La torre de la canción (o “Tower of song”) es el título de un tema de Leonard Cohen que figuraba en su disco “I’m your man”. Con ese mismo nombre se editaría un álbum en homenaje al bardo, en el que intervendrían artistas tan señalados como Elton John, Peter Gabriel, Bono, Billy Joel o Suzanne Vega.
Según afirmaba el mismo poeta, con esta canción “quería hacer una declaración definitiva sobre la heroica empresa del oficio". A principios de los ochenta, llamó a la obra "Levanta mi voz en la canción". Su preocupación era el envejecimiento y la necesidad de trascender el propio fracaso manifestándose como cantante, como compositor. Había abandonado la canción, pero una noche en Montreal terminó la letra, llamó a un ingeniero y la grabó en una sola toma con un sintetizador de juguete.
El tema empieza reconociendo su incipiente soledad, unida a una vejez que se insinúa en el horizonte: “Bueno, mis amigos se han ido y mi pelo está gris/Me duele en los lugares donde solía tocar/Y estoy loco por el amor, pero ya no voy a volver (a él)”.
Vivir en la torre de la canción tiene, es evidente, su coste, ese alquiler que ni siquiera constituye una hipoteca: nunca serás propietario de la torre de la canción.
Es la misma sensación de abandono, de aislamiento -siempre presente en los poemas de Leonard Cohen- la que le lleva a preguntar a Hank Williams -un verdadero icono de la música country- sobre el alcance de la soledad que rodea a esa torre. Y estaba claro que el roquero no le iba a contestar, aunque le oía “toser toda la noche, cien pisos por encima del suyo, en esa misma torre”. Otro inquilino del edificio quizás enfermo por esa pasión de representar, muchas veces más allá de sus capacidades físicas normales, lo mismo que el canadiense, o como tantos otros, que han vivido la pasión de los escenarios y que preferirían acabar sus días sobre esas tablas antes que en una cama de hospital.
La siguiente estrofa recibía generalmente los aplausos del público: “Nací así, no tuve elección/Nací con el don de una voz de oro” (gran ovación, silbidos). Porque su misión no era un juego, más bien se trataba de una predestinación: “Y veintisiete ángeles del Más Allá/Me ataron a esta mesa/En la Torre de la Canción”.
Y desde luego que no existe conjura posible que deshaga este hechizo: “Así que puedes meter tus pequeños alfileres en ese muñeco de vudú/Lo siento mucho, cariño, no se parece en absoluto a mí”. ¿Qué podría hacer la brujería en contra del supremo poder de los ángeles enviados por Dios?
De pie, junto a la ventana, el artista piensa que nadie -ninguna mujer en especial- podría acabar con ese su mundo de reclusión. La luz que se cuela del exterior es muy fuerte. Y ellos -seguramente los ángeles- impedirán su asesinato a manos de alguna de esas mujeres. Tendría que salir de la torre, que es a la vez tu soledad y tu protección, para que ellas consigan acabar con él. La torre de la canción opera como una servidumbre, pero a la vez constituye un refugio.
Quizás puedas decir que me he vuelto un ser amargado -concede ese hombre atormentado y solo-, pero puedes estar seguro de una cosa: los ricos han establecido sus cauces en las habitaciones de los pobres. Es verdad -nos asegura Cohen- que vendrá el Juicio Final -una justicia reparadora de los excesos de algunos-, pero quizás me equivoque con eso -afirma-. Incluidas sus convicciones más íntimas, hasta es posible que el veredicto definitivo, por inapelable y último, no llegue nunca. Renacen, una vez más, sus dudas sobre el destino final del hombre, tal y como nos enseñan las Escrituras.
¿Existe un sueño defraudado en el bardo, esas experiencias igualitarias que de forma un tanto vana buscaba en la Cuba de los primeros revolucionarios castristas, hasta que se escapaba con la ayuda de la suerte de su control y de esa isla? En todo caso, esta estrofa -y la anterior- nos conducen a una revisión de los sueños de juventud de Cohen: ha vuelto ya del revés sus antiguos ideales y se concentra en ese mundo de la canción, de la poesía, del Dios de sus antepasados. No me hace falta mucho más -asegura.
Suenan en la torre unas voces alegres. Y ella está de pie, al otro lado. Había un río, quizás se podía atravesar con facilidad. Pero se hizo demasiado ancho y ya resulta muy difícil, muy trabajoso y pesado, para cruzar por él.
Le confiesa que la amaba, pero eso fue hace mucho tiempo. Y todos los puentes que cruzaban ese río que se ha hecho inmenso, se han quemado. Ya sólo le quedan los recuerdos, y están todos muy presentes en su memoria, y se siente muy cercano a todo lo que perdieron los dos. Hasta el punto de reclamar -a él y a ella- que nunca más deberían perderlos.
La vejez que se asoma sobre el inquilino de la canción, se nutre con los recuerdos. Y sus seguidores nos permitimos evocar la imagen de Marianne Ihlen, su amante, su amor de otros tiempos. Y podríamos releer ahora esa bellísima carta que Leonard le escribía en 2015, poco antes de fallecer:
“Estoy tan cerca de ti que, si extiendes tu mano, podrás alcanzar la mía. Sabes que siempre te he querido por tu belleza y por tu sabiduría, pero ahora sólo quiero desearte un buen viaje. Adiós, vieja amiga. Mi amor infinito, nos vemos al final del camino”.
Ahora te digo adiós -dice el poeta en “Tower of song”’. No sé cuándo volveré.
Nos trasladarán allí mañana por esa pista -continúa-. Pero no te preocupes, nena. Sabrás de mí mucho después de que me haya ido. El bardo intuye que su partida será anterior a la de ella, quizás porque los hombres nos vamos antes que las mujeres, quizás porque ellas siempre se quedan cuando nos alejamos de su lado: son la tierra, nosotros el viento.
Sonará su voz, dulcemente, desde la torre de la canción. Cohen ya se ha decidido por la reclusión. Ya ha dejado detrás todo lo que le sujetaba a los otros mundos vividos por él. No están sus amigos y su pelo es gris. Y sigue pagando el tributo de su alquiler. Ligero de equipaje, como decía el otro poeta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario