domingo, 16 de febrero de 2025

El futuro según Marta

 Decir que Marta vivía al día era explicar, en realidad, buena parte de su vida. Porque para Marta la existencia misma se limitaba al día que estaba transcurriendo en ese momento, todo lo más los planes que pudiera tener para el fin de semana o las próximas vacaciones. 


El pasado que Marta había dejado atrás era por suerte muy limitado y corto. Apenas un colegio y una universidad en los que el esfuerzo por dominar las asignaturas resultaba exiguo, y le daba tiempo sobrado para adentrarse en el proceloso sendero de sus asuntos, siempre que tuvieran que ver éstos con la diversión, los consabidos amoríos de quita y pon y las interminables conversaciones con sus amigas en las que inevitablemente despedazaban a todo el mundo, sin que, a través de ese procedimiento, pudieran arreglar nada las cosas que se producían en su entorno, sino más bien todo lo contrario.


Ahora, con su flamante título de abogada, licenciada en la Universidad Complutense de Madrid, Marta había conseguido -influencia mediante- un puesto de becaria en una importante firma de abogados de la capital. Pero ella no abrigaba gran confianza en su proyección profesional, al menos en aquel despacho. El exiguo dinero que recibía ella por su trabajo -sueldo de mileurista- no justificaba apenas ni siquiera la mínima dedicación que le entregaba. De modo que se pasaba buena parte del día consultando el reloj a la espera de que dieran las 6 de la tarde, embebida en los mensajes que recibía en su móvil o perdiéndose en los vericuetos de internet para conocer las ofertas que las distintas tiendas de modas presentaban a sus eventuales clientas.


Resultaba evidente que, a la conclusión del periodo pactado, Marta dejaría el despacho o le serían agradecidos los servicios prestados, con amable indicación de la puerta de salida. Pero hasta ese momento no había en ella la menor idea de plantar al despacho. ¿Quién sabía si fuera de aquella casa tendría alguna oportunidad de alguna consistencia?


Y no se trataba de que la joven no quisiera pegar un sello al agua, sino más bien que para ella, quien quisiera tomar medida de sus capacidades, debía apostar con claridad por su persona. Una apuesta que para Marta no debía resultar inferior a 3.000€ brutos, 14 pagas y situaciones de fija en la empresa de que se tratase.


Le parecía a Marta que el mundo no era como se había contado en alguna ocasión a sí misma. Pensaba que, una vez conseguido el título de abogada, se le abrirían todas las puertas del cielo, que los bufetes se la rifarían, doblando y triplicando las ofertas para su integración. Ella ya había hecho lo que de ella se esperaba, ahora era la Sociedad la que debía corresponder. Pero la sociedad se convertía en un escenario poco menos que hostil que le proporcionaba la dolorosa información según la cual el mundo podía seguir rodando sin ningún problema con Marta a bordo o en su ausencia.


De modo que se instalaba ella en su cómoda vida de los 1.000 euros, su habitación pagada en la casa de sus padres, alimentación y lavado y planchado de ropa incluidos, y la vida a saltos que, -siquiera limitada a su satisfacción inmediata- al menos, le permitía pasar sin aportar excesiva preocupación a su existencia.


Porque Marta no pensaba apenas en el futuro. Las perspectivas que se le abrían por delante eran tan reducidas que ni siquiera se lo planteaba. Observaba sus padres, que gozaban de buena salud y que le auguraban al menos la seguridad de alguna red de protección. Y además de que ellos no le hacían ninguna consideración acerca de las dificultades que sin duda vendrían por delante. De vez en cuando algún tímido comentario del estilo de, “es un buen despacho, hija. Ya verás como podrás mejorar en él. Al menos aprender algo…” 


Pero hasta allí llegaban, porque, si en algún momento descendían sus progenitores a las preguntas verdaderamente capciosas -“¿qué rama del Derecho te gusta más, el mercantil el penal…?”-, no obtendrían respuesta alguna Y es que a Marta sólo le gustaba de la práctica jurídica los emolumentos que pudiera recibir como contraprestación a sus esfuerzos. Resultaban en vano las advertencias que se les formulaban a todos los becarios desde las altas instancia de la firma. “Recordad. Ésta es una profesión liberal, el horario es un asunto meramente aproximativo. Cuando el cliente os reclame no importa que sea en fin de semana, en vacaciones o en un día normal de trabajo…”, todo eso le parecía pájaros y flores.


Pero el hecho de que Marta no pensara en el futuro no significaba para nada que le tuviera una particular aversión o que sintiera alguna desconfianza respecto de lo que habría de acontecer en el desarrollo de lo porvenir. El caso era que, instalada en el momento presente, lo que tuviera que llegar había desaparecido ya como una categoría de singular importancia. Tampoco anudaba ella su comportamiento cotidiano a ninguna urgencia, a establecer una relación de pareja, por ejemplo. Era todo tan rápido, tan evanescente, tan líquido, que los días se sucedían los unos a los otros como un paquete de kleenex que, una vez consumidos los pañuelos, se reponían. Nada más.


La idea del ahorro resultaba por lo tanto imposible con esa exigua cantidad que ella recibía, las pensiones que pudiera disfrutar en ese futuro, cuya sola palabra ella había dejado de utilizar en su particular vocabulario, se las llevarían, todo lo más, sus padres; ese mundo no estaba aún abierto para ella, y quién sabe si alguna vez fuera conveniente que lo considerara como una de las ecuaciones reverenciales de su existencia. Era más que probable que esa cuestión pasara por delante de ella sin detenerse siquiera.


El futuro para Marta no era tampoco el fin del mundo. Simplemente no existía, ni le ocupaba ni legal preocupaba. 


¡Era Marta tan joven!



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