Conocí a Félix Maradiaga por mediación de la fundación Friedrich Naumann. Félix es uno de los más caracterizados opositores al régimen de Daniel Ortega, antiguo y actual dictador nicaragüense. La historia de Maradiaga, que perdía muy pronto a su padre debido a un accidente de tráfico, es toda ella reveladora de una personalidad cercana a la indestructibilidad. Enviado por su madre sin papeles a los Estados Unidos, pasaría algún tiempo por un campo de refugiados, antes de ser acogido por una familia de su país de origen con la que convivió dos años.
Regresado a Nicaragua, ultimó sus estudios antes de liderar el MUNAD (Movimiento de Unidad Nacional Azul y Blanco). Las denuncias contra el régimen de Ortega le produjeron la detención por éste. Expulsado de su país, le sería revocada su nacionalidad. Para un patriota, para cualquier ciudadano también, convertirse en apátrida es un hecho terrible; patria viene de padre, y la orfandad, carecer de país es algo así como que te renuncien a tu origen, a tus referencias, condenarte a vivir sin referencias.
La vida de este hombre se integra con la de otros muchos liberales y demócratas insobornables que han hecho de la lucha por los derechos políticos y humanos el norte de sus existencias. Y con la misma naturalidad con la que nos hace el relato de su vida, afirma a los asistentes a la reunión convocados por la fundación liberal alemana:
- En todos los momentos difíciles que pasé tenía una idea muy clara: que la muerte no entraba en la ecuación.
Son palabras que me devuelven a otros tiempos, ya lejanos. Cuando vivía yo mismo el incesante acoso de los terroristas de ETA y observaba con perplejidad cómo otros nacionalistas como los etarras, que decían mantener convicciones democráticas, simplemente miraban hacia otro lado. Se trataba, en efecto, de una existencia que tropezaba con la indiferencia de muchos, pero que se apoyaba en los valores que ya habían quedado resguardados -vigentes, por lo tanto- por unos pocos; aunque sabíamos que muchos vascos estaban con nosotros y que la inmensa mayoría de los españoles nos apoyaba.
Caían nuestros compañeros -de todos los partidos que engrosarían la triste relación de las víctimas-, de la misma manera a como habían caído antes los guardias civiles, los policías nacionales, los miembros del ejército; y como caerían después periodistas, magistrados, empresarios... pero nos decíamos lo mismo que afirmaba Félix Maradiaga, que la muerte no entraba en nuestra ecuación. No pensábamos en ella en nuestro trabajo cotidiano, quizás la sentíamos cerca en las capillas ardientes por nuestros amigos asesinados o en las manifestaciones que les seguían. Pero no hubo nadie, que yo sepa, que dejara enterrado su compromiso por esta causa, y si así fuera contaría con mi comprensión. Pero he de decir que no tuvieron lugar abandonos notables, en todo caso.
En esa ecuación entrarían, eso sí, nuestras familias. Nuestras mujeres, nuestros hijos, nuestros padres... unos y otros imaginando que debajo de la inevitable sabana blanca que cubría el cadáver aún caliente de la última víctima que recogían las cámaras de las televisiones, pudiera algún día estar su marido, su padre, su hijo, yo mismo.
Pero nosotros pensábamos que no cabía abandonar. Alguno colegía quizás que se trataba de una posición ejemplar, pero no todos eran de la misma opinión. Se trataba de un duro trance para nuestras familias, y por otros motivos resultaba incómodo para quienes se situaban en el terreno ideológico contrario al nuestro; quizás también para los terroristas, aunque aún considero que lo suyo era más bien una batalla contra los otros nacionalistas en la que nosotros éramos más bien unos pim-pam-pum a derribar como en los puestos de feria... ¡a ver quién tira mas!
Y cuando marchándose detrás de las banderas y de los carteles no éramos demasiado conscientes de que en los cuarteles generales de los partidos y de los gobiernos se decidía la suerte del futuro de nuestro país en la clave que interesaba a unos y otros nacionalistas: que el relato a contar no tuviera vencedores ni vencidos; esto es, que no se supiera que la democracia había ganado y que su proyecto disolvente había sido derrotado. Todo para que, en adelante, la contienda sólo se produjera entre los nacionalistas, quedando los constitucionalistas -los que habíamos puesto los muertos- como meros y adjetivos comparsas.
Nuestra muerte no entraba en la ecuación, pero nuestro sacrificio sería en vano.
Aunque nos quedará siempre la satisfacción por el deber cumplido.
2 comentarios:
Es la satisfacción del deber cumplido. A pesar incluso que se vaya la vida en el empeño. Seguir una línea de vida de comportamiento que es nuestro sello de ser nobles porque la nobleza se ve en las obras y hechos del ser humano. Me ha gustado este artículo. Siempre he admirado la pluma y el decir de Don Fernando Maura Barandiaran, grande y más.
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