tanto que, cuando verdaderamente me ratifican que estás sintiendo un dolor intenso, no lo comprendo muy bien hasta que ya es –en ocasiones- demasiado tarde. Pero... ¿no ocurre lo mismo con todas las mujeres?
A veces he creído ser una especie de padre nominal, solamente. Porque soy un padre al que la vida le ha negado un espacio propio para el ejercicio de su condición. Un padre coartado siempre por las exigencias del hospital: la enfermera que te pone el termómetro, el médico que te hace un gesto cariñoso al pasar, la señora de al lado que te conoce y se viene a darte un beso -¿quién no te conoce, Mariví, en ese hospital?-, los celadores que te llevan a la cama, las limpiadoras, las que recogen la basura... Todos lo hacen para tu cuidado, para que estés contenta. Otra cosa es lo que pueda sentir tu padre.
No se puede ser padre de una niña a la que nunca has podido abrazar.
Sigue adelante, sigue siendo feliz. Y el fantasma que permanezca de mi persona tratará de velar porque así ocurra. Que nadie pretenda moverte de ahí, que nadie te saque de esa UCI que se ha convertido para ti en tu hogar. Que mi espíritu volará rápido a ese hospital para quebrar las piernas y los brazos de quienes pretendan trasladarte, desviará del papel la mano que quiera firmar semejante orden, borrará la memoria de la persona que tan sólo se atreva a pensar en semejante posibilidad.
Adiós, Mariví. Ahora que estoy haciendo balance de mi vida es justo que lo hagas también tú de tu padre. No sé qué puntuación merezco, no sé qué tal padre he sido para ti. Lo cierto es que lo he intentado, ¡y por cierto que las condiciones no han sido las mejores! Antonio Manzanos me dijo una vez que no era característica de los hombres de nuestra familia la ternura, quizás ese sea también mi caso. No lo sé, a ti te corresponde el veredicto.
Entro ahora en una sala circular, enorme, como si fuera un cine. Contiene una sola butaca roja en la que me siento. En la pared hay una gran pantalla sobre la que veo proyectarse una serie de fotografías. Duran apenas unos segundos, luego se desvanecen para que otras las sustituyan.
Todas estas imágenes destellantes se corresponden con la etapa que media entre mi segunda muerte y esta.
Aparece Eva, la chica de Perú que abandonaba España para volver en apenas tres o cuatro meses y que se quedaba en Arequipa. La retiene allí una niña de dos años. Eva, la que decía los poemas como si estuviera haciendo el amor, y hacía el amor con la factura del más sensual de los poemas. Cuando se marchaba de aquí me pedía un libro para su viaje, yo le prestaba –con “uve” de vuelta- un poemario de Vinicius de Moraes, así que...
- ¡Saravá!
(Les ruego a todos ustedes que contesten a esta expresión con la misma, aunque sea para sus adentros. Representa una muestra de cariño y un deseo de buena suerte para las personas a las que se la dirige).
Inés es quizás la persona a la que más daño he hecho en estos últimos siete años. Obsesionado por “rehacer” –como dice mi madre- mi vida creía que la sustitución de Carmen por otra chica era algo así como si se tratara de cambiar un adorno por otro en un anaquel. Sólo tres meses después de conocerla me daba cuenta de que no estaba enamorado de ella y que la obsesión había fabricado una especie de espejismo en el que Inés era un oasis con el que conjurar finalmente mis soledades y mis tristezas de hacía más de diez años.
Ahora me doy cuenta de que ni siquiera era ella un espejismo. Que lo era yo mismo y que el espejismo consistía precisamente en mantenerme engañado a todas horas respecto de mi relación con la vida, la muerte y el amor.
A Inés, pero también a todas las chicas a las que creí amar y a las que hice daño, os pido ahora perdón y os deseo toda la felicidad del mundo, que os merecéis con creces.
- ¡Saravá!
Rodrigo estaba antes de esos siete años. Antes incluso de los diez en los que sitúo aproximadamente la primera de mis muertes. Recuerdo que su amistad es una especie de legado de la poderosísima intuición que tenía Carmen. Y es que un día que le refería –era ella la principal de mis confidentes- un comentario de Rodrigo, me decía con toda la claridad con que veía ella los asuntos que para mí, por el contrario, de tan opacos simplemente se dirían inexistentes.
- No sé si te das cuenta de que Rodrigo quiere ser amigo tuyo.
Y lo fuimos. Desde entonces he tenido en él a un amigo cabal, más allá de cualquier género de duda, de vicisitud.
Rodrigo, una de las personas con unas convicciones más claras de las que he conocido. Con un tan arraigado sentido de la moral, tan clásico en todas sus cosas... ha venido en hacerse amigo de un tipo que se ha ido sumergiendo en el más rotundo de los relativismos para casi todas las cosas.
Por todo eso...
- ¡Saravá!
Isabel es una de esas primas lejanas a la que el parentesco me permitía conocer y con la que más tarde pude contraer una amistad que se mantiene desde hace tres o cuatro años. Me encanta por su espíritu joven, por la tolerancia que manifiesta –cada vez creo más que es esa característica principal de mi familia paterna- y por la forma tan libre en que también se produce. Por su amistad ganada en los tiempos en que la soledad y la tristeza acampaban en mí...
- Saravá
Diría que la a imagen de Marta es la de la dulzura personificada. La conocí porque era, primero, la mujer de Antonio Manzanos; luego, su viuda. Uno de esos casos –que intuyes inevitables- en los que la pérdida del ser querido te supone el olvido, cuando no el abandono, de las personas que frecuentabas junto con ella. Pero Marta no es así, de ninguna de las maneras. Y era ella la que salía a mi encuentro para sugerirme una continuidad en el trato. Y cuando yo comprobaba que no se trataba de una pose, sino de un verdadero afecto –quizás por eso de encontrarnos en el recuerdo de su marido, o por aceptar la herencia del cuidado, del cariño que me tributaba Antonio- caía rendido ante la evidencia de que todavía hay gente en este mundo por la que merece la pena seguir en él. Hoy cuando me voy, Marta, que seas muy feliz...
- ¡Saravá!
Claudio es mi otro amigo principal. Tiene también que ver la asiduidad de su trato con una de esas intuiciones que tenía Carmen, cuando veía ella venir su final relativamente cercano y le hacía prometer a Claudio que se ocuparía de mí. Pero lo cierto es que yo lo vi antes. Nos conocíamos por motivos profesionales y yo quise que nos hiciéramos amigos. Al principio él no se daba cuenta y permanecía en una especie de mundo de fantasía al que era –posiblemente lo sigue siendo- un tanto próximo. Lo cierto es que Claudio cumplió su compromiso y sólo eso merece un rotundo...
- ¡Saravá!
Lucía está muy lejos. En su Montevideo natal, que es país de gente amable, diría incluso que encantadora. Y ella lo es también. Fue mi acompañante habitual a lo largo de esas felices jornadas, cuando los “boliches” eran mas que unas representaciones del tango, las actuaciones musicales de algún cantautor bastante más que una historia del pasado para mí. Hay en ella una risa que es una cascada de alegría y en su reserva una discreta profesionalidad que resulta admirable en una mujer aparentemente tan joven.
La técnica actual nos ha permitido la comunicación por “mail”. Gracias a esta, Lucía se ha convertido en una confidente de primer orden. Quizás por aquello que decía el fotógrafo Cartier-Bresson, que una persona podía comentarle a un taxista toda su vida –incluyendo los aspectos más escabrosos de la misma- en la convicción de que no le vería nunca más. No es lo mismo con Lucía. Antes de que llegara a ese túnel, esta mañana, pensaba que quizás la volvería a ver. Ahora que todo se acaba, al menos pienso que se había transformado en el hombro en el que he podido llorar tantas penas acumuladas, esas tristezas que era incapaz de colocarlas a otras personas, quizás porque la confidencia se constituye en una especie de arma de doble filo para los tiempos que corren. Dice demasiado de tus debilidades para que sea compatible con esa sensación de buen balance que todos, por lo visto, debemos representar, aunque, por dentro, nos encontremos al borde de la desesperación...
- ¡Saravá!
La imagen que ahora aparece en esa gran pantalla dura más tiempo. A los breves destellos le sucede la foto de una mujer que permanece en mi retina, llena la pantalla y se queda allí. Es la de Susana y yo estoy con ella. Corresponde a una de esas noches en las que tomamos una cerveza y charlamos de nuestras cosas. Quizás me acaba de hacer una confidencia. Ahora la acompaño hacia su casa, me coge del brazo y nos seguimos contando esas impresiones que se dicen los amigos.
Es una persona singular. También lo era Carmen. Problemáticas a la vez que únicas: auténticas, como se dice ahora. Y cuando la iba conociendo –a Susana- me iba dando cuenta hasta qué punto me iban a mí ese tipo de mujeres. Cómo las derivaciones que son habituales en la gente convencional –el cultivo de las situaciones anodinas, de las conversaciones habituales, de los gustos masificados y colectivos- me acaban desinteresando al poco rato.
Susana es una chica independiente. Tal vez la más libre que pueda yo haber tratado a lo largo de mi vida. Es inaprensible, se escapa como el agua entre los dedos cuando crees que la tienes bien sujeta, a lo mejor porque ella misma nota que se está dejando controlar por algo, por alguien. Pero tal vez le ocurre que tiene una prioridad por delante que es su lucha por vivir, y la quiere afrontar sola.
Pero ser su amigo ya era bastante para mí. Porque ella es la mejor persona que he podido conocer a lo largo de estos siete años. Y no estaba dispuesto a jugarme su amistad por el intento de una relación más cercana en la expresión del afecto, tal vez, pero también más rápida en su conclusión. Y es que con Susana he llegado a comprender que, muchas veces, cuando se consuma el amor, este mismo empieza a declinar. Y, al contrario, cuando el amor aletea como una simple posibilidad que ninguno se atreve a formular claramente, esa relación –aunque se la pueda definir con la mención, para muchos peyorativa, de platónica- tiene la condición de subsistir a lo largo del tiempo sin la menor de las posibilidades de quebrarse.
Además, Susana me ha hecho conocer su escala de valores. Y debo decir que, en estos últimos meses de mi vida, me estaba reeducando. El nulo papel que ella le da al dinero, a la posición social, a tantas otras convenciones que nos tienen permanentemente sojuzgados.
Y ha sido también una excelente educadora de esa otra parte de mi alma que se estaba batiendo en retirada desde la primera de mis muertes. La recuerdo en una de nuestras veladas –que transcurrían en un abrir y cerrar de ojos-, quizás en aquel curioso “pub” presidido por una insólita efigie de Satán, con sus ojos limpios clavados en los míos:
- ¿Por qué poner tantas expectativas en las cosas, en las personas?
Y me estaba diciendo que debía rebajar mis intenciones, también respecto de ella. Y yo lo estaba admitiendo, lo había aceptado ya, de hecho mucho antes de aquella cerveza que tomábamos, cerca quizás de un sonriente diablo.
Podría decir muchas cosas más. Que Susana tiene algo así como una belleza clásica, antigua, elegante, por lo tanto. Que es la belleza sin tiempo, la que no perece. La que todas las mujeres envidian, a la que todos los hombres aspiramos. Que tiene, además, unos ojazos de un color tan maravilloso que no parece posible su existencia encarnada en persona alguna, y que te miran -¿te escrutan?- desde una profundidad poco menos que inaccesible. Que es intuitiva e inteligente. Que es muy culta... Pero debo quedarme con mi primera idea: Y es que eres la mejor noticia que he tenido a lo largo de estos años...
... Y la chica por la que me quedaría en este asqueroso mundo, que por tu sola presencia se ha convertido en un espacio algo más habitable.
Por todo eso, y muy especialmente...
- ¡Saravá!
La imagen de Susana se desvanece lentamente y, con su figura, el molino por el que había realizado mi ascensión a lo largo de mi vida, se va desdibujando hasta que acaba por desaparecer también. Allí han quedado las fotografías, los recuerdos más significativos –importantes o insignificantes- que me he llevado a este viaje.
“Like the disappearing dreams of yesterday”, que cantaba Kris Kristofferson.
Mi sueño es ya un magma confuso. No sé si me encuentro ante un paisaje urbano, quizás el color rojo de eso que intuyo a lo lejos pueda ser un autobús, y el gris que está a su lado una marquesina; o estoy en el campo, y el rojo es más bien el ocre de los hayedos del pirineo navarro en otoño, al mismo tiempo que el gris lo sería el de los caminos que recorro en una mañana de septiembre.
Miro a un lado y a otro y no veo a nadie. Pero intuyo su aparición. Podría no estar ahí, pero también recobrar su presencia en cualquier momento.
Y la recuerdo entonces como la chica que establecía una frontera entre la vida que aún estaba yo viviendo y la siguiente que ni siquiera adivinaba. Con ella empezaba yo a existir, en realidad. Antes no era sino un proyecto confuso y amorfo, una especie de materia inútil que sólo un auténtico artista se atrevería a escoger para convertirla en algo diferente, reconocible, aceptable. Pero yo no era consciente de ello y pensaba entonces que toda esa nueva vida se debía a mí –se me debía- y que el destino me entregaba solamente lo que me había merecido: Carmen era así el pago vencido de una deuda pendiente.
No era consciente, por lo tanto, del prodigio de su aparición, no lo era de la suerte que recibía, tampoco de que se me ofrecía de forma gratuita, sin que yo pudiera exigirla. Y es que la felicidad no es uno de esos derechos humanos que se evoca en ninguna de las declaraciones conocidas, la felicidad es más bien el regalo de una tómbola que puede o no corresponderte según la suerte que tengas.
Carmen llegaba hacía mí y me daba la vida. Esa vida que a ella le sobraba entonces, porque rebosaba de facultades. Incluso, pasado el tiempo, cuando esa existencia suya se tornaba difícil, en los momentos en que tenía sólo la fuerza suficiente para agotar una mañana, una tarde, un día... me la entregaba, me regalaba aquello de lo que ella ya no disponía.
Proust le dijo a Celeste Albaret: “Usted, como su madre, estaba destinada a dedicarse a los demás”. El destino de Carmen –si bien en una pequeña fracción de su corta existencia, la que no le negaba su fatal enfermedad- había sido el de entregarse a mi. Era yo el centro de su vida, ni siquiera Mariví limitaba el espacio de las atenciones con que me colmaba. Para nuestra hija debía buscar Carmen una energía suplementaria, una fuerza que encontraba ella solo porque también Mariví –que heredaba por cierto buena parte de mis características físicas- era también una proyección mía.
En todo momento me tenía presente. Y cuando yo la llamaba por teléfono debido a cualquier razón y le formulaba la pregunta formal de...
- ¿Qué tal, Carmen?
Ella contestaba muchas veces:
- Muy bien, Fedros. Estoy queriéndote mucho.
No es posible imaginar una entrega mayor, un amor más desprendido. Tanto que hasta el mismo acto de su muerte se constituía en un tributo que ella pagaba para que yo siguiera viviendo.
- Eres guapito –me decía en esas semanas finales, que aún no pensaba yo, ¡ay!, inmediatas a su despedida. Como si sólo fueran sueños producidos por su depresión y sus malos momentos, que siempre tendrían una superación-. Volverás a tener pareja.
Así que cuando consideró ella que ya era un estorbo para mí, cerró la última puerta de su vida y se marchó de la mía.
La “tostada” de Doinel-Barrientos se rompía y todo lo que vino detrás fue quiebra.
Solamente hoy, cuando me voy hacia algo que ni siquiera intuyo, entiendo que esos años vividos con Carmen –incluidos los más difíciles- merecían, por su entrega, por su amor hacia mí, toda mi existencia, incluida también la actual, en la que muchas veces me dedico a pensar en lo que fue, lo que me gustaría que hubiera sido y en lo que definitivamente no pudo ser.
Al fin y al cabo, después de la felicidad la vida se compensaba a sí misma cobrándome su correspondiente multa de sufrimiento, como también en otras ocasiones me había sucedido. Y, si “dura poco la alegría en la casa del pobre”, esa mendicidad de la dicha que practicaba yo de manera permanente a lo largo de mi existencia, sufría siempre una especie de eterno retorno, como el círculo que se cierra, como el “yin” y el “yang” de la filosofía china: nada hay que sea definitivo, todo concluye y vuelve a comenzar; piensa en los malos momentos que han de llegar cuando vives los buenos, piensa en la dicha que te espera cuando te invade la tristeza.
“Los diez mi seres –al cabo, nosotros mismos- llevan el Yin en la espalda y el Yang en los brazos.
Mezclando sus soplos realizan la armonía”.
Todo se ha vuelto oscuro, tan negro que se diría que he vuelto a la barca de Caronte, como en una especie de moviola que quisiera recuperar muy pronto el momento de la explosión, de modo que me viera yo otra vez comprimido en el asiento del vagón o en una UCI de hospital, recuperándome de mis heridas.
No, no quiero regresar de mi tercera muerte.
Además que, como decía Gyorgy Konrad, “regresar de la muerte es una impertinencia”.
Al fin y al cabo esto no es tan desagradable, como recuerdo que decía mi padre en su agonía.
Pero esta es una negrura tranquila, silenciosa, como esas noches que vivíamos en el pirineo navarro, donde los caballos y las vacas duermen y hasta el campanario de la iglesia ha decidido callarse.
Pero tan opaca, tan negra como esa frase que un día escuché y he repetido en alguna otra ocasión:
“Nunca es tan oscura la noche que cuando está a punto de despuntar el alba”.
A lo lejos, allá donde ni siquiera se advertía el trazado del horizonte, percibo de pronto un tono rojo que se va descomponiendo en una amplia gama de colores. Y es que ese ocre se ha mezclado con las nubes y con el azul del cielo que también empieza a germinar.
Se trata del anuncio de un precioso día.
Veo tres puntos distantes, muy blancos, muy brillantes, que se aproximan hacia mí.
Percibo a los dos primeros.
Son mi abuela Regina y Antonio Manzanos. Les cubren unas vestes claras, muy limpias y luminosas.
Ya están junto a mí.
Antonio me abraza con la mejor de sus sonrisas. Le miro a la cara: sus ojos ya no deambulan torpes en derredor, intentando concentrar su atención ciega en la persona que está hablando. Son ojos vivos, rápidos, inteligentes, como eran los suyos.
Mi abuela me coge de la mano con la firmeza con la que se despedía de mí la noche anterior a su muerte, cuando había decidido que era su hora. Y me permite uno de mis besos delicados sobre sus mejillas, besos que nunca podían resultar efusivos ya que se corría el peligro de producir daño en su frágil organismo. Su sonrisa es también radiante.
Ahora me miran los dos, en silencio, como advirtiéndome de la presencia de una tercera persona.
Es una chica, vestida con unos ropajes similares a los suyos.
Se acerca. Es Carmen.
Se me forma un nudo en la garganta y el corazón se pone a batir con un ritmo frenético. Mis dos ojos, bien abiertos, no pierden uno sólo de sus movimientos. Estudian su figura, esbelta, alegre. Han quedado muy atrás los malos momentos, la cara contraída, el gesto adusto, el movimiento premioso y torpe.
Sonríe. Tiene una sonrisa serena, apacible. Y alarga su mano. Oigo su voz.
- Ven Fedros –me dice.
Y yo, que había permanecido durante toda esta escena quieto, intento ponerme en marcha hacia ella. Pero no me es posible. Mis pies no avanzan y el espacio que me separa de Carmen se me antoja cada vez mayor, infinito, acaso.
Ella advierte mis esfuerzos y vuelve a sonreír.
- Se me olvidaba. Tienes que perdonar –son ahora sus palabras.
Y yo perdono todo y pido perdón a todos. Quiero volver a Carmen a toda costa.
Mis pies entonces pisan el suelo y vuelan. Es como si todo el peso de mi organismo se hubiera sublimado en el afecto, en el cariño, en el amor que siento por Carmen y el cuerpo se me hubiera vuelto liviano, ágil, inmaterial.
Nos abrazamos. Y en ese abrazo me voy yo todo entero.
Liberadas de la tensión, mis contenidas lágrimas ruedan suavemente, mi corazón se aquieta y descanso como un niño, como un amante, como un enamorado reciente en el regazo de Carmen.
Cogidos de la mano, los cuatro, nos vamos hacia un puente de cristal azul, que recibe todos los colores tornasolados del amanecer y nos envuelve en un arco iris de luminosidad. Se diría que volamos, como en el viaje de Peter Pan, hacia ese país de nuestros sueños infantiles.
Y, como en el cuento de “la cerillera”, en mi viaje final iban quedando sobre la acera de la fría calle los restos de cada una de las visiones que se me habían presentado. Era el final de cada fósforo el que proporcionaba el destello más luminoso, el más claro. Y la luz de la última de las cerillas había sido de tan radiante, la definitiva.
Le daba un beso y se me iba la vida.
Pero para mí había sido más que suficiente.
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10 comentarios:
Fernando,
Lo primero enhorabuena y si puedes daselas tambien a Rosa.
De todo corazon os lo mereciais, yo estoy encantada.
Ahora si que vais a remontar, porque ahora la gente va a saber de vosotros. Mucha gente de mi alrededor, conocida (ya sabemos que en los pequeños pueblos nos juntamos gente que hae mucho tiempo que no nos vemos y que ese dia y el dia de la fiesta del pueblo nos reencontramos), menos conocida, ... no sabian a quien pertenecian las siglas, sino estoy segura,segurisima que hubieran sido muchos mas.
Solo me queda: GRACIAS
Incapaz de leer tu post.
Por favor avísame cuando enciendas la luz.
Seamos realistas. La obtención del escaño para Rosa Díez ha debido de tener, creo, un regusto amargo para ella. Por un lado ha conseguido lo que quería, sí, tener una representación en el Parlamento, que un partido como UPyD deje de ser extraparlamentario con las primeras elecciones a las que se presenta es todo un triunfo. Y esto no hay que tener problema en reconocerlo, incluso por quienes no creían en el proyecto.
Pero también tiene un segundo aspecto esta victoria: Rosa Díez ha tenido que ver cómo sus ex-compañeros socialistas arrasaban en el País Vasco. El triunfo socialista en el País Vasco es histórico. Jamás ha tenido este resultado. Es que ha conseguido poner al PNV como segundo en la mismísima Vizcaya, su feudo inexpugnable, en su capital incluida, nuestro querido Bilbao, en la propia sede del PNV. La victoria es que ni se la creen todavía, la están digiriendo en este momento.
Para Rosa Díez debe tener un regusto amargo, creo, no poder celebrar semejante triunfo con sus antiguos compañeros de partido.
Para quienes hemos sido votantes socialistas siempre, como es mi caso, también me provoca una alegría extraña, triste tal vez. Pensar que por fin el partido socialista sea el dominante en el País Vasco, en todos sus territorios, eje vertebral de toda su política, centrado en todos los aspectos, y que yo no haya contribuido a ello con mi voto...
El problema que se cierne ahora sobre este partido es el de siempre, el que creo yo que motivó la salida de los votantes socialistas del PSOE y la salida de los votantes populares del PP: la gestión que desde Madrid se hace del poder por parte de los socialistas, teniendo o necesitando pactar con el PNV, lo cual da a este partido un plus de representatividad sobre lo vasco (lo mismo que con CiU, lo cual le da a este partido un plus de representatividad sobre lo catalán).
Muchos venderán ese pacto como lo han vendido siempre: los socialistas pactan con los vascos en Madrid, cuando resulta que en el País Vasco también los socialistas son dominantes, pero estos socialistas vascos, como ocurre con los populares vascos, pasan desapercibidos para el resto de los españoles: en España los vascos en Madrid son los nacionalistas.
Veremos cómo se llega a las autonómicas. Pero el panorama para UPyD, seamos realistas, repito, es difícil. Si el PSE consigue mantener el ritmo actual arrasará de nuevo, de lo cual me felicitaré en mi fuero interno, y UPyD tendrá que pelear muy duro para hacer entender un mensaje que quizás, de momento, sólo entienden los círculos intelectuales y universitarios de Madrid que han votado a Rosa Díez.
Fernando, me temo que va a haber que ponerse las pilas desde ya.
Saludos postelectorales.
Aquí en Madrid el voto ha venido fundamentalmente del PSOE, en los dos colegios donde estaba de apoderado aproximadamente el 80% del voto a UPyD ha sido de anteriores votantes socialistas, un 10% de IU y el resto de abstención.
De antiguos votantes del PP no ha venido nada (al menos en Madrid) pq estaban hipermovilizados para echar a Zapatero.
UPyD tiene recorrido de sobra para seguir creciendo una vez que hemos roto el boicot mediático (teniais que ver a todas las Tv's llegando al Hotel donde lo celebramos jejejeje) Mucha gente me dice ahora que si nos hubiese conocido nos habría votado.
Enhorabuena Fernando por los resultados de la CAV, toda una machada teniendo en cuenta el napalm social y mediático que teneis que soportar allí.
Saludos.
¿Permiso para mi habitual contrapunto a Chacón?
¿No crees que habrá gente en el gran Bilbao (el 90% de la población de la provincia) interesada en el discurso del hartazgo del identitismo, de la defensa de poder estudiar en castellano quien lo quiera, de las oportunidades y eficiencia que se pierden por el sistema clientelar partitocrático, del adaptarse a la globalización inevitable o empobrecerse en la marginalidad, y sobre todo, de no aceptar ni estar dispuestos a aceptar jamás que los matones se arroguen el derecho a matar y otros les den un plus por ello? ¿El discurso de que la sopa boba del pufo vasco no es propio de una sociedad emprendedora y de empuje, y que solo nos llevará a dormirnos? ¿El discurso de que (y cada vez más) solo las sociedades libres triunfan? ¿Y que Vasquilandia Tremebunda no nos lleva a ninguna parte buena? ¿El discurso de que la democracia no es solo votar de vez en cuando, sino sobre todo el control del poder, y la separación de poderes? Y lo que se puede seguir, y me callo por no aburrir ...
¿Sabes donde encuentra trabajo más de la mitad de cada promoción de la Comercial? Fuera.
Es posible que no. Es posible que tengas razón. Pero para mí que merece la pena equivocarse en ese empeño.
A ver Lois, creo que estamos hablando de cosas diferentes.
De entrada, me alegro que tengas clara la necesidad de un partido como UPyD.
Yo me he limitado a poner el contrapunto de lo que significa que tanto el PSE como el PP vasco, me daría igual casi que fuera uno u otro, pero me alegro más que sea el PSE, todo hay que decirlo, sean los partidos mayoritarios en el País Vasco.
Lo que digo es que si el PSE es el partido mayoritario en el próximo decenio en el País Vasco, como parecería que puede ser dada la tendencia actual y los resultados increíbles por inesperados y por esperanzadores de las recientes generales, UPyD lo va a tener muy difícil para pescar en este caladero.
Es lo que digo. Y con decir esto no estoy diciendo que UPyD no sea necesario. Para mí lo es, no te confundas. Pero lo es siempre y cuando sepa aprovecharse de lo que al PSE le falla.
Al PSE le falla su dependencia psicológica, casi visceral, del nacionalismo vasco. Al PSE le falla pensar que sin el nacionalismo vasco el País Vasco es ingobernable desde Madrid. Al PSE le falla no darse cuenta que la Ley electoral actual, con su sistema mayoritario para los dos grandes partidos en España y también para los partidos nacionalistas, lo mismo beneficia a PSOE y PP que al nacionalismo vasco y catalán, dejando fuera a las terceras opciones de ámbito estatal o nacional español.
Al PSE le falla, en fin, que para cuando el PSOE no saque mayoría absoluta en España, que será la tendencia normal en nuestro actual sistema político, siempre tendrá que pactar con uno o con los dos principales partidos nacionalistas, y esto crea siempre una tensión insoportable para sus electorados vasco y catalán.
Ahí es donde tiene sitio UPyD.
No te confundas amigo Lois, creo que, de momento, estamos en el mismo barco.
Saludos postelectorales.
Siempre ha pensado, Pedro José, que estábamos en el mismo barco. Mira esta cosa tan bonita de la RAE: Contrapunto: Arte de combinar, según ciertas reglas, dos o más melodías diferentes.
Por supuesto suscribo punto por punto lo que dices.
Pero no me fío mucho de ese resultado del PSE (que me gusta). ¿Vamos a pensar que las pistolas no influyen en las elecciones? Yo creo que la mayor parte de la gente lo que quiere es que callen las pistolas, y que piensan que para eso no hay nada como ser razonablemente amigo de los pistoleros. Estocolmo. No pretendo decir que los del PSOE sean amigos de los pistoleros, pero sí que la sensación de que pueden llegar a una componenda con ellos, les da muchos votos aquí. Por aberrante que parezca. Pero es absurdo soñar que todos estos decenios de asesinatos, de bombas y tiros más o menos “comprendidos” por los que recogen las nueces, no se iban a notar en la fibra social.
Nota: permíteme estos "contrapuntos", sin pensar que sean a la contra, que no lo son. Son para ampliar, no para reducir. O eso se intenta.
Un abrazo.
Por supuesto, Lois, debate y confrontación de ideas, razonadamente, todo lo que quieras, faltaría más.
Oye, mira, el artículo de hoy de Savater, por ejemplo, no me parece.
Creo que entrar en el slógan del PSOE de "No es lo mismo" con el título de "Sí es lo mismo", a pesar de las argumentaciones que hace luego, creo que es un intento de equiparar ambos partidos políticos dentro de una estrategia que no me parece. Es lo mismo que hace IU cuando habla del tsunami, por ejemplo.
PP y PSOE son dos culturas políticas muy diferentes y discriminar entre ellas es un punto de partida para la estrategia de UPyD.
Puedo estar de acuerdo en ciertas apreciaciones, acerca del pretendido vasquismo del PSE, que me parece que es como andar pidiéndole al nacionalismo que le deje ser vasco.
Luego el mismo habla de los que "somos vascos", incluyéndose a sí mismo.
Por lo tanto, lo primero que hace falta decir y definir es qué es ser vasco de una puñetera vez. Intentar llegar a un punto en el que todos estemos de acuerdo.
El Estatuto de Autonomía es impecable en ese sentido, artículo 7.1: "A los efectos del presente Estatuto tendrán la condición política de vascos quienes tengan la vecindad administrativa, de acuerdo con las Leyes generales del Estado, en cualquiera de los municipios integrados en el territorio de la Comunidad Autónoma."
En cambio el proyecto de Ibarretxe que se cierne sobre nuestras cabezas, si no hay nadie que lo pueda impedir, en su artículo 4 distingue entre ciudadanía, que es lo mismo que antes, y nacionalidad vasca, que sería algo así como el corolario para los que ya poseen la ciudadanía vasca. Es de suponer que la harían compatible con la nacionalidad española. En este caso, la pregunta debe siempre ser: ¿si ya soy ciudadano español y ciudadano vasco, qué necesidad hay (que yo no tengo) de tener la nacionalidad vasca? Que la explique el que tenga esa necesidad. Yo no tengo por qué explicar algo que no necesito. Es como si me pidieran que explicara por qué no quiero ser noruego.
Por ahí es por donde hay que enfocar el debate. Nada menos que la definición de vasco. Si la resolviéramos estaría más de medio problema ventilado. Cuestión nominalista, escolástica donde las haya, pero esto es lo que hay.
Saludos.
Perdón por lo tardío, acabo de llegar.
No he leído lo de Sabater aún. Lo intento mañana. Pero prometo guerra: porque mi plan de partida es -¿y a mí que me importa si soy vasco o no soy vasco? No lo necesito. No me atrae. Soy lo que soy, y si eso es ser vasco o no lo es, me importa un bledo. Huy, huy huy ...
Ser español me importa en el sentido de que me permite ser lo que soy (que tampoco sé lo que soy, pero al final yo) sin más ataduras ni complicaciones, y me dota de una ciudadanía y un entorno cultural interesantes. Y tampoco es que pueda elegir. Salvo que elegir sea elegir ser vasco y no español, y eso creo que ya ha quedado claro que naina la vaina.
Vamos que me aburre mucho seguir otros treinta años discutiendo di somos vascos o podencos.
Por eso me atraía el otro día la frase del periodista amigo de Fernando: -estoy harto de identidades
Me llegó al alma. Porque es mi caso. ¿Vascos o podencos? ¡Váyanse ustedes al carajo, srs Arana y Arzalluz e Iberrinche, y toda la patulea!
¡Glups! debe ser que estoy cansado. Perdón.
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