Se hace difícil decir adiós. Y a medida que pasa el tiempo pronunciamos muchas veces -quizás demasiadas- esta palabra. Hay despedidas que apenas sí se hacen desde la lejanía, algo así como si nos diéramos cuenta de que el que se ha ido representaba en nuestra vida un papel secundario, un pariente lejano, sólo un conocido. Se trata de gentes que no han dejado rastro y muy poca memoria en nuestras existencias. Con Agustín Ibarrola no ha ocurrido eso, Agustín -para los que hemos sido sus amigos- fue algo más que una persona especial, fue una experiencia de tal importancia que uno da gracias a la vida -como en la canción- porque ésta te ha ofrecido la oportunidad del trato, la frecuentación de un cariño tan especial como el que prodigaba Ibarrola.
Agustín se ha ido en el silencio de un final como ya viene siendo habitual en estos tiempos que vivimos, en los que la ciencia alarga la vida física pero no ha conseguido que la mental camine de la mano. Y en la desmemoria del que se ha visto afectado por esa situación emergen tus recuerdos. Y ves venir a Agustín, con ese abrazo de afecto, intenso, que casi nadie ofrece ya en estos que son tiempos de desconfianza, en los que el recelo ha sustituido a la entrega. Porque en su amistad no existía sobreactuación ninguna, todo en él era disposición y generosidad.
Esa primera sensación en el conocimiento, en el trato, era preludio para el descubrimiento de una persona singular. Y la singularidad de Agustín se construía de trabajo, de investigación, de colaboración con otros artistas o de creación propia. Ahí está París y su equipo 57, pero también Oma, o las traviesas, o Garoza y sus piedras.
Y también está allí la cárcel y su obra que salía clandestinamente y de la que un medio de la prensa británico dijo que era como un Goya de los tiempos contemporáneos. Una cárcel que sería preludio de otra, y éstas de una tercera, que fabricó de amargura la vida de un artista que fue antifranquista en ese tiempo y que sería antiterrorista y antinacionalista en éste.
Y esos dos "antis" situaron los perímetros de su exilio personal. Franco no permitiría su éxito y el nacionalismo no le acogería entre los represaliados que habían conquistado la democracia. La proyección artística de Ibarrola no podría escaparse de este fatídico sino, y cuando Alfredo Melgar le ofreció Ávila y Muñogalindo como alternativa, no hubo instituciones privadas que quisieran apostar por su fundación.
Pero Agustín continuaba poniendo obra en su camino, con independencia de su posteridad o de su olvido. Ahí está Llanes, Allariz o Garoza. Allí está -o estaba- Oma, sobre todo. Porque Ibarrola, como un pulgarcito de los tiempos modernos, iba poniendo migas de pan que le permitieran regresar de su viaje hacia el arte concebido como la primera expresión del hombre que traduce en signos su relación con la vida. Altamira o Santimamiñe, el arte primitivo, la identidad ancestral que por eso es universal.
Y Agustín se ha ido dejando detrás de él un obra que le pervivirá -buena parte de ella en manos privadas-, y al recuerdo de un hombre que por serlo ha dejado en nuestro recuerdo ese sabor agridulce, el magnífico de su persona, al que se une al ácido del maltrato que sufrió por las instituciones que quisieron apartarle en un recodo de su camino. Porque esa mala política a la que estamos tan acostumbrados sólo sabe de utilizar a los hombres en su propio provecho, en especial cuando los hombres de una pieza -como lo era Agustín- no se someten a sus intereses.
Pero yo, figuradamente, porque no la uso, me quito la boina ante el paso de su cortejo fúnebre, y proclamo: ahí yace un gran artista que fue -si cabe- el mejor de los ciudadanos.
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