María Ángeles González de la Dehesa -Marian- era una mujer singular. Hija única de uno de los matrimonios más acaudalados de la localidad -su padre heredaba una considerable fortuna de una vieja solterona con casa solariega y blasonada en su pueblo-. Contaba la fallecida con antecesores que se habían enriquecido a través del transporte marítimo de mercancías de todo tipo -entre las que se llegarían a incluir las de carácter humano-. El caso era qur había dado Marian dado en enamorarse hasta perder el sentido de un tío de Joaquín Romero, hermano de su madre,
La pareja carecía de descendencia, circunstancia vital que tía Marian sobrellevaba con no poca dificultad. Dice el dicho que a quien Dios no da hijos, el diablo da sobrinos… y de esa situación no se podía quejar la buena mujer, que de la estirpe de su marido surgirían hasta diecinueve vástagos, cifra tan considerable que, para ella, cada noticia de embarazo de cualquiera de sus cuñadas constituía casi un desafío, además de la exigida penitencia -o el purgatorio en vida- que debía ella sufrir como consecuencia de los pecados cometidos por las generaciones que la habían precedido. No por ella, por supuesto, que siempre había mantenido una actitud positiva y luchadora ante la vida.
A cambio de esa bendición que le había sido negada, tía Marian desplegaría una inusitada actividad. Actuaba ella en muy diferentes escenarios, entre los cuales la investigación histórica local o la vida social. En este último aspecto, el matrimonio tenía a gala recibir todos los días en que se encontraban en su magnífico piso, construido en primera línea del Cantábrico y, por ello, dotado de amplias vistas al mar.
De modo que, casi todas las tardes, a eso de las siete, un heterogéneo grupo de personas se acercaba a su casa, dispuesto a compartir su excelente whisky, su buen aperitivo, y una conversación que navegaba entre la política, los negocios o los sucedidos de la gente conocida por la endogámica colonia local, en la que prácticamente todo el mundo era pariente o contra-pariente -vale decir que contaba con relación familiar indirecta con alguno de los sujetos que asistían a la conversación.
Joaquín Romero era ahijado del padre de tía Marian, motivo por el cual frecuentaba en alguna ocasión esas recepciones.
Ocurrió una tarde de aquéllas. El whisky había rodado suficientemente para desatar las lenguas de los presentes. Uno de ellos resultaría ser el director de una pequeña compañía de seguros local. Artemio Lopez-Marco era un hombre fornido y de tamaño resumido, labia fácil y elevado concepto de sí mismo. Desde el punto de vista social, Artemio no podía competir ni de lejos con la cuasi aristocrática recepción de circunstantes que poblaban el salón de Marian González de la Dehesa.
La conversación había derivado hacia uno de los prohombres del mundo político y financiero de Madrid, que en alguna ocasión había acudido a alguna de las soirées que tía Marian organizaba.
Como quiera que la mencionada y afamada persona no necesariamente debía resultar conocida por todos los asistentes en esa ocasión, Marian inquiría acerca de si habían tenido todos la ocasión de ser presentados al importante político y financiero. En especial detenía su perspicaz mirada hacia Artemio Lopez-Marco, que era quizás el asistente con menor nivel de conocimientos personal entre los asistentes al encuentro de aquella tarde Le faltaría formular a la anfitriona de manera directa un, “¿has tenido la oportunidad de conocerle, Artemio?” No lo expresaría así, pero su mirada lo decía todo.
Lopez-Marco cogió al vuelo la insinuación,. Sintiéndose aludido, contestaría:
- Desde luego. Le conocí aquí, en esta casa -declaró Artemio Lopez-Marco-. Fue una tarde en la que estuve particularmente brillante… ¿te acuerdas Marian?
Y tía Marian, que no carecía de reflejos, apenas demoraría un segundo su respuesta.
- No Artemio, no. Deploro no acordarme…
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