jueves, 11 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (225)

Bilbao, 12 de octubre de 2003.

Querida Lorsen:

Una vez más te escribo en un día que está plagado de recuerdos para mí. Te contaba que Pilar había decidido que hoy era más Pilar que nunca. Así que hoy, por primera vez en su vida y por criterio propio, como acostumbra, celebraba su santo.
Pero el día empezaba con la consabida llamada a la guardia civil de Arrechea, hablando con el sargento, a quien he deseado que pasen un feliz día. Todos los recuerdos convergen con una jornada cualquiera de esas. Nuestra misa en la iglesia del pueblo, nuestro convite en el cuartel, tú hablando con la gente del lugar, yo en la mesa presidencial con los mandos, el alcalde, el canónigo de Roncesvalles –al que tú llamabas Herrero de Miñón-...
También he hablado con Pilar Aresti, a quien llamabas tú en las últimas ocasiones para felicitarla. Ha sido una especie de homenaje a ti, como tantos otros, como tantas otras ocasiones, y las que tendrán que pasar...
Pilar, nuestra hija, ha estado encantadora. Le he regalado un reloj que era tuyo, malejo, de esos que medio regalan en los supermercados a los clientes fieles. Se lo he envuelto bien y le ha gustado, aunque no le he dicho de quién procedía. Algún día se lo contaré. En todo caso me voy dando cuenta –una luz en un día triste- que mi hija y yo estamos cada vez más unidos, que la idea de familia en nosotros ya no es un desideratum truncado por una fría sala de hospital –aunque la suya esté caliente de afecto y de ternura- y por la ausencia de convivencia. Como las cosas que funcionan –al igual de las que no- creo que Pilar ha descubierto que tiene un padre que la quiere, y yo he concluido que al final de tu vida tengo una hija que me quiere.
Luego he comido con mi madre y con mi hermana Teresa. Le he regalado una planta que compré ayer en la floristería de la esquina. La verdad es que tiene tantas que no creo que le haya hecho una enorme ilusión. Pero tú le mandabas flores, ¿no te acuerdas?, y siempre es preciso mantener viva la tradición.
Esta semana leía un libro de André Gide, un escritor francés que rechazó la publicación del primer tomo de la macronovela de Proust. Es un libro –el de Gide- dedicado a su mujer fallecida y que se titula “Et nunc manet in te”, frase de Virgilio que significa: “Y ahora permanece en ti”. Es una forma de decir lo que siempre te repito: No te has ido definitivamente, no mientras yo siga en esta mierda de mundo.
Pero quiero leerte alguna de las frases que más me han gustado:

La confianza le resultaba natural, como a las almas que aman mucho. Pero a la confianza que llevaba consigo al empezar su vida se unió pronto el temor. Tenía una singular perspicacia respecto a todo lo que no fuese de perfecta ley. Por una especie de intuición sutil, una inflexión de voz, el esbozo de un gesto, cualquier detalle la ponía en guardia (...)

Estoy convencido de tu íntimo acuerdo con lo que acabo de poner en esta carta. Tenías una capacidad enorme para discernir qué gente era “de ley” y en qué otra no se podía confiar. Y casi nunca te equivocabas. Ahora, una vez que ha pasado el tiempo, incluso te doy la razón respecto de alguna gente contra la que me advertías. Ganas batallas como el Cid, guapa, después de muerta.
Este libro me dará pie para seguir escribiéndote los próximos días.

Te mando un beso muy grande. Con él viaja todo mi cariño.

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