domingo, 2 de febrero de 2025

Relato de un hijo conflictivo

 Marian Soto y Federico Gutiérrez eran un matrimonio normal. Lo que en los tiempos que corren, en los que el concepto de familia se ha transformado tanto, quiere decir que se trataba de una pareja convencional. Habían, eso sí, padecido las sucesivas crisis que los escritores han descrito y que la vida real ha documentado de manera general. No había supuestos de separación, divorcios, nuevo matrimonio, hijos de unos y de otros, régimen de visitas, pensiones compensatorias, alimentos, liquidación de sociedades de gananciales… un elenco de circunstancias tan diversas propias de este complejo siglo XXI que estamos atravesando.


Un matrimonio convencional, entonces. Quizás un tanto anodino en sus costumbres. A él le gustaba el fútbol y era del Real Madrid, ganara o perdiera, pero se daba el caso de que ostentaba el equipo tantos éxitos y trofeos que hasta le preocupaba al club quedarse sin competencia, y por eso alimentaba -en secreto, por supuesto- al Barça. A ella no le divertían los deportes, y cuando tenía que solazarse ponía la televisión y devoraba alguna serie de acción e intriga, cuando no de amor y lujo.


Los padres de él habían fallecido, por causa de una pertinaz mala salud en el caso de su progenitor, y de la provecta edad que alcanzaba edad su madre. Marian había perdido a su padre, y su madre, víctima de un pertinaz estado de salud muy delicado -al que acompañaba un avanzado proceso de demencia senil- había sido ingresada en una residencia de ancianos.


Sus amigos eran escasos, y se reducían a los compañeros de trabajo, algún contacto esporádico con matrimonios que habían conocido a lo largo de sus periodos vacacionales -que variaban en función de apetencias y ofertas de las agencias de viajes- y de parientes cercanos -hermanos de él y de ella- que se reducían preferentemente a ser frecuentados durante las Navidades.


Su proyecto conyugal, cuando se casaron por lo civil, venciendo el espanto de sus padres -católicos a machamartillo-, era que sólo trabajaría él, ingeniero industrial que había conseguido un buen puesto de trabajo y aceptable sueldo en una empresa constructora de las más potentes que operaban en la capital. Marian se concentraría, en un primer momento, en concebir los hijos que fueran llegando, que los Gutiérrez Soto habían proyectado que alcanzarían el número de tres, aunque un descuido en una tórrida noche de verano elevaría a cuatro. Una niña, un niño, un niño y una niña… por este orden irían apareciendo. Y sería entonces cuando el matrimonio decidiría adquirir, mediante una hipoteca a muy largo plazo, un chalet en Las Rozas, en una urbanización de adosados con piscina para cada vivienda, piso alto y ático y cinco habitaciones, cuatro cuartos de baño, comedor independiente y sofá cama por si algún intruso decidía prolongar la velada debido a las copas ingeridas y la recalcitrante -cuando no onerosa- ausencia de taxis, Uber o Cabify.


Pero los gastos de la unidad familiar subían en ascensor en tanto que los incrementos en el sueldo de Federico recorrían lentamente los peldaños de una escalera, así que Marian decidía desempolvar su título de abogada, someterse a un curso intensivo de Derecho Procesal e ingresar como becaria, primero, titular, después, y socia, finalmente, en un prestigioso despacho de abogados. Pensaba que bastaría con dedicarle al asunto sólo media jornada, pero la mujer se demostraría una jurisperita de talento, y a los amigos que laencomendaban sus problemas se les unirían otros clientes, y la abogada Soto dedicaría en muy poco tiempo casi toda su jornada al despacho.


En todo caso, sus hijos ya no les suponían la preocupación de los primeros años. Pasada ya la adolescencia, empezarían a desarrollar sus estudios universitarios. Medicina, la mayor, con calificaciones extraordinarias; Derecho el segundo, con notas pasables; en tanto que el cuarto, aunque mimado, avanzaba en sus estudios, era simpático, activo y el preferido de sus padres. Del tercero hablaremos más adelante, ya que será principal objeto de atención de este comentario.


Los padres habían afrontado la educación de sus hijos con una integración de tolerancia y cercanía. Consideraban que, tanto los padres de ella como los de él, habían usado y abusado del autoritarismo propio de la época, y que lo que a ellos les correspondía era más la permisión que la negativa y más la amistad que la distancia paterna.


Y los chicos salieron bien con ese sistema. Un tanto subidos de tono en ocasiones, más celosos de sus derechos que conscientes de sus obligaciones, y considerándose a sí mismos poco menos que el centro de la creación, pero se comportarían razonablemente y de acuerdo con lo que constituía moneda común en su generación.



No era, sin embargo, ese el caso de Diego, el tercero. No sólo era que no progresaba en sus estudios, sino que mudaba de carrera y facultad con invariable frecuencia. Hacía además el muchacho, desde muy temprana edad, un discurso en extremo radical. Afirmaba que su condición de hijo situado en la mitad de la familia le había perjudicado notablemente. No había recibido -siempre según él- el mismo cariño de sus padres que el resto de sus hermanos, y consideraba que esa situación le había llevado a un insuficiente desarrollo físico y a una situación bastante atormentada en el aspecto psíquico, lo que había perjudicado su rendimiento escolar, exigido de atención médica a través de suplementos vitamínicos correctores y clases particulares de apoyo. Todo lo cual no dejaba de ser cierto, aunque Marian y Federico nunca habían sido conscientes de un descuido en el afecto respecto del chico, a quien según pensaban siempre habían tratado por igual que al resto.


Sin embargo, era tal la rotundidad en la proclamación de sus sentimientos que, de común acuerdo, sus padres decidían conversar con él acera a de la mejor manera de compensar el supuesto deficiente trato recibido por éste.


Diego les comunicó que pensaría su respuesta. No había en él el menor rasgo de generosidad ni actitud de perdón ante lo que seguía considerando como una ofensa recibida desde sus progenitores.


Pasados unos días, presentaría el chico una lista de reivindicaciones. Exigía -decía- que se le incrementara su asignación mensual hasta el doble de lo que percibía en aquel momento y que se le comprara un coche de segunda mano, ya que estaba harto de compartir vehículo con sus hermanos. Por otra parte, en el caso de que en alguna ocasión se le ocurriera traer alguna muchacha a dormir a su habitación, esperaba que la actitud de sus padres fuera correcta, comprensiva y hasta cordial con su ligue.


Las peticiones de Diego debieron preocupar a sus padres. En especial a causa de la necesaria explicación que de su satisfacción deberían ofrecer al resto de sus hermanos. No tenían más remedio -pensaron- que introducir la idea de la excepción debida al muchacho como consecuencia del deficiente trato que éste había considerado que recibía por parte de la familia. 


Los hijos de los Gutiérrez Soto no reaccionarían bien, pero aceptarían en todo caso la suprema autoridad de sus padres. Eso sí, observaban con disgusto la creciente altanería de su hermano, que no cesaba de restregarles las adquisiciones que su estrategia le estaba proporcionando. 


No pasaría mucho tiempo sin que algunas de las conquistas de Diego fueran solicitadas a sus padres por el resto. Ya que no se atrevían con pedir coche propio para cada uno -en realidad con el que disponían para los dos, el más pequeño ni siquiera tenía edad para sacarse el carnet- les bastaba y sobraba-, pero sí para garantizarse la reciprocidad en cuanto a sus emolumentos mensuales y al derecho de pernocta de sus eventuales parejas. Federico y Marian tuvieron que ceder.


Una vez restablecida una cierta equiparación en las condiciones de los miembros de la familia, la paz volvía a la casa de Las Rozas. Al menos durante un tiempo. Diego no estaba contento con que sus hermanos tuvieran los mismos derechos que él. Al fin y al cabo, ellos se estaban aprovechando del portillo que él había abierto con dificultad no exenta de habilidad. Además, si se trataba de compensarle por los sufrimientos pasados, no cabía semejante retribución cuando ésta resultaba igual para todos. De modo que una mañana de primavera, cuando los croissants del desayuno habían pasado a mejor destino y el café con leche ya se había ingerido, Diego anunciaría que las cosas ya no iban bien y que estaba pensando en elaborar un nuevo listado de condiciones si es que ellos consideraban que debía continuar viviendo en aquella casa.


La respuesta de sus padres fue, en un primer momento, categórica. La actitud del chico ya les había planteado problemas familiares y no estaban dispuestos a ceder ni un milímetro más, le advirtieron. Que era mayor de edad y que siempre tenía la posibilidad de abandonar la casa a su suerte. Y que, en ese supuesto, le desearían la mejor de las fortunas posible.


Pero quien llevaría la voz cantante en aquella conversación fue Federico, en tanto que su mujer asentía, no sin esbozar un gesto de inquietud ante lo que se les venía encima. 


Diego abandonó la mesa del comedor literalmente indignado. La injusticia que se le estaba infiriendo era inaudita. Después del castigo al que le habían sometido en su más tierna infancia se encontraba con que no existía ahora ni voluntad de reparación ni demostración de afecto. ¿Qué era eso de proponerle que se marchara de la casa? Y también, ¿qué compensación había respecto de él cuando simplemente se le ofrecía lo mismo que a sus hermanos?


Estaba claro que el tercero de los hijos estaba retorciendo los hechos, pero contenido por su mujer, Federico no quería enzarzarse en una dialéctica que eventualmente pudiera desencadenar una ruptura, así que no dijo nada. A solas con Diego, su madre le pidió que se franqueara con ella, que las cosas siempre tenían solución si no se planteaban requerimientos excesivos, que hablando se entendía la gente…


Marian era consciente de que, con ese gesto, quebraba de alguna manera la unidad conyugal, porque en ningún caso su marido estaba de acuerdo con semejante aproximación. Pero pensaría ella que llegaría a convencerle finalmente de lo acertado de su actuación.


De modo que, una vez concluida la conversación con su madre, y pasado no demasiado tiempo, el muchacho establecía unas nuevas condiciones. “Exigía” convertir su habitación en un apartamento. Debería tener cuarto de baño, kitchenette, saloncito, televisión y acceso a los canales privados que él señalara. La vivienda debería disponer de salida propia a la calle de manera que sólo tuviera él que frecuentar a su familia en los momentos que considerase oportunos.


Se trataba de una lista de exigencias absolutamente desproporcionada, que además ponía en riesgo cierto la estructura familiar, pues resultaba más que difícil su extensión al resto de los hermanos -si llegara el caso de que también por éstos les fuera solicitada-. La respuesta sería, por lo tanto, negativa.


Muy serio y sin aparente disgusto, Diego remataría su estrategia: o le concedían lo que había pedido o se iba de casa. En ese último supuesto les exigiría un capital que le permitiera independizarse en las condiciones que él se merecía. De lo contrario ya se podían preparar, porque había hablado con un afamado abogado, especializado en llevar asuntos de gentes famosas con casos poco menos que imposibles, que le prepararía una reclamación por malos tratos psicológicos que de manera continuada le habían producido sus padres. A esa demanda podrían eventualmente añadirse situaciones más complicadas para sus progenitores que rozarían -o excederían ampliamente- el escándalo social, además de un agravamiento considerable del tipo penal a ser aplicado.


Este relato no ha acabado por el momento. Las espadas siguen en alto. Pero ya Marian Soto se ha puesto en contacto con un arquitecto, cliente suyo, para que, con la ayuda de un constructor de obras medianas y pequeñas, le prepare unos planos de la obra a acometer y el coste de la misma.


Yo estoy bastante convencido de que caerán. También de que Diego no se verá con eso satisfecho, y que, a no tardar mucho tiempo, ideará alguna nueva exigencia. 

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