sábado, 24 de febrero de 2024

Vidas políticas paralelas

Corría el mes de marzo de 1918, la situación política española se encontraba profundamente deteriorada. El año anterior había acontecido el triple concurso de la huelga general revolucionaria, organizada por el PSOE y la UGT; el militarismo combativo de las Juntas de Defensa y el intento de regenerar el sistema en los aledaños del mismo, protagonizada por los catalanistas, los republicanos de Lerroux y otros, desencantados ante el régimen de turno entre partidos. Más allá de la alternancia, el Rey, lejos de ejercer un poder moderador, asumía las facultades concretas de hacer y deshacer gobiernos, además de inmiscuirse en el liderazgo de los partidos. En 1917 se había llegado a una situación definitiva, una especie de fin de ciclo que, cinco años después se haría irreversible con el golpe de estado del general Primo de Rivera y el abandono de la monarquía a su suerte por los partidos dinásticos tras las elecciones municipales del 12 de abril de 1931, los comicios que supusieron la instauración de la República y el exilio definitivo de España de Don Alfonso.


Intuitivo y ágil siempre en la reacción, el Rey -aconsejado por su fiel amigo el conde de Romanones- convocaba en el año de 1918 al Palacio Real a todos los jefes de partidos o facciones cercanos al sistema. Nadie -a excepción del sagaz don Álvaro de Figueroa- era conocedor de las verdaderas intenciones del monarca. Reunidos todos, el Rey convocó a cuatro expresidentes del Consejo de Ministros -Maura, Dato, García Prieto y Romanones- y les dijo: “No he podido conseguir que los hombres políticos encuentren una solución para satisfacer al pueblo español. Pues bien, crean ustedes que yo no soy un obstáculo. Si no encuentran la solución, las primeras horas de la mañana me cogerán fuera de la frontera, porque un Rey al que todos los políticos monárquicos le negaban su colaboración ya no tiene nada que hacer en su país”.


Y ese fue el momento del nacimiento del llamado gobierno nacional que presidió don Antonio Maura y que él mismo calificaría de “monserga”. Además de los ya citados expresidentes, formarían parte del mismo los dirigentes de las formaciones políticas monárquicas, entre los cuales se encontraba el dirigente liberal castellano Santiago Alba, que desempeñaría el cometido de ministro de Instrucción Pública.


Poco más de siete meses -entre marzo y noviembre de ese año- duraría la “monserga”, y sería precisamente Alba el que pondría final al gobierno con sus exorbitantes peticiones de aumentos salariales a los profesionales de la enseñanza. Y no porque que no resultaran estos funcionarios acreedores a esos incrementos, sino que la atención a sus demandas se confrontaría con los intereses de otros empleados públicos que también merecían la actuación positiva de la Hacienda Pública. Don Santiago, a decir de otros miembros del ejecutivo, quería abandonarlo pero no sabía cómo. Y el resto de sus compañeros de gabinete comprendían a la perfección que Alba no debía protagonizar en solitario la oposición parlamentaria de los partidos dinásticos, motivo por el cual el llamado gobierno nacional caía con el mismo estrépito que la esperanza que su creación había producido en amplios sectores de la sociedad.


Parece evidente que una de las características comunes a los líderes políticos de toda condición social, edad, género o formación, se encuentra en su afán de protagonismo, al que se añade la urgencia por llegar a ser lo que se pretende en cada momento. La ambición, cuando se antoja como desmedida, y la perentoriedad, constituyen unidas un peligroso cóctel para la vida de los pueblos a los que esos dirigentes manifiestan servir.


Algo parecido le ocurriría a Albert Rivera cuando, en abril de 2019, decidió no tender la mano a Sánchez y ofrecerle sus 57 diputados para llevar a cabo una política moderada. El resultado -como se conoce- sería el de ofrecer una justificación para que el presidente del gobierno pusiera en marcha sus acuerdos con todas las formaciones políticas que pretenden romper el pacto constitucional, desde la cuestión territorial hasta la económica, pasando -y no precisamente de puntillas- por la degradación institucional.


Nunca he creído, sin embargo -le confieso, lector, que me considero un tanto ingenuo, pero no hasta ese punto- que el PSOE concedería a Rivera los tres requisitos que los cuatro integrantes de la ejecutiva de Cs planteamos ese 29 de abril -compromiso de no indultar a los presos del Procés, compromiso también de no gobernar en Navarra con la ayuda de Bildu y aplicación de una política económica ordenada y con acuerdo a las directrices europeas.


Seguramente Sánchez habría preferido hacer lo que en efecto hizo, aunque eso le esté suponiendo un alto precio para España en su cohesión interior y en su prestigio internacional, pero una eventual oferta de gobierno por parte de Rivera habría, al menos, salvado del desastre al partido liberal, garantizándole unos cuantos años de vida… y -en el caso de su aceptación por Sánchez- de las llaves del decreto de disolución y de la convocatoria de elecciones, poniendo en manos de Cs la posibilidad de generar una crisis de gobierno en el momento en el que más le conviniera.


Pero Rivera quería ser… “o Cesar o nada”, y también se equivocó en cuanto al momento: todavía no le había llegado el tiempo de la presidencia, aunque sí disponía entonces de algún que otro boleto en la rifa de las vicepresidencias.


“El arte de esperar es la mitad del arte de vencer”, dijo precisamente don Antonio Maura. Con todas sus diferencias -y lo son más que extraordinarias-, Alba no llegó a la presidencia del gobierno y, la joven promesa que fue Albert Rivera, se fue agostando, y agotando, en los líquidos meandros de la política pretérita.


domingo, 18 de febrero de 2024

La revuelta de las clases medias: el estallido del campo

Este comentario podría quizás dar comienzo con las ya célebres primeras palabras del Manifiesto Comunista de febrero de 1848, sólo que variando su expresión final. Diríamos ahora que “un fantasma recorre Europa: el fantasma del campesinado insatisfecho”.


La chispa se encendía en la siempre levantisca ciudadanía francesa que dispone ya de una larga historia de revoluciones y revueltas. No es difícil encontrar antecedentes como el de la Bastilla o los más recientes “chalecos amarillos” a esta que se viene produciendo ahora, como tampoco lo es localizar en la historia de España asonadas y levantamientos militares. Quizás ocurre que las algaradas populares reflejan un nervio ciudadano del que los ruidos de sable carecen, pero en este caso el contagio ha llegado a otros países, y ya son los campesinos belgas, los italianos y los españoles quienes se suman al cortejo protestante, con desigual ímpetu, pero dotados de similares convicciones.


No deja de resultar singular la respuesta del gobierno español que ha despejado el balón con la premura que le es característica, endosando todas las responsabilidades a la Unión Europea y su Consejo, al menos en un primer momento. Se diría que Europa es un ente institucional al que España asiste como convidado de piedra y a cuyas sesiones no debe aportar los intereses nacionales, entre ellos, las preocupaciones de los agricultores y ganaderos españoles.


Existen, desde luego, argumentos más que sobrados para formular la crítica también en este punto al gobierno Sánchez, pero no es éste el motivo de la reflexión que me gustaría hacer. Porque en la explosión del campo anidan componentes de origen social que resulta preciso conocer si lo que se pretende es, además de explorar la epidermis de los acontecimientos, profundizar en las causas del problema y resolver -en alguna medida al menos- la situación creada.


A mi modo de ver lo que expresan estas protestas ha sido convenientemente engrasado por unas instituciones distantes, opacas y burocráticas, instaladas en el Sanctasantorum de Bruselas, y empeñadas en servir dos órdenes de intereses contrapuestos, entre los que se sitúa desde luego el de las gentes del campo, pero también la consecución de una economía abierta que permita mantener a raya las cestas de la compra de los ciudadanos europeos, sin perjuicio de fomentar la posibilidad de desarrollo de terceros países cuya base económica principal es el sector primario. Unos países que, es preciso que no lo olvidemos, inundan nuestras costas y aeropuertos de inmigración ilegal a la que no nos es factible combatir o repatriar, y que genera en ocasiones graves problemas de integración.


Y es que, en la realidad socioeconómica que atravesamos, quizás hoy más que nunca, cada movimiento de ficha en una dirección, una elección determinada, genera dificultades y problemas no deseados en ninguno de los casos. La ecuación “menor globalización” - “precios más bajos” no resulta de una fácil integración.


El sociólogo alemán, Andreas Reckwitz, en su ensayo “The end of ilusions”, se refiere a la fragmentación producida en las clases sociales como consecuencia de la globalización operada desde finales del siglo XX hasta lo que va del XXI. Toda vez que desaparecía el proletariado -“los parias de la tierra”, que decía “La Internacional”- y relegada la aristocracia al baúl de los recuerdos de la historia, en buena medida la composición social quedaría de un modo general situada en el ámbito de las clases medias. Y no es que hayan desaparecido del mapa la gran burguesía o la clase propietaria, pero la estabilidad de los diferentes países occidentales -y con ella, sus diferentes y centradas decisiones electorales- queda alojada en ese cuerpo social intermedio.


Ha sido la globalización el fenómeno que ha roto a esa antaño uniforme mesocracia en dos grupos diferenciados -si no enfrentados en sus hábitos sociales y sus expresiones de voto-. La eclosión de esa vieja clase media que conocíamos en la pasada centuria se ha producido, según Reckwitz, en dos direcciones. Por una parte, ha emergido una “nueva clase media”, profesionalmente preparada, cosmopolita y que sitúa en el centro de sus preocupaciones el fenómeno cultural en su sentido más amplio (por ejemplo, no sólo la lectura o la visita a un museo, sino también los viajes y la gastronomía, pasando, por supuesto por la elección de la educación de sus hijos). Si tuviera que definir en una sola expresión su actitud ante la vida diría que esa “nueva clase media” no tiene miedo al futuro que se le presenta por delante.


Frente -o junto a esta nueva clase emergente- la “clase media antigua” está interpretando las transformaciones sociales en curso como una amenaza a su estatus, no como una oportunidad. Reckwitz utiliza el término “deprivation” para definir la sensación percibida por ellos, y que no siempre traduce realidades objetivas, pero que sí consiste en que ellos entienden que carecen de las cosas o de las condiciones que habitualmente se consideran necesarias para una vida acomodada.


Y esta percepción atemorizada de lo que viene por delante conduce a la “antigua clase media” a abandonar las expresiones templadas de la política. Como asegura Reckwitz “los miembros de esta clase también pueden despertar políticamente, y ello puede tener lugar en el marco de la izquierda neosocialista (como es el caso del movimiento de Jean-Louis Mélenchon, La Francia Insumisa), o también puede conducir a la adhesión al populismo de derechas, que ya cuenta con el apoyo de sectores de esa clase media”.


Trabajadores autónomos, muchos de los componentes del sector social que vive y trabaja en y del campo, los empresarios agrarios observan cómo los precios que les pagan las empresas de distribución por sus productos resultan extremadamente bajos, la política de escalada de salarios mínimos  en la que se encuentra instalado nuestro gobierno social-comunista les exige reducir sus márgenes cuando no a instalarse en la economía sumergida, los trámites exigidos por la burocracia de Bruselas para el cumplimiento de la PAC les obliga a dedicar un tiempo precioso a la administración de sus cuentas, en tanto que las frutas y las verduras extranjeras inundan los mercados que en algún tiempo les pertenecían en exclusiva. Y a ello -“last but not least”- habrá que añadir sin duda la devastadora sequía consecuencia del cambio climático.


La revuelta del campo no sería entonces sino una expresión de las insuficiencias que, mal que nos pese a los liberales, se produce con la misma intensidad que la acaecida a los trabajadores del sector del automóvil en Detroit, que acaban denostando a la vieja política de los demócratas y algunos republicanos, y prefieren a ellos la verborrea del “America First” de Trump. Son gentes con escasa cualificación técnica, desinterés -cuando no edad madura o ausencia de tiempo- por integrarse en el cada vez más complejo mundo de las tecnologías de la información y la comunicación e indiferentes -cuando no opuestos- a esa cultura de la distinción y de la individualidad que cautiva a las “nuevas clases medias”.


La pandemia del Covid’19 no ha sido tampoco ajena a esta percepción diferente de las cosas. La globalización había establecido que la fábrica del mundo estaba en China y que Europa, además de un inmenso parque temático abierto al ocio y al disfrute, se ha convertido en un centro de servicios. No se encontraban respiradores ni mascarillas disponibles y el cierre del tráfico de mercancías convertía en imposible la mera obtención de un recambio para que nuestros vehículos pudieran rodar por las carreteras.


Ha sido preciso advertir, por lo tanto, esta enmienda -si no de totalidad, sí parcial- al sistema generado por la globalización, y con él la necesidad de un nuevo pacto social entre las dos clases que han surgido de la eclosión de las clases medias que hasta ahora conocíamos. Se trata de un acuerdo general entre los ciudadanos, las fuerzas políticas, sociales y económicas que genere un nuevo pacto social en el que no existan los que se quedan irremisiblemente detrás y los que avanzan hacia adelante sin preocuparles la suerte de los “left behind”, pacto que cohesione la sociedad en lugar de destruirla. Una Europa que combine la idea de una sociedad abierta con la de la protección social -al cabo, no es otra cosa el fundamento de nuestro proyecto común europeo.


Con toda seguridad, más allá de las querellas nacionales e intestinas a que nos vienen acostumbrando los debates electorales, éste debiera constituirse en el principal motivo de reflexión para la cita a la que hemos sido llamados el próximo mes de junio.




domingo, 11 de febrero de 2024

¿Nos salvarán los jueces del incendio?

 ¿Nos salvarán los jueces del incendio?

España es algo así como un organismo que siente, padece y somatiza las contrariedades que el complicado devenir de nuestros días nos acontece. Y no es extraño que el disgusto que 

se produce como consecuencia de una separación, de una pérdida -intuida o producida-, de un desgarramiento… quede prendido en la mente, o que en ocasiones se manifieste en síntomas que en apariencia tendrían un origen diferente, como la pérdida del sueño, un trastorno gástrico, o una dolencia producida en cualquier otra parte del organismo.


Pero generalmente a cada uno le duele donde le aprieta el zapato, como asegura el refrán, y esta molestia la han propiciado las fuerzas políticas que apoyan al gobierno; éste, a través de sus declaraciones, y de su presumible encarecimiento a los fiscales a que secunden sus criterios, junto con los opinadores que se han puesto de manera incondicional al servicio de sus volátiles intenciones e innumerables contradicciones y mudanzas de criterio… han producido como resultado un notable y evidente acoso a la judicatura al que si hubiera que adjudicar una imagen icónica, debería encontrarse ésta en las intervenciones parlamentarias de la portavoz de Junts, Míriam Nogueras. Resulta evidente que el rosario de menciones que los independentistas catalanes han destinado a determinados miembros del poder judicial y los calificativos empleados contra éstos, todo ello acontece además ante la abstención de la presidenta del Congreso -cuya función no sólo consiste en dar la palabra y medir los tiempos empleados por los oradores, sino moderar en la más completa extensión de la palabra- y la inacción del gobierno que, recordémoslo, dispone de la facultad reglamentaria de intervenir en cualquier momento del debate.


"Esprit de corp" o mera respuesta ante las agresiones recibidas, nuestra judicatura -o al menos una significativa parte de la  misma- está reaccionando de una manera mesurada -a pesar de lo que aseguran el gobierno y sus turiferarios- y valiente ante el rosario de cuentas que se diría interminables de intervenciones en los ámbitos que les son, además de propios, exclusivos, como lo es la calificación delictiva o no de unos determinados hechos y el tipo penal que en su caso les corresponda. Son sus tiempos diferentes a los de la política, por lo que no caben, a mi modo de ver, críticas a los jueces por el momento elegido para dictar un auto o resolver el procesamiento o la investigación de los presuntos responsables de los hechos. Si la política, mejor dicho, la mala política, pretende invadir todos los ámbitos de la vida, algunos deberán quedar sujetos a los momentos que les son propios.


Conviene a estos efectos recordar que el artículo 117 de la aún formalmente vigente Constitución de 1978 señala de forma solemne la independencia del poder judicial. Y lo expresa con manifiesta rotundidad: "La justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley".


Quedaba, sin embargo -y este supuesto no es ajeno a la generalidad de las constituciones- la concreción del expresado principio. Y el artículo 122.1 del texto constitucional encomienda esa tarea a una ley orgánica de desarrollo. En el año 1985, contando con la abrumadora mayoría absoluta de que dispuso en 1982, el Gobierno de Felipe González aprobó la correspondiente LOPJ., según la misma, los veinte vocales del Consejo General del Poder Judicial serían elegidos por el Congreso y el Senado, eso sí, entre jueces, magistrados y juristas de “reconocida competencia”. Alfonso Guerra dijo entonces que el PSOE "había enterrado a Montesquieu". Las palabras del entonces vicepresidente del ejecutivo no deberían sorprendernos demasiado, se encuentran en el ADN socialista, y sería suficiente para esta aseveración el cúmulo de atropellos a la justicia que se produjeron a partir de la victoria del Frente Popular en 1936. Y tampoco vale como justificación que España estuviera en guerra (in)civil, la rebelión de Franco aún no se había producido.


El señalado procedimiento de elección ha seguido vigente hasta nuestros días. No es extraño que el PSOE prefiera el voto de los diputados y senadores para la elección del CGPJ al de los propios jueces, no en vano parece ser el partido socialista de la opinión de que en ese ámbito prevalece el pensamiento conservador más que el izquierdista. Pero resulta más singular la posición del PP que, en las dos mayorías absolutas de que disfrutó, la de Aznar en el año 2000, y la de Rajoy en 2011, no decidirían la modificación del sistema que ahora reclama con insistencia. 


Sea bienvenida la rectificación, en cualquier caso. Pero se elijan como se elijan, lo cierto es que los jueces españoles actúan con celoso orgullo de su independencia de criterio en su acción cotidiana. Un celo que se acrecienta como es lógico cuando sus resoluciones se ven cuestionadas por algunos políticos y opinadores como conductas que tendrían más que ver con su opinión política que con la recta administración de la justicia, hasta el punto de considerar que sus autos traerían causa de un afán de persecución política (“lawfare”).


Este juego del gato y el ratón que practica el gobierno y sus socios en contra del poder judicial es respondido por los jueces con la contundencia de sus autos y con la valentía de sus autores, y no está claro que la bautizada como "sanchosfera" tenga todas las de ganar. Por cada una de las piruetas legales, a cada una de las enmiendas pactadas por el ejecutivo con Junts, le corresponderá con seguridad el análisis de las grietas que las vueltas de tuerca, los cosidos y recosidos, las lagunas y las deficiencias que la legislación gubernativa suponga. Y es que, parafraseando al presidente Lincoln, no les es posible evitar a todos los jueces todas las ocasiones.


Y recordemos también que la nómina de la judicatura que se les va poniendo enfrente crece por momentos, lo mismo que brotan las setas después de la lluvia. Y que, además de los tribunales españoles, está el TJUE, que ya pronuncia palabras mayores y que está formado por jueces que se encuentran bastante más lejos del alcance de sus manos que los nacionales.


¿Nos salvarán del incendio? Debo decir que lo ignoro. Pero también afirmo que, ante la pasividad general de una sociedad anestesiada y apática, existe aún un dique de contención que nos permite presumir a quienes todavía creemos en la virtualidad de la Constitución de 1978 que no todo está perdido aún.

sábado, 3 de febrero de 2024

Lover, lover, lover

 Se cuenta que, cuando se produjo la guerra de Yom Kippur, en octubre de 1978, Leonard Cohen, que se encontraba entonces en la isla griega de Hydra, viajaría a Tel Aviv con el propósito de ofrecerse como voluntario en un kibutz. La mayoría de los hombres habían sido movilizados para el combate y quizás en aquellas unidades productivas podría resultar útil. En lugar de eso le propusieron viajar al Sinaí para alegrar a los soldados.


Es más que probable que el poeta no tuviera muchas dudas de que sus canciones escasamente servirían para animar a los contendientes israelíes. Nos podríamos imaginar a un Bob Hope contando chistes a los militares americanos o a Marta Sánchez cantando a las tropas españolas. El contraste de éstos con las prestaciones del cantautor canadiense adquiere desde luego una proporción abismal. 


Hacia allá se fue, en todo caso, Cohen. Fue después de su primera actuación cuando encontraría un rincón relativamente tranquilo y en un pedazo de papel escribió la letra de lo que más tarde se convertiría en una de sus canciones más populares, y que se encuentra en su álbum "New Skin for the Old Ceremony", publicado en 1974.


Esa es la breve historia que sobrevuela la composición del cantante. Pero la canción habla por sí misma, y no constituye precisamente una llamada a la guerra, sino más bien un diálogo entre el hijo y el padre, entre lo creado y su creador, entre el hombre y Dios.


Empieza diciendo, "le pedí a mi padre, padre, cámbiame de nombre; el mío está sepultado por el miedo, la porquería y la vergüenza". El paso del tiempo le ha avejentado la piel, y la quiere entonces nueva, limpia, dispuesta para la nueva ceremonia como sugería Cohen en el título genérico de su disco.


Y el padre, que le declara su amor permanente, le pide que vuelva a él. E informa a su hijo que le confinó en ese cuerpo, lo que quiere decir que le sometía a una especie de juicio. Y añade: puedes usarlo como un arma o para provocar la sonrisa de una mujer.


El padre-creador le hace ver a su hijo que la libertad es la circunstancia intrínseca de la vida. Y le informa de los límites en los que se puede mover: el amor o la guerra, o ambas situaciones a la vez, quizás. Y le pide nuevamente que regrese a él, las dudas que se le plantean, sus quejas, perderán sin duda buena parte de su carga agresiva cuando los dos se reúnan nuevamente.


Pero el hombre se resiste, y vuelve a formular su exigencia. Llega ahora a articularla en un grito desencajado: "Entonces, déjame empezar de nuevo, por favor. Necesito un rostro que esta vez sea justo, quiero un espíritu en calma". Ya no está disponible para la lucha, necesita de reposo, de tranquilidad. Y quiere una cara que le haga justicia a ese nuevo ánimo. 


Pero Dios rebate a su creación: "Yo nunca me puse de lado", le informa. "No me alejé de ti. Fuiste tú el que construyó el templo, tú fuiste el que me cubrió la cara". 


En esa expresión cabe advertir un reproche a los hombres que han fabricado una religión que distancia a los hijos de su padre. Las iglesias -las sinagogas- se diría que alejan, más que aproximan, a Dios de los seres humanos; y además nos informa de que cubrimos su cara, no para protegerla con el sudario, sino para ocultar el verdadero rostro divino, sus intenciones reales, de modo que no intervengan éstas en nuestra vida cotidiana, en las decisiones que adoptamos. Dios habría sido sustituido por una exclusiva clase de hombres que administran su esencia y sus indicaciones. Pero -insiste- regresa a mí.


En la interpretación que hizo Leonard Cohen de este tema en Dublin, en septiembre de 2014, añadiría los siguientes versos: Puedes venir hacia mí en la felicidad/O puedes llegar a mí en la aflicción/Puedes venir a mí desde tu más profunda fe/O puedes llegar a mí en la incredulidad.


El estado de ánimo, le -nos- dice, no es sino una situación adjetiva, lo mismo ocurre con la distancia o la proximidad de nuestra fe... el padre siempre estará ahí, como una referencia, como un auxilio, como una respuesta.


Los versos finales se dirigen hacia el espectador: que el espíritu de esta canción se alce puro y libre, que se transforme en un escudo para ti y en contra de tu enemigo, afirma. Algunos han pretendido observar en esas palabras una reivindicación de la ofensiva israelí. Yo no lo tendría tan claro. En ese diálogo, que es una suma de reproches entre la instancia originaria y el ser humano (anticipadoras por cierto del encuentro entre Tyrell y Roy, en el Blade Runner de Ridley Scott, estrenada en el año 1982), sobraría la referencia bélica; a lo que sería preciso añadir que un escudo constituye una defensa, y resulta bastante inútil como instrumento de ataque. 


Las guerras no se ganan con utensilios de protección. Y si no que lo diga el ejército de Israel en la devastadora campaña de represalia por la bárbara agresión de Hamás que está impulsando en Gaza. Lo sabía Cohen, lo conocemos de sobra todos.