domingo, 23 de febrero de 2025

Estamos hechos en el amor y en él desapareceremos

 Esta estrofa de la canción Boogie Street, de Leonarda Cohen, que ya fue objeto de comentario en el blog Algunos Pájaros Errantes, quedaría sepultada por el tráfico de la calle y la contraposición entre la agitada vida que proyecta la vía -la vida- pública y la quietud, hasta cierto punto anacoreta, de la vivienda de cada uno. Pero la imagen contiene tanta y tan poderosa fuerza que reclama un comentario aparte.


Hay un amigo que me escribiría manifestándome su desacuerdo con la afirmación del poeta de Montreal. Y tiene razón. No todos somos -o son- hijos del amor, tampoco todos los que se van se disuelven en ese ámbito.


Vayamos a los datos y a las encuestas. Según el informe del Estado de la Población Mundial del año 2022, publicado por el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), casi la mitad de todos los embarazos en el mundo -unos 121 millones al año, medidos entre 2015 y 2019- no fueron deseados.


Cualquiera que sea la veracidad de esta estimación (ya decía Disraeli que existen las mentiras, las mentiras sangrantes y… las estadísticas), 121 millones de embarazos no deseados son muchos millones.No disponemos del dato de los embarazos que dan lugar a los correspondientes nacimientos, pero la mencionada cifra constituye una enmienda de totalidad al cantautor, de tal envergadura que no admitiría defensa por su parte, en el caso de que Cohen hubiera podido acometer esta difícil tarea.


No existen, por fortuna para Lord Beaconsfield -ese era el título que ostentaba Benjamín Disraeli- estadísticas sobre las gentes que mueren solas, sin la compañía de familiares o amigos. En fechas recientes, la pandemia del COVID 19 ha puesto en evidencia un importante número de casos de muerte en soledad. Por ejemplo, en Los Ángeles (Estados Unidos) se celebraría una ceremonia en diciembre de 2024 para honrar y enterrar a unas 2.000 personas fallecidas a lo largo del año 2021, cuyos cadáveres no fueron reclamados y que fallecieron solos durante ese episodio.


En todo caso, algunos estudios han puesto en evidencia que la soledad incrementa de manera prematura el riesgo de la muerte. Una investigación realizada en Alemania respecto de un colectivo de unas 4.000 personas en un lapso de 13 años, concluía que vivir solo y con escaso contacto social incrementaba en un 47% el riesgo de fallecimiento.

Y un estudio noruego que seguía a unas 20.000 personas, llegaría a la conclusión de que el aislamiento social incrementaba en un 15%el riesgo de muerte antes de tiempo (un 20% más en el caso de los hombres).


No hacen falta estudios para demostrar que la soledad es mala compañera. Y que morir en esa situación añade al inevitable dolor de la transición, el de la depresión anterior en la persona que padece esa situación.


Y sin embargo es posible que, después de todo, Leonard Cohen no estuviera absolutamente equivocado. Nieto del rabino, Solomon Klonitsky-Kline, al poeta canadiense no le era extraño el ámbito religioso, hasta el punto de que Bob Dylan afirmaría de él que todas sus canciones trataban de la relación del hombre con Dios.


Siguiendo con su propia tradición, tanto en la Torá como en el Génesis, el hombre no nace de una manera casual, sino como consecuencia de un proyecto divino. De la misma manera, su fallecimiento disolvería su existencia en los brazos de su creador. Añadan ustedes la idea del amor con la de Dios que, si bien resultaba menos absoluta en el Antiguo Testamento, impregna de manera total el Nuevo y el cristianismo. 


También es preciso advertir que a Leonard Cohen no le resultaba extraña, tampoco antipática, la idea de la nueva religión que se expresa en los Evangelios. De hecho, en el último disco que se publicaba bajo su responsabilidad (el último se debería a su hijo), el que llevaría por título You Eant It Darker, abogaría por un pacto -un Tratado- entre el amor de Cristo y el suyo (I wish there was a treaty/Between your love and mine).


De la misma manera a como lo hacían nuestros poetas místicos, el discurso -el discurrir- de las palabras del poeta traspasan las fronteras del amor terrenal al espiritual, como si no tuvieran una entidad diferente. No resulta preciso cerrar una espita para que se abra el chorro de la otra. Se ama, se entrega uno, no importa entonces tanto el objeto de esa acción, porque de ella no sólo se beneficia el ser amado. Se trata de una pulsión benéfica que se dirige al conjunto de las gentes que nos rodean, que nos hace mejores y que nos reconcilia con una humanidad que, en alguna ocasión, contagia también a ésta. El amor no hace, por lo tanto, distingos respecto del objeto del ser amado.


No es difícil advertir que en ese estimulante derrame de amor se encuentre Dios. Y no lo es entonces que ese proyecto divino que es el hombre, -aunque sus padres no deseen su existencia- y/o el ser, así creado, deba desaparecer en la más triste de las soledades. Es más que posible -de acuerdo con esta tesis- que también en estas difíciles circunstancias se imponga el designio divino, según el cual, su vida, aunque nos parezca de una forma objetiva como simplemente prescindible, ha sido importante, incluso imprescindible para quienes se encontraron con esa persona a lo largo de su existencia.


Pensemos, por ejemplo, en una niña, acostada en una cama de hospital durante más de 20 años, y que fallecería en ella. Parecería su vida inservible, inútil, gravosa para la sociedad y su familia… pero es posible -es seguro- que su rastro y su cariño -su amor- sería de tal envergadura que nadie que la conociera y la tratara podría negar que su vida tuvo sentido.


Por eso, en el amor nacemos y en él nos disolvemos. Y Cohen también tenía razón en esta estrofa.



domingo, 16 de febrero de 2025

El futuro según Marta

 Decir que Marta vivía al día era explicar, en realidad, buena parte de su vida. Porque para Marta la existencia misma se limitaba al día que estaba transcurriendo en ese momento, todo lo más los planes que pudiera tener para el fin de semana o las próximas vacaciones. 


El pasado que Marta había dejado atrás era por suerte muy limitado y corto. Apenas un colegio y una universidad en los que el esfuerzo por dominar las asignaturas resultaba exiguo, y le daba tiempo sobrado para adentrarse en el proceloso sendero de sus asuntos, siempre que tuvieran que ver éstos con la diversión, los consabidos amoríos de quita y pon y las interminables conversaciones con sus amigas en las que inevitablemente despedazaban a todo el mundo, sin que, a través de ese procedimiento, pudieran arreglar nada las cosas que se producían en su entorno, sino más bien todo lo contrario.


Ahora, con su flamante título de abogada, licenciada en la Universidad Complutense de Madrid, Marta había conseguido -influencia mediante- un puesto de becaria en una importante firma de abogados de la capital. Pero ella no abrigaba gran confianza en su proyección profesional, al menos en aquel despacho. El exiguo dinero que recibía ella por su trabajo -sueldo de mileurista- no justificaba apenas ni siquiera la mínima dedicación que le entregaba. De modo que se pasaba buena parte del día consultando el reloj a la espera de que dieran las 6 de la tarde, embebida en los mensajes que recibía en su móvil o perdiéndose en los vericuetos de internet para conocer las ofertas que las distintas tiendas de modas presentaban a sus eventuales clientas.


Resultaba evidente que, a la conclusión del periodo pactado, Marta dejaría el despacho o le serían agradecidos los servicios prestados, con amable indicación de la puerta de salida. Pero hasta ese momento no había en ella la menor idea de plantar al despacho. ¿Quién sabía si fuera de aquella casa tendría alguna oportunidad de alguna consistencia?


Y no se trataba de que la joven no quisiera pegar un sello al agua, sino más bien que para ella, quien quisiera tomar medida de sus capacidades, debía apostar con claridad por su persona. Una apuesta que para Marta no debía resultar inferior a 3.000€ brutos, 14 pagas y situaciones de fija en la empresa de que se tratase.


Le parecía a Marta que el mundo no era como se había contado en alguna ocasión a sí misma. Pensaba que, una vez conseguido el título de abogada, se le abrirían todas las puertas del cielo, que los bufetes se la rifarían, doblando y triplicando las ofertas para su integración. Ella ya había hecho lo que de ella se esperaba, ahora era la Sociedad la que debía corresponder. Pero la sociedad se convertía en un escenario poco menos que hostil que le proporcionaba la dolorosa información según la cual el mundo podía seguir rodando sin ningún problema con Marta a bordo o en su ausencia.


De modo que se instalaba ella en su cómoda vida de los 1.000 euros, su habitación pagada en la casa de sus padres, alimentación y lavado y planchado de ropa incluidos, y la vida a saltos que, -siquiera limitada a su satisfacción inmediata- al menos, le permitía pasar sin aportar excesiva preocupación a su existencia.


Porque Marta no pensaba apenas en el futuro. Las perspectivas que se le abrían por delante eran tan reducidas que ni siquiera se lo planteaba. Observaba sus padres, que gozaban de buena salud y que le auguraban al menos la seguridad de alguna red de protección. Y además de que ellos no le hacían ninguna consideración acerca de las dificultades que sin duda vendrían por delante. De vez en cuando algún tímido comentario del estilo de, “es un buen despacho, hija. Ya verás como podrás mejorar en él. Al menos aprender algo…” 


Pero hasta allí llegaban, porque, si en algún momento descendían sus progenitores a las preguntas verdaderamente capciosas -“¿qué rama del Derecho te gusta más, el mercantil el penal…?”-, no obtendrían respuesta alguna Y es que a Marta sólo le gustaba de la práctica jurídica los emolumentos que pudiera recibir como contraprestación a sus esfuerzos. Resultaban en vano las advertencias que se les formulaban a todos los becarios desde las altas instancia de la firma. “Recordad. Ésta es una profesión liberal, el horario es un asunto meramente aproximativo. Cuando el cliente os reclame no importa que sea en fin de semana, en vacaciones o en un día normal de trabajo…”, todo eso le parecía pájaros y flores.


Pero el hecho de que Marta no pensara en el futuro no significaba para nada que le tuviera una particular aversión o que sintiera alguna desconfianza respecto de lo que habría de acontecer en el desarrollo de lo porvenir. El caso era que, instalada en el momento presente, lo que tuviera que llegar había desaparecido ya como una categoría de singular importancia. Tampoco anudaba ella su comportamiento cotidiano a ninguna urgencia, a establecer una relación de pareja, por ejemplo. Era todo tan rápido, tan evanescente, tan líquido, que los días se sucedían los unos a los otros como un paquete de kleenex que, una vez consumidos los pañuelos, se reponían. Nada más.


La idea del ahorro resultaba por lo tanto imposible con esa exigua cantidad que ella recibía, las pensiones que pudiera disfrutar en ese futuro, cuya sola palabra ella había dejado de utilizar en su particular vocabulario, se las llevarían, todo lo más, sus padres; ese mundo no estaba aún abierto para ella, y quién sabe si alguna vez fuera conveniente que lo considerara como una de las ecuaciones reverenciales de su existencia. Era más que probable que esa cuestión pasara por delante de ella sin detenerse siquiera.


El futuro para Marta no era tampoco el fin del mundo. Simplemente no existía, ni le ocupaba ni legal preocupaba. 


¡Era Marta tan joven!



domingo, 9 de febrero de 2025

Dejemos vivir a la arañita

 Joaquín Romero no se citaba a menudo con Guillermo López de Sanjuán. La pandemia del COVID pasaba sobre su relación como una especie de maremoto. Guillermo tuvo la oportunidad de salir de Madrid e instalarse en el campo durante una buena temporada, en tanto que Joaquín debía hacerlo en Madrid -la cercanía de su suegra, mujer de avanzada edad y delicada salud, no permitía a su matrimonio poner distancia de una situación -la de la pandemia- que devenía con el paso del tiempo angustiosa, opresiva y hasta deprimente.


Pero la iniciativa de Joaquín era siempre constante. De modo. que le citaba a comer en un restaurante cercano a sus viviendas.


Joaquín Romero estaba interesado en la vinculación de una persona situada en el entorno de Guillermo López de Sanjuán en el -afortunadamente fallido para aquél- golpe de estado del 23-F. Sin pestañear, su interlocutor le refería que la persona señalada había entrado en contacto con los servicios diplomáticos estadounidenses para explicarles los objetivos del putsch. Nada le dijo acerca de su respuesta, que debería resultar seguramente ambigua, como era característica habitual en esos parámetros políticos. Por otro lado, el golpe no iba dirigido contra el Rey, ponía “sólo” en paréntesis la aplicación constitucional y demandaba un gobierno de coalición con significativa presencia militar. La posición partidaria del atlantismo en España -un país que no estaba aún vinculado a la OTAN- quedaba reforzada, y por descontado que las bases americanas en territorio nacional no se verían amenazadas. Lo que ocurriera como consecuencia de esa insurrección por parte de la Comunidad Económica Europea no era necesariamente de la incumbencia norteamericana.


Joaquín Romero objetaría a su amigo que, en realidad, la historia demostraba que ese tipo de medidas, además de que repugnaban a sus convicciones políticas, a todo aquello por lo que había luchado a lo largo de su vida, no eran capaces de resolver los problemas de fondo, sólo aplazaban su solución. Pero para Guillermo López de Sanjuán, en realidad, tampoco con ese “mini golpe” bastaba, porque en España sobraba mucha gente. Lo que de verdad acababa con todos los problemas era poco menos que pasar por la piedra a cientos de miles, quizás un millón de personas… no lo decía, pero en realidad venía a referirse a una nueva guerra civil. 


A punto de atragantársele a Joaquín el escalope, Guillermo avistaría una minúscula araña que trepaba sobre el mantel y se empeñaba en corretear por la mesa. Con suavidad, López de Sanjuán desplazaba al artrópodo hacia el suelo, pero el animal se sujetaba con todo el instinto de supervivencia de que disponía a la falda del tapete. Desde entonces, toda la atención del interlocutor de Joaquín consistía en que los escasos meses de tiempo que podrían quedarle de vida al arácnido no concluyeran en esos momentos.


  • ¡Dejemos vivir a la arañita, dejemos vivir a la arañita! -proclamaba Guillermo con una solidaridad para con los animales que parecían provenir de una condición humana que era incapaz de hacer daño a nadie.


Una vez salvado el artrópodo de su seguro final, Guillermo regresaría a sus cuestiones.


- Te lo aseguro, Joaquín. En España sobran unos cuantos. Mejor dicho, sobran muchos…



domingo, 2 de febrero de 2025

Relato de un hijo conflictivo

 Marian Soto y Federico Gutiérrez eran un matrimonio normal. Lo que en los tiempos que corren, en los que el concepto de familia se ha transformado tanto, quiere decir que se trataba de una pareja convencional. Habían, eso sí, padecido las sucesivas crisis que los escritores han descrito y que la vida real ha documentado de manera general. No había supuestos de separación, divorcios, nuevo matrimonio, hijos de unos y de otros, régimen de visitas, pensiones compensatorias, alimentos, liquidación de sociedades de gananciales… un elenco de circunstancias tan diversas propias de este complejo siglo XXI que estamos atravesando.


Un matrimonio convencional, entonces. Quizás un tanto anodino en sus costumbres. A él le gustaba el fútbol y era del Real Madrid, ganara o perdiera, pero se daba el caso de que ostentaba el equipo tantos éxitos y trofeos que hasta le preocupaba al club quedarse sin competencia, y por eso alimentaba -en secreto, por supuesto- al Barça. A ella no le divertían los deportes, y cuando tenía que solazarse ponía la televisión y devoraba alguna serie de acción e intriga, cuando no de amor y lujo.


Los padres de él habían fallecido, por causa de una pertinaz mala salud en el caso de su progenitor, y de la provecta edad que alcanzaba edad su madre. Marian había perdido a su padre, y su madre, víctima de un pertinaz estado de salud muy delicado -al que acompañaba un avanzado proceso de demencia senil- había sido ingresada en una residencia de ancianos.


Sus amigos eran escasos, y se reducían a los compañeros de trabajo, algún contacto esporádico con matrimonios que habían conocido a lo largo de sus periodos vacacionales -que variaban en función de apetencias y ofertas de las agencias de viajes- y de parientes cercanos -hermanos de él y de ella- que se reducían preferentemente a ser frecuentados durante las Navidades.


Su proyecto conyugal, cuando se casaron por lo civil, venciendo el espanto de sus padres -católicos a machamartillo-, era que sólo trabajaría él, ingeniero industrial que había conseguido un buen puesto de trabajo y aceptable sueldo en una empresa constructora de las más potentes que operaban en la capital. Marian se concentraría, en un primer momento, en concebir los hijos que fueran llegando, que los Gutiérrez Soto habían proyectado que alcanzarían el número de tres, aunque un descuido en una tórrida noche de verano elevaría a cuatro. Una niña, un niño, un niño y una niña… por este orden irían apareciendo. Y sería entonces cuando el matrimonio decidiría adquirir, mediante una hipoteca a muy largo plazo, un chalet en Las Rozas, en una urbanización de adosados con piscina para cada vivienda, piso alto y ático y cinco habitaciones, cuatro cuartos de baño, comedor independiente y sofá cama por si algún intruso decidía prolongar la velada debido a las copas ingeridas y la recalcitrante -cuando no onerosa- ausencia de taxis, Uber o Cabify.


Pero los gastos de la unidad familiar subían en ascensor en tanto que los incrementos en el sueldo de Federico recorrían lentamente los peldaños de una escalera, así que Marian decidía desempolvar su título de abogada, someterse a un curso intensivo de Derecho Procesal e ingresar como becaria, primero, titular, después, y socia, finalmente, en un prestigioso despacho de abogados. Pensaba que bastaría con dedicarle al asunto sólo media jornada, pero la mujer se demostraría una jurisperita de talento, y a los amigos que laencomendaban sus problemas se les unirían otros clientes, y la abogada Soto dedicaría en muy poco tiempo casi toda su jornada al despacho.


En todo caso, sus hijos ya no les suponían la preocupación de los primeros años. Pasada ya la adolescencia, empezarían a desarrollar sus estudios universitarios. Medicina, la mayor, con calificaciones extraordinarias; Derecho el segundo, con notas pasables; en tanto que el cuarto, aunque mimado, avanzaba en sus estudios, era simpático, activo y el preferido de sus padres. Del tercero hablaremos más adelante, ya que será principal objeto de atención de este comentario.


Los padres habían afrontado la educación de sus hijos con una integración de tolerancia y cercanía. Consideraban que, tanto los padres de ella como los de él, habían usado y abusado del autoritarismo propio de la época, y que lo que a ellos les correspondía era más la permisión que la negativa y más la amistad que la distancia paterna.


Y los chicos salieron bien con ese sistema. Un tanto subidos de tono en ocasiones, más celosos de sus derechos que conscientes de sus obligaciones, y considerándose a sí mismos poco menos que el centro de la creación, pero se comportarían razonablemente y de acuerdo con lo que constituía moneda común en su generación.



No era, sin embargo, ese el caso de Diego, el tercero. No sólo era que no progresaba en sus estudios, sino que mudaba de carrera y facultad con invariable frecuencia. Hacía además el muchacho, desde muy temprana edad, un discurso en extremo radical. Afirmaba que su condición de hijo situado en la mitad de la familia le había perjudicado notablemente. No había recibido -siempre según él- el mismo cariño de sus padres que el resto de sus hermanos, y consideraba que esa situación le había llevado a un insuficiente desarrollo físico y a una situación bastante atormentada en el aspecto psíquico, lo que había perjudicado su rendimiento escolar, exigido de atención médica a través de suplementos vitamínicos correctores y clases particulares de apoyo. Todo lo cual no dejaba de ser cierto, aunque Marian y Federico nunca habían sido conscientes de un descuido en el afecto respecto del chico, a quien según pensaban siempre habían tratado por igual que al resto.


Sin embargo, era tal la rotundidad en la proclamación de sus sentimientos que, de común acuerdo, sus padres decidían conversar con él acera a de la mejor manera de compensar el supuesto deficiente trato recibido por éste.


Diego les comunicó que pensaría su respuesta. No había en él el menor rasgo de generosidad ni actitud de perdón ante lo que seguía considerando como una ofensa recibida desde sus progenitores.


Pasados unos días, presentaría el chico una lista de reivindicaciones. Exigía -decía- que se le incrementara su asignación mensual hasta el doble de lo que percibía en aquel momento y que se le comprara un coche de segunda mano, ya que estaba harto de compartir vehículo con sus hermanos. Por otra parte, en el caso de que en alguna ocasión se le ocurriera traer alguna muchacha a dormir a su habitación, esperaba que la actitud de sus padres fuera correcta, comprensiva y hasta cordial con su ligue.


Las peticiones de Diego debieron preocupar a sus padres. En especial a causa de la necesaria explicación que de su satisfacción deberían ofrecer al resto de sus hermanos. No tenían más remedio -pensaron- que introducir la idea de la excepción debida al muchacho como consecuencia del deficiente trato que éste había considerado que recibía por parte de la familia. 


Los hijos de los Gutiérrez Soto no reaccionarían bien, pero aceptarían en todo caso la suprema autoridad de sus padres. Eso sí, observaban con disgusto la creciente altanería de su hermano, que no cesaba de restregarles las adquisiciones que su estrategia le estaba proporcionando. 


No pasaría mucho tiempo sin que algunas de las conquistas de Diego fueran solicitadas a sus padres por el resto. Ya que no se atrevían con pedir coche propio para cada uno -en realidad con el que disponían para los dos, el más pequeño ni siquiera tenía edad para sacarse el carnet- les bastaba y sobraba-, pero sí para garantizarse la reciprocidad en cuanto a sus emolumentos mensuales y al derecho de pernocta de sus eventuales parejas. Federico y Marian tuvieron que ceder.


Una vez restablecida una cierta equiparación en las condiciones de los miembros de la familia, la paz volvía a la casa de Las Rozas. Al menos durante un tiempo. Diego no estaba contento con que sus hermanos tuvieran los mismos derechos que él. Al fin y al cabo, ellos se estaban aprovechando del portillo que él había abierto con dificultad no exenta de habilidad. Además, si se trataba de compensarle por los sufrimientos pasados, no cabía semejante retribución cuando ésta resultaba igual para todos. De modo que una mañana de primavera, cuando los croissants del desayuno habían pasado a mejor destino y el café con leche ya se había ingerido, Diego anunciaría que las cosas ya no iban bien y que estaba pensando en elaborar un nuevo listado de condiciones si es que ellos consideraban que debía continuar viviendo en aquella casa.


La respuesta de sus padres fue, en un primer momento, categórica. La actitud del chico ya les había planteado problemas familiares y no estaban dispuestos a ceder ni un milímetro más, le advirtieron. Que era mayor de edad y que siempre tenía la posibilidad de abandonar la casa a su suerte. Y que, en ese supuesto, le desearían la mejor de las fortunas posible.


Pero quien llevaría la voz cantante en aquella conversación fue Federico, en tanto que su mujer asentía, no sin esbozar un gesto de inquietud ante lo que se les venía encima. 


Diego abandonó la mesa del comedor literalmente indignado. La injusticia que se le estaba infiriendo era inaudita. Después del castigo al que le habían sometido en su más tierna infancia se encontraba con que no existía ahora ni voluntad de reparación ni demostración de afecto. ¿Qué era eso de proponerle que se marchara de la casa? Y también, ¿qué compensación había respecto de él cuando simplemente se le ofrecía lo mismo que a sus hermanos?


Estaba claro que el tercero de los hijos estaba retorciendo los hechos, pero contenido por su mujer, Federico no quería enzarzarse en una dialéctica que eventualmente pudiera desencadenar una ruptura, así que no dijo nada. A solas con Diego, su madre le pidió que se franqueara con ella, que las cosas siempre tenían solución si no se planteaban requerimientos excesivos, que hablando se entendía la gente…


Marian era consciente de que, con ese gesto, quebraba de alguna manera la unidad conyugal, porque en ningún caso su marido estaba de acuerdo con semejante aproximación. Pero pensaría ella que llegaría a convencerle finalmente de lo acertado de su actuación.


De modo que, una vez concluida la conversación con su madre, y pasado no demasiado tiempo, el muchacho establecía unas nuevas condiciones. “Exigía” convertir su habitación en un apartamento. Debería tener cuarto de baño, kitchenette, saloncito, televisión y acceso a los canales privados que él señalara. La vivienda debería disponer de salida propia a la calle de manera que sólo tuviera él que frecuentar a su familia en los momentos que considerase oportunos.


Se trataba de una lista de exigencias absolutamente desproporcionada, que además ponía en riesgo cierto la estructura familiar, pues resultaba más que difícil su extensión al resto de los hermanos -si llegara el caso de que también por éstos les fuera solicitada-. La respuesta sería, por lo tanto, negativa.


Muy serio y sin aparente disgusto, Diego remataría su estrategia: o le concedían lo que había pedido o se iba de casa. En ese último supuesto les exigiría un capital que le permitiera independizarse en las condiciones que él se merecía. De lo contrario ya se podían preparar, porque había hablado con un afamado abogado, especializado en llevar asuntos de gentes famosas con casos poco menos que imposibles, que le prepararía una reclamación por malos tratos psicológicos que de manera continuada le habían producido sus padres. A esa demanda podrían eventualmente añadirse situaciones más complicadas para sus progenitores que rozarían -o excederían ampliamente- el escándalo social, además de un agravamiento considerable del tipo penal a ser aplicado.


Este relato no ha acabado por el momento. Las espadas siguen en alto. Pero ya Marian Soto se ha puesto en contacto con un arquitecto, cliente suyo, para que, con la ayuda de un constructor de obras medianas y pequeñas, le prepare unos planos de la obra a acometer y el coste de la misma.


Yo estoy bastante convencido de que caerán. También de que Diego no se verá con eso satisfecho, y que, a no tardar mucho tiempo, ideará alguna nueva exigencia.