En Segovia, muy cerca de la localidad vallisoletana de Olmedo, vive mi amigo Pepe. Procede él de una familia de hondas raíces castellanas, sangre de políticos de raza como don Santiago Alba, y del seguramente mejor poeta español del siglo XX, Jaime Gil de Biedma.
La vivienda de Pepe es una casona que fuera propiedad de un antiguo alcalde de su pueblo, y que, tras salir a subasta pública, fue adquirida por su actual dueño.
Pepe -y Jacinto- han ido resolviendo las reformas que exigía el inmueble con una doble muestra de buen gusto y de respeto por las características primitivas que tenía. El resultado ha sido -está siendo- un espacio cómodo y distinguido, en abierto contraste con un pueblo que envejece sin cuidados ni habitantes.
Asisten al encuentro una comunicativa Carlota, que nos relata sus incidencias africanas; y una pareja de singular encanto: Regino, y Alicia, su mujer. Regino era amigo de mi tío al encuentro una pareja de singular encanto: Regino, y Alicia, su mujer. Regino era amigo de mi tío Carlos Semprún y lo sabe todo de la historia de mi familia paterna, de modo que, por más esfuerzos que hago por relatar algo que él no conozca, mis informaciones tropiezan con su conocimiento previo. Y es que Carlos Semprún se alojaba en su casa en las ocasiones en las que caía por Madrid. Sus hijos le llamaban “tío Charles”, por lo visto. Un rápido clima de familiaridad envolvía por lo tanto nuestra conversación.
Referirse a Carlos Semprún hace inevitable el recuerdo de su hermano Jorge, a quien su militancia comunista -recuerden a Federico Sánchez-, sus novelas y guiones de éxito, su responsabilidad como ministro de Cultura… lo han encumbrado a la evanescente fama de que gozaban los personajes de la generación anterior; hoy la fama se distribuye a partes iguales entre los ‘influencers’ y los que por el motivo que sea reciben los ‘likes’ del público: para ser famoso no hay que escribir una buena novela, pasar por un campo de concentración nazi o vivir despistando a la política de Franco.
Carlos y Jorge mantuvieron una pugna ideológica que trascendió al ámbito personal, lo cual no es cuestión singular en muchas familias, tampoco entre los Maura. Y esas diferencias podrían sin duda trasladarse a esta generación, aunque no conviene desarrollar esa parte de la historia personal propia, salvo que tuviera la pretensión de interrumpir el relato en el que les estoy introduciendo, y no es el caso.
Jorge podía ser un comunista en su juventud, un izquierdista en su madurez, pero no le faltaban rasgos que evocaban unas ciertas tradiciones aristocráticas, elitistas. Le ocurrió, por ejemplo, que una vez concluida su etapa al frente del Ministerio de Cultura, pidió una audiencia con Don Juan Carlos, a fin de despedirse de él. Ante la extrañeza del hoy Rey emérito, dicen que Felipe González indicaría a su regio interlocutor: “No es de extrañar. Al fin y al cabo, es un Maura”.
Un Maura que, en su condición de exministro, almorzaba con la titular del departamento, Esperanza Aguirre -por cierto, familiar de Pepe, nuestro anfitrión del día-. Comentando los dos comensales en presencia de Regino las cosas de las familias, le espetaría tío Jorge a la Ministra: “Al fin y al cabo, en España, poco más que diez familias…”
Una familia, la suya, que se distinguía adornando con la bandera tricolor la instauración del segundo de nuestros regímenes republicanos, bajo las órdenes de Susana, la madre de los Semprún. Y su padre, un competente abogado católico, más eficaz en las tareas diletantes que en el cobro de las minutas a sus clientes, como la correspondencia de José María Semprún Gurrea atestigua en los archivos de la fundación Antonio Maura.
Hubo una historia de exilio con estrecheces sin cuento, el enlace de su padre -fallecida Susana- con la institutriz, y un largo recorrido europeo, común a tantos españoles de la época, que no vivía sin embargo en el odio fratricida que devastó a la España de sus padres, y que se pretende evocar hoy con trasuntos de memoria y de democracia, para ocultar lo que no es sino un intento de división de nuestra ciudadanía, y de polarización entre unos bloques que se dirían permanentemente enfrentados. Porque Jorge Semprún sería uno de los promotores de la idea de la reconciliación nacional promovida por el PCE en el año 1956, según la cual los hijos de los que hicieron la guerra en un bando y los que la hicieron en el otro no debían verse forzados a repetir semejante experiencia. Parafraseando a Georges Brassens, “¿dónde están los comunistas de esa época?” Habrá que decir que criando malvas, pero tan tupidas éstas que por mucha ley que le pongan apenas a nadie le queda memoria de ellos.
Pero volvamos a Carlos, su hermano. Éste fallecía tiempo antes que Jorge, aún no reconciliados ambos. En el entierro -del que Regino y Alicia fueron también testigos- vieron cómo el escritor izquierdista se acercaba a su viuda -divorciada, por cierto, de un premio Nobel- y de modo cariñoso le preguntaba:
- Ça va, Nina?
Que era la fórmula que Jorge escogía para dar por cerrada la diatriba permanente entre los dos hermanos. Habría seguramente un halo de reconciliación envolviendo la escena, un tanto a la manera novelesca del autor de tantos relatos y guiones de éxito.
Y yo intuía la tranquilidad del hermano cuando transmitía su pésame a su cuñada. No merece la pena llevar el enfrentamiento tan lejos como para desconocer el sufrimiento de los otros, que es, al cabo, una parte del propio. En algunos pueblos, siempre pequeños, siempre un tanto ridículos, las separaciones se arrastran generación tras generación, hasta el punto de que apenas nadie recuerda el origen del enfrentamiento. Y un buen momento para la superación es el del entierro, seguramente.
Algo de esto pensaba yo cuando el coche nos devolvía a Madrid después de una jornada repleta de evocaciones familiares.
No hay comentarios:
Publicar un comentario