miércoles, 10 de agosto de 2011

Intercambio de solsticios (224)

Sidi Ben Bachat había pasado esa larguísima media hora, consciente de que esos minutos podían situarse entre los peores de su vida. Y eso que la memoria, como suprema habilitadora del instinto de conservación humano, sabe elegir de entre los diversos acontecimientos los más gratos.
El paso del tiempo se le hacía interminable. Si al menos hubiera dispuesto de un reloj… tan sólo para ver cómo pasaban las manecillas tan lentamente como la idea de eternidad que se asociaba a ese sufrimiento. Pero daba igual, las horas nunca son objetivables. Y las primeras horas que habían transcurrido desde su detención tenían para Bachat el carácter de lo decisivo, como si todo lo que le quedara por vivir dependiera de las decisiones que tomara en aquellos momentos. De las decisiones… y de la voluntad de llevar a cabo lo que pensara entonces. Siempre que optara por la actitud más combativa de las posibles. Y tenía muy clara la convicción de que no había otra salida digna y honrosa a su situación que la más difícil de todas. Y era esa la de no colaborar con los agentes de Chamartín.
Pero este pensamiento acudía a su mente envuelto en una densa nebulosa, apenas si conseguía imponerse sobre su desconcierto. Se sabía detenido, por supuesto; le habían golpeado; le pegarían más aún; sería torturado. Pero debía reconocerlo, al menos en la primera paliza no había sentido dolor, sólo confusión, extravío, desorientación…
Y ahora volvía a oír el el ruido de las gomas de las botas de sus careceleros que se pegaban y despegaban alternativamente del suelo de linóleo en el pasillo al que daban las celdas, como si con cada paso se llevaran consigo una loseta. No tenía que dudarlo ni un solo instante: venían a por él. Su nombre estaba ya listo temblando en un papel ante la muerte –como decía el poeta-. Y concluía con esos terribles versos:

“Aquí no se salva ni dios,
Lo asesinaron”.

Lo llevaron, prácticamente arrastrándolo por ese pasillo hasta el lugar donde, según la sarcástica expresión del jefe de aquella banda, se produciría el segundo nivel de reflexión.
El local estaba iluminado a conciencia, tanto que le produjo daño en los ojos, “como el sol del desierto en las horas centrales de los días de verano”, ese “yunque del sol” al que se referían los amigos de TE Lawrence. Cerró con fuerza los ojos y en ese mismo instante recibía un empujón que le hizo caer cuan largo era –y lo era bastante- entre las risotadas de sus carceleros.
Le ayudaron a incorporarse. El jefe, sentado ante su mesa de despacho, como si despachara un formulario, le dijo:
- Supongo que no tienes nada nuevo que decirnos.
Bachat permaneció en silencio. Cualquier palabra podía ser una palabra de más; cualquier expresión podía entenderse como una vacilación, como una duda: un intento apenas articulado de negociación tal vez.
El carcelero hizo un gesto con la cabeza. Fue entonces cuando Bachat advirtió la presencia de un tubo de metal situado en paralelo al suelo, elevado sobre este a una altura de unos dos metros.
Le quitaron los grilletes. Bachat aprovecharía para frotarse las doloridas muñecas, pero le duró poco el alivio.

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