Está claro que nadie regresa del más allá. Y en eso consiste la gran duda que establece la frontera entre la creencia y el agnosticismo -o el ateísmo-, con su fórmula transitoria que es el descreimiento. Nadie nos ha relatado en qué consiste ese espacio al que hemos dado en llamar cielo, o el de su contrario, el infierno, salvo en algunas creaciones literarias o cinematográficas más o menos afortunadas.
La cuestión subsiste desde antiguo. ¿Creó Dios al hombre, en el principio, o fue el hombre el que decidió crear a Dios a su imagen y semejanza, seguro de que su superioridad sobre el resto de las especies le exigía una existencia inmortal? ¿Fue utilizada la religión como instrumento de conformidad para quienes sufren las desigualdades y las inquinas de los poderosos, tal y como, por ejemplo, relata Jonathan Eig que les ocurría a los abuelos de Martin Luther King Jr.?
En cualquier caso, las experiencias recogidas por el libro "Vida después de la vida", lo que se describe con el acrónimo ECM, resultan a menudo coincidentes con otras que nos han referido gentes más o menos cercanas. Así ocurre con uno de los casos relatados, que dice:
"Como consecuencia de un accidente, perdí literalmente el cuerpo y comencé a flotar, viéndome a mí mismo tendido inerte en el suelo con mi novia llorando agachada sobre mí. También recuerdo a un joven que corría hacia allí pidiendo auxilio. Pero la visión cada vez era más difusa porque yo no paraba de coger altura. De pronto, mi ascenso flotando boca abajo se detuvo por alguien que me sujetó por la espalda. Quien quiera que fuera, con una voz amigable y serena, me preguntó '¿Dónde vas?' y sin dar opción a responder continuó 'Éste no es tu momento. Tienes aún muchas cosas por hacer'. Recuerdo que me volví para ver a aquel ser. Vestía una túnica blanca, tenía un pelo rubio algo largo y una cara que no se veía bien pero infundía confianza y tranquilidad. Meditando aún las palabras de mi inesperado interlocutor, de pronto me sentía como si fuera viajando cómodo y feliz en un vehículo grande y lujoso, con mucho espacio y un gran motor. Pero enseguida esa sensación desapareció y empecé a notar sangre. Fue cuando realmente tomé consciencia de lo que me había pasado. Desperté en un coche que resultó ser del chico que desde arriba había visto correr. Vivía junto al puente, y al ver nuestro accidente acudió en nuestro auxilio. Dada la gravedad de mi estado, decidieron enviarme a la clínica".
Ese, "todavía no puedes morir, te quedan aún muchas cosas por hacer", es una referencia que he oído en otras ocasiones. Recuerdo cómo un buen amigo me contaba que su mujer había experimentado algo similar en una fase terminal de su vida que, felizmente, no ha culminado. Y lo mismo me refería una prima mía a la que, años después, se la llevó un cáncer. El destino pronunciará entonces las palabras que dan título a una conocida película: "El cielo puede esperar".
Otro de los relatos contenidos en este ensayo asegura:
"Para empezar me vi fuera de mi cuerpo, tendido en la cama boca arriba, mientras que yo 'flotaba' sobre él y observaba todo lo que ocurría a mi alrededor. De inmediato, vi con todo lujo de detalles la vida entera que dejaba atrás. Todos y cada uno de los hechos y circunstancias vividos durante mis 52 años, sin excepción y no de manera parcial o resumida, sino ordenada y pormenorizada. No como una película o sucesión de fotogramas que se proyectaran ante mí, sino íntegramente y de forma simultánea. Esta visión instantánea de la vida que ha terminado, para mí, proporciona la constatación de que todo tuvo su porqué y todo encaja de manera armónica. No hay ninguna pieza suelta o fuera de lugar en el puzzle de la vida. Seguidamente, pude ver y sentir que estaba acompañado de seres de luz. Pronto tomaron un aspecto reconocible, como mi padre, mi madre y varios hermanos de ésta, todos fallecidos años atrás. Fue mi madre la que tomó la iniciativa de comunicarse conmigo, preguntándome si me encontraba tranquilo y en paz. No fue una comunicación verbal, pero si percibí su mensaje y también yo pude comunicarme con ellos. Como cosa curiosa, entre los seres de luz estaba una hermana de mi madre que no había fallecido, o al menos eso creí en ese momento. Posteriormente me informaron de que esa persona había muerto estando yo ingresado en la UCI. Por fin, tras verme tan bien acompañado, advertí a escasos metros un soberbio túnel de luz resplandeciente en posición horizontal, sin pendiente alguna. Era refulgente y casi deslumbrante. Supe que era la entrada hacia el 'más allá'. Casi al final del túnel tuve un contacto con una forma energética que sólo desprendía armonía y un amor inmenso. Y esa forma tomó el cuerpo de Jesucristo. Me tendió sus manos de luz y las entrelazó con las mías, generando en mi ser una experiencia de gozo inenarrable. ¿Por qué volví yo a mi cuerpo físico? Fue consecuencia de este encuentro con Cristo y de la comunicación que ahí se estableció. Me confirmó que volvería a la vida física recién dejada, para hacer 'algo' que sólo sabría una vez transcurrido cierto tiempo tras retornar a ella".
Existe además una afirmación común a todas estas experiencias: debe ser tan grata la sensación de paz que se experimenta en esos casos que nadie desea regresar a la vida. Eso es lo que nos contaba en las pasadas vacaciones de agosto una amiga que, a la simpatía desbordante que siempre ha tenido, suma ahora una enorme serenidad. Ella sintió -según me dijo- algo parecido a esas percepciones que hemos encerrado en el acrónimo ECM, una impresión de paz poco menos que infinita.
No sé muy bien si el regreso a la vida de nuestra amiga le resultaría algo intempestivo, desagradable incluso. Pero, para quienes la conocemos y la estimamos, es una suerte que llegue la estación del verano y tengamos la oportunidad de reencontrarnos con ella. ¡Que disfrute de una larga y apacible vida!
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