domingo, 10 de noviembre de 2024

Cuando un amigo se va…

 A medida que vas cumpliendo años son más las despedidas que afrontas que las bienvenidas que ofreces. Se van tus padres, tus amigos, tus seres queridos. Pero la vida te ofrece nuevas oportunidades y te permite asirte a ellas con la fuerza que pensabas que ya te había abandonado. 


Decía Benedetti que "una carta de amor no es el amor, sino un informe de ausencia".


Este relato es pues un informe de ausencia.


Empieza cuando me di cuenta de que él se encontraba justo delante del coche en el que Victoria iba a intentar avanzar por la nieve que tapizaba la cuesta de acceso a la carretera. Le grité que tuviera cuidado, que saliera de allí. Y él subió por la pista hasta ponerse detrás de mí, convencido de que yo constituía su mejor parapeto.


Esa fue la ocasión de nuestro primer conocimiento. Pero luego vinieron otras muchas. Cuando me enteré de que vivía en la casa de unos vecinos y le veía cuando pasaba yo por allí y advertía su presencia en el jardín. Un día le invité a dar un paseo conmigo. Y no lo dudaría un segundo. 


Recorrimos un camino despejado y en llanura que da a parar a un amplio y poblado bosque. Y él corría, loco de contento de aquí para allá, desquiciando a los caballos que pastaban por ese prado. Luego fue el paseo que conduce a Roncesvalles, protegido del sol por sus espectaculares hayas. O el paseo que alguien bautizó como el de las "Tres Hayas", aunque todo él está repleto de esta majestuosa especie.


En todos ellos iba y venía. Y tenías la singular impresión de que se perdía, de que no iba a regresar. Pero una carrera y su alegre advertencia de que ya había regresado al camino te devolvían la tranquilidad. No, él nunca se desorientaba.


Volvíamos de nuestras excursiones y le devolvía a su casa. Y así un día tras otro. Hasta que le invité a que viniera a la mía. Vencido su miedo, resolvió seguirme. Fue la suya una experiencia que iba progresivamente a más, metro a metro, trecho a trecho, hasta llegar a la puerta de casa, asomarse receloso a su entrada, y luego de un salto lanzarse al salón donde un reposa-pies que se balanceaba le hizo caer. Salía entonces de la vivienda como alma que lleva el diablo.


Pero ya había él vencido sus temores. Y regresaba con el afán conquistador para quien todo lo que había allí le pertenecía. Merodeaba por las habitaciones, husmeaba por la cocina, subía, bajaba... hacía de tal modo suyos los sofás y las butacas que hasta tenías que pedir su anuencia para sentarte. Todo excepto la cama, porque Victoria nunca le dejaba apoderarse de ella.


A ella, a Victoria, le hacía gracia, pero aún no le había cautivado. Eso ocurrió un día, cuando nos habíamos desplazado al pueblo vecino para preguntar por algún material de ferretería. A nuestro regreso estaba él ante una considerable extensión de tornillos, arandelas, destornilladores... había abierto la puerta del armario de utensilios del garaje y los había dispuesto junto a él. No presentaba excusas por su fechoría, ni se escapaba de ella, antes bien se envanecía ante su gesta.


Venía por casa todos los días, aunque regresaba por las noches a la suya. Y era triste, muy triste, para él y para nosotros, ese momento. Hasta que un día le permitieron quedarse y él tampoco lo dudaría un instante. Dejaba atrás la puerta de la casa y se internaba en el comedor, donde nos encontrábamos. Y ya no volvía a la suya hasta que nosotros cerrábamos la nuestra para regresar a nuestras actividades laborales.


Tenía una personalidad muy viva. Si le regañabas a causa de alguna de sus fechorías, se daba la vuelta con la expresión altiva; si le ordenabas algo que no le interesaba cumplir, no hacía ningún caso. Victoria decía de él que era un tanto displicente, pero el cariño que proporcionaba no tenía medida, su solidaridad era entrañable y su amistad carecía de límites. Había que entenderle: él establecía su relación con nosotros de igual a igual, eso era todo.


Cuando acababan las vacaciones y los puentes y tocaba regresarle se nos rompía el corazón, a él y a nosotros. Nos contaron que en alguna ocasión se quedaba aguardando en el porche de casa a nuestra llegada. Y cuando volvíamos, atento al motor del coche, se presentaba alborozado en muy pocos segundos. Hubo una ocasión en la que al abrir la portezuela me lo encontraba allí, esperando mi saludo.


Tuvo un horrible accidente que casi le dejaría sin movilidad, pero aun limitado de movimientos continuaría aferrado a la vida y disfrutando de ella. Pero con los años se fue deteriorando hasta convertirse en un recuerdo vago de lo que un día había sido.


Era guapo y buen cazador, perseguía a los ratones y se encaraba con las aves -cuanto más grandes mejor-, defendía su territorio y expulsaba a las vacas, era el terror de los caballos y hasta casi llegaría a ser pateado por una yegua que creía que estaba molestando a su potrillo -pobre de él, en realidad sólo estaba jugando...


Adiós amigo. Y no puedo decir como la canción, "ojalá que volvamos a vernos", porque el mundo hacia el que te diriges sólo está hecho de recuerdos. Los que conservaremos de ti. Siempre gratos, siempre imprescindibles, siempre inolvidables...

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