domingo, 13 de agosto de 2023

¿Qué se puede hacer con una comunidad de más de 550 millones de personas?

En la entrada de “Algunos pájaros errantes” correspondiente al 23 de julio, dejaba, de manera consciente, planteado, pero no resuelto, el debate que se produce con no poca frecuencia sobre las supuestas atrocidades cometidas por España en los territorios conquistados por ésta en la América hispana. El movimiento indigenista, que nació como una manifestación meramente cultural, adquirió muy pronto una dimensión identitaria, lo que suponía que ya estaban cargadas las baterías para que una idea salte a la política. Como ha ocurrido con otras corrientes políticas (LGTBI+, Mee Too, Black Lives Matter…) esta ideología ha sustentado en no pequeña medida los planteamientos de los partidos de izquierda. No resulta, por lo tanto, extraño -siempre desde ese punto de vista- que el presidente de México, uno de los países en los que han florecido más estas posiciones, haya llegado incluso a exigir de nuestro Rey la petición de perdón por los desafueros infligidos a su pueblo como heredero de los monarcas que produjeron esos presuntos atropellos.


Estos nuevos movimientos políticos han sido como tierras de aluvión que se han incorporado a las precipitadas sobre la memoria de nuestra historia por la llamada “leyenda negra”, paradójicamente asumida por buena parte de la sociedad española, en especial la que milita en el campo por ella misma calificada de “progresista”.


Resulta como mínimo singular que fueron los criollos, esto es, los descendientes de los españoles en esos territorios, que además los gobernaban por delegación de la Corona española, quienes reclamarían la independencia de la antigua metrópoli. No ocurría lo mismo con las poblaciones indígenas, que apenas sí reprobaron los pretendidos “excesos” del imperio. Andrés Manuel López Obrador, según se dice, es, por cierto, nieto de un español, cántabro por más señas.


La respuesta de la historiografía española se demoraría mucho tiempo a las acusaciones de otras naciones europeas (Reino Unido y Holanda, principalmente) del pretendidamente oprobioso imperio español. Julián Juderías (1877-1918) se distinguió en refutar esas tesis, y sus trabajos serían continuados especialmente por Elvira Roca Barea (Imperiofobia y leyenda negra: Roma, Rusia, Estados Unidos y el Imperio español), publicada en 2015. Resulta significativo en este contexto el título del ensayo del argentino Marcelo Gullo (“Nada por lo que pedir perdón: La importancia del legado español frente a las atrocidades cometidas por los enemigos de España”).


Nada hay, en mi opinión, más loable que la defensa de nuestra historia y del legado que España dejara atrás y que aún perdura en los ámbitos de la lengua común y de los valores compartidos que supone la religión, pero no todo el mundo parece estar de acuerdo. Por ejemplo, el guineano-ecuatorial, Donato Ndongo, ha escrito en “Las tinieblas de tu memoria negra” el siguiente párrafo: “Tu tío Abeso era polígamo, jamás había pisado la capilla de nipa y desconfiaba de los blancos. Siempre andaba a la greña con tu padre por ello, y cuando secretamente tomabas partido por tu padre, aún ignorabas que los dos simbolizaban las antagónicas e irreconciliables formas con que tu pueblo vivía la vida de entonces: tu tío era la resistencia, quien se niega a capitular, quien deseaba mantener flameante una antorcha que las nuevas generaciones ibais apagando poquito a poco. Y de tu tío se decía que había luchado contra las tropas españolas que llegaron nadie sabía cuánto tiempo antes, quizás desde hacía una eternidad, habías oído furtivos murmullos sobre su vergonzante destitución de la jefatura de la tribu que por derecho consuetudinario le correspondía, y los murmullos sentenciaban en tono aprobatorio que por qué se había opuesto a la civilización. Pero tú veías que el tío Abeso conservaba un halo de dignidad que por la erosión de los murmullos también tú juzgabas fruto del despecho: ¿cómo podía ponerse en el pecho la chapa hojalateada y esmaltada de primer jefe un hombre que tenía seis mujeres, que se negaba a cultivar café porque los negros, decía, no necesitan el café para nada, que despreciaba los adelantos de la civilización y que ni siquiera estaba bautizado?”


El “tío Abeso” podría constituir, como afirma Ndongo, un “símbolo de la resistencia”, pero parece más bien una llamada a la melancolía, algo así como “la vieja que pasa llorando” del bucle melancólico de Juaristi: no importa que los tiempos pasados fueran mejores que los actuales, lo cierto es que pasaron ya, y nadie puede hacer nada para revertir el paso de la historia.


En cualquier caso, la cuestión, así planteada, carece de solución: ni los defensores del imperio podremos convencer a los contradictores del mismo, ni éstos lograrán que quienes lo defendemos -de acuerdo, por supuesto, con las connotaciones históricas y legales de aquellos tiempos- hacernos renunciar a la obra realizada.


Planteada en términos actuales, la realidad es que hoy existe una comunidad cultural de más de 550 millones de personas que nos entendemos en el más amplio sentido de esta palabra: no sólo desde el ámbito de la comunicación, también en lo que se refiere a compartir una escala de valores y de comportamientos que resultan comunes a los hablantes en español.


Porque no es lo mismo expresarse en inglés que en el idioma de Cervantes, Neruda o Rubén Darío. El primero se ha convertido en un sistema de comunicación, la “lingua franca”, algo así como los amantes del esperanto pretendían de su invento.


El éxito del inglés como sistema de comunicación ha constituido también su fracaso (en el supuesto de que su pretensión hubiera consistido también en convertirse en el medio transmisor de una escala de valores consustancial al mundo anglosajón). Universal, como lo es el inglés, sólo sirve -y ya es bastante, desde luego- para entenderse y ser entendido. Nada hay en él que exprese de manera inmanente una determinada manera de enfrentarse a la vida.


Porque el inglés no sólo constituye la expresión del tiempo que duró su imperio y la comunicación de los pueblos que vivieron bajo su dominación. Tuvo su extensión en todo el resto del orbe que apenas sí conocía de su existencia.


Además de que nunca los ingleses se distinguieron por la facilidad de integrarse con las poblaciones sometidas a su dominio colonial, llevados por su pretendida superioridad cultural, vivieron generalmente al margen de esas gentes, a quienes como mínimo nunca considerarían como sus iguales. Quizás sea ésta la razón -o una de ellas- por la cual el -siquiera brillante- legado de su lengua no pudiera verse asociado a su propia escala de valores y a su cultura -por otra parte de extraordinario interés.


Insisto, cualquiera que sea el veredicto, a favor o en contra, que merezca el imperio español a uno y otro lado del Atlántico, lo cierto es que la política no debería competir con la historiografía -como ocurre ahora en España con los excesos legislativos que venimos padeciendo-. La política debe construirse sobre realidades, que son las bases más sólidas de que disponemos. Y esa solidez la soporta, en este caso, una comunidad lingüística de más de 550 millones de personas.


Que esta comunidad lingüística pueda avanzar en otros ámbitos, más allá que en el de la comunicación, el cultural y el económico, depende sólo del acierto de los políticos y los actores concernidos en este asunto. Pero es necesaria una estrategia que impulse el proceso, partiendo desde luego de lo ya desarrollado por el Instituto Cervantes, cuya acción en este ámbito resulta esencial.


Esa es la reflexión que apuntaba Ángel Badillo, investigador en el área de lengua y cultura del Real Instituto Elcano, al Deutsche Welle. Para dicho especialista “ha llegado el momento de que España reflexione sobre su acción cultural en el exterior. Un ejercicio en el que no le vendría mal echar un ojo a los grandes modelos europeos, como el alemán o el británico, ello a pesar de las diferencias de contexto”.


La discusión en torno a la iberoamericanización del Instituto Cervantes -según ha afirmado Enrique Anarte- lleva años sobre la mesa, aunque en la práctica todavía no hayan podido celebrarse grandes logros al respecto. Al fin y al cabo, como recuerda Badillo, "no es una institución iberoamericana, sino española”. Lo cual no quita que se exploren otras vías.


Por su parte, Torres Jarrín, especialista en temas iberoamericanos, cree por su parte que existe una base de coordinación sobre la cual construir dicho proyecto. Y se remite a una iniciativa de "alianza panhispánica” acordada entre España, México, Perú, Chile y Argentina, que comparten institutos de cultura cuya labor podría compararse a la del Instituto Cervantes. Falta ahora que se materialice en algo sólido.


La gestión en este ámbito, desprovista, por lo tanto, de perfiles ideológicos insalvables, por el momento, permitiría construir espacios de entendimiento que, incluso, los líderes políticos que proclaman el indigenismo y el desprecio a la acción española en sus territorios, podrían llegar a aceptar. El realismo se impondría, así, sobre las diferencias edificadas en la artificiosidad.


El impulso político resulta en todo caso imprescindible para conseguir que esta comunidad de hablantes pueda ser algo más que eso. Por mucho que el tío Abeso se muestre reticente a formar parte de ese algo, y prefiera los viejos espíritus que amparan a su tribu, con su casa de adobe, sus cinco esposas y casi 30 hijos…


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