Corría el mes de marzo de 1918, la situación política española se encontraba profundamente deteriorada. El año anterior había acontecido el triple concurso de la huelga general revolucionaria, organizada por el PSOE y la UGT; el militarismo combativo de las Juntas de Defensa y el intento de regenerar el sistema en los aledaños del mismo, protagonizada por los catalanistas, los republicanos de Lerroux y otros, desencantados ante el régimen de turno entre partidos. Más allá de la alternancia, el Rey, lejos de ejercer un poder moderador, asumía las facultades concretas de hacer y deshacer gobiernos, además de inmiscuirse en el liderazgo de los partidos. En 1917 se había llegado a una situación definitiva, una especie de fin de ciclo que, cinco años después se haría irreversible con el golpe de estado del general Primo de Rivera y el abandono de la monarquía a su suerte por los partidos dinásticos tras las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, los comicios que supusieron la instauración de la República y el exilio definitivo de España de Don Alfonso.
Intuitivo y ágil siempre en la reacción, el Rey -aconsejado por su fiel amigo el conde de Romanones- convocaba en el año de 1918 al Palacio Real a todos los jefes de partidos o facciones cercanos al sistema. Nadie -a excepción del sagaz don Álvaro de Figueroa- era conocedor de las verdaderas intenciones del monarca. Reunidos todos, el Rey convocó a cuatro expresidentes del Consejo de Ministros -Maura, Dato, García Prieto y Romanones- y les dijo: “No he podido conseguir que los hombres políticos encuentren una solución para satisfacer al pueblo español. Pues bien, crean ustedes que yo no soy un obstáculo. Si no encuentran la solución, las primeras horas de la mañana me cogerán fuera de la frontera, porque un Rey al que todos los políticos monárquicos le negaban su colaboración ya no tiene nada que hacer en su país”.
Y ese fue el momento del nacimiento del llamado gobierno nacional que presidió don Antonio Maura y que él mismo calificaría de “monserga”. Además de los ya citados expresidentes, formarían parte del mismo los dirigentes de las formaciones políticas monárquicas, entre los cuales se encontraba el dirigente liberal castellano Santiago Alba, que desempeñaría el cometido de ministro de Instrucción Pública.
Poco más de siete meses -entre marzo y noviembre de ese año- duraría la “monserga”, y sería precisamente Alba el que pondría final al gobierno con sus exorbitantes peticiones de aumentos salariales a los profesionales de la enseñanza. Y no porque que no resultaran estos funcionarios acreedores a esos incrementos, sino que la atención a sus demandas se confrontaría con los intereses de otros empleados públicos que también merecían la actuación positiva de la Hacienda Pública. Don Santiago, a decir de otros miembros del ejecutivo, quería abandonarlo pero no sabía cómo. Y el resto de sus compañeros de gabinete comprendían a la perfección que Alba no debía protagonizar en solitario la oposición parlamentaria de los partidos dinásticos, motivo por el cual el llamado gobierno nacional caía con el mismo estrépito que la esperanza que su creación había producido en amplios sectores de la sociedad.
Parece evidente que una de las características comunes a los líderes políticos de toda condición social, edad, género o formación, se encuentra en su afán de protagonismo, al que se añade la urgencia por llegar a ser lo que se pretende en cada momento. La ambición, cuando se antoja como desmedida, y la perentoriedad, constituyen unidas un peligroso cóctel para la vida de los pueblos a los que esos dirigentes manifiestan servir.
Algo parecido le ocurriría a Albert Rivera cuando, en abril de 2019, decidió no tender la mano a Sánchez y ofrecerle sus 57 diputados para llevar a cabo una política moderada. El resultado -como se conoce- sería el de ofrecer una justificación para que el presidente del gobierno pusiera en marcha sus acuerdos con todas las formaciones políticas que pretenden romper el pacto constitucional, desde la cuestión territorial hasta la económica, pasando -y no precisamente de puntillas- por la degradación institucional.
Nunca he creído, sin embargo -le confieso, lector, que me considero un tanto ingenuo, pero no hasta ese punto- que el PSOE concedería a Rivera los tres requisitos que los cuatro integrantes de la ejecutiva de Cs planteamos ese 29 de abril -compromiso de no indultar a los presos del Procés, compromiso también de no gobernar en Navarra con la ayuda de Bildu y aplicación de una política económica ordenada y con acuerdo a las directrices europeas.
Seguramente Sánchez habría preferido hacer lo que en efecto hizo, aunque eso le esté suponiendo un alto precio para España en su cohesión interior y en su prestigio internacional, pero una eventual oferta de gobierno por parte de Rivera habría, al menos, salvado del desastre al partido liberal, garantizándole unos cuantos años de vida… y -en el caso de su aceptación por Sánchez- de las llaves del decreto de disolución y de la convocatoria de elecciones, poniendo en manos de Cs la posibilidad de generar una crisis de gobierno en el momento en el que más le conviniera.
Pero Rivera quería ser… “o Cesar o nada”, y también se equivocó en cuanto al momento: todavía no le había llegado el tiempo de la presidencia, aunque sí disponía entonces de algún que otro boleto en la rifa de las vicepresidencias.
“El arte de esperar es la mitad del arte de vencer”, dijo precisamente don Antonio Maura. Con todas sus diferencias -y lo son más que extraordinarias-, Alba no llegó a la presidencia del gobierno y, la joven promesa que fue Albert Rivera, se fue agostando, y agotando, en los líquidos meandros de la política pretérita.