domingo, 20 de octubre de 2024

La maldición griega


Existe un dicho de la Grecia clásica por el que los hijos deben pagar los errores y las faltas incurridos por sus padres. En la Biblia se llegaba incluso a medir la longitud generacional de esta maldición: hasta la tercera o cuarta generación se mantendría dicho compromiso. 


Este ominoso presagio nos recorre de manera transversal a los descendientes de los hechos más crueles de la historia. Los judíos que pidieron a Pilatos que salvara a Barrabás en lugar de a Jesús todavía siguen expiando su culpa 2000 años después -aunque a veces se empeñan en perpetuar los errores de sus ancestros-, y los españoles que descendemos de los que lucharon en la guerra civil aún seguimos enfrentados a causa del bando que eligieron o que les fue impuesto a nuestros abuelos. El descubrimiento de América en tiempos de los reyes Isabel y Fernando arrastra una cola aún más larga, y López Obrador y su sucesora exigen del Rey Don Felipe presente excusas por lo que sucedió a partir de entonces. Quizás se hayan salvado un tanto los sucesores de los europeos que se enfrentaron en la guerra mundial, porque supieron crear en las ruinas de la devastación un acuerdo que nos ha conducido a la Unión Europea que ahora disfrutamos.


Por supuesto que no hay nada que sea permanente. Tampoco en Europa, los descendientes de los descendientes son ahora contendientes entre quienes seguimos apostando por un proyecto europeo que nos salve de la guerra; o lo que es lo mismo, defender los valores europeos de la libertad y de la solidaridad, frente a quienes pretenden un retorno al nacionalismo que, como dijo el presidente Mitterrand, es precisamente la guerra.


Y también en las familias, instaladas en una especie de cultura tribal y rural, seguimos conminados a pagar los réditos de lo que hicieron o dejaron de hacer nuestros padres. Como si esos conflictos de tierras y lindes sin definición registral nos llevaran a esquivar el saludo a los hijos de los hijos que se supone que provocaron la afrenta. Y cuando alguien pregunta por la causa del conflicto nadie es capaz de ofrecer una respuesta convincente: la culpa siempre la tuvo el otro.


No es suficiente entonces que llevemos en nuestro ADN las inmarcesibles características de nuestros padres. Su inteligencia o su estulticia, su habilidad o su torpeza, su belleza o su fealdad; no basta con que debamos rastrear en los recuerdos de nuestros mayores los rasgos que nos procuran determinadas ventajas o nos recomiendan no seguir por los caminos que ya nuestros ancestros cultivaron sin éxito. Esa cruz en la que nos clavarán -o nos han clavado ya- es la misma en la que esperaremos a recibir la esponja bañada en un un vino peleón al otro lado de la lanza del legionario, y antes de decir eso de "todo se ha consumado" y expirar. 


Nos escudriñan las gentes con gestos a menudo aviesos para advertir si nuestros orígenes sociales son limpios, si algunos de nuestros antepasados se dieron a la bebida, si fueron manirrotos o ahorrativos, si eran mujeriegos o fieles en sus matrimonios, si trabajadores o perezosos... como si pidieran de alguna sociedad de calificación de riesgos un informe acerca de la solidez de nuestra fortuna o de la precariedad de nuestras cuentas bancarias. Quieren medir si somos o no objeto de confianza, basando el veredicto en lo que quedara establecido por los hechos de nuestros padres. Esa cruz que ningún cirineo nos ayudará a sobrellevar.


Acosados por las culpas de nuestros antepasados no nos queda otra forma de subsistencia que la huida. Trepamos hasta el exiguo espacio de un frágil cayuco o nos subimos a un flamante avión en busca de una nueva tierra prometida. Saldremos del terruño que nos vio crecer en la pretensión de seguir el curso hacia donde nos lleven nuestros sueños, a los que de manera inevitable matizarán las realidades sobrevenidas.


Huir de la aldea, escapar de la tribu, es rechazar la maldición de los griegos, la misma que hizo pagar a las diferentes generaciones de judíos por los que reclamaron la vida de un ladrón y la sangre de un justo al prefecto romano. Retirarse del estrecho ámbito local para abrazar un entorno global, allá donde se conquista el anonimato porque las identidades se diluyen.


Aunque no conviene confiar demasiado en que el escape de las existencias previas nos convierta sólo por eso en hombres diferentes. Antes de partir será preciso ajustar nuestras cuentas con lo que dejamos atrás. Ya lo decía Lawrence Durrell en su “Cuarteto de Alejandría,: "A medida que crezcas aprenderás que una de las cosas más tristes de la vida es que no se puede hacer nada con el pasado. Uno no puede simplemente mudarse a otra ciudad o a otro país y trazar una línea, porque cualquier cosa de la que uno intente escapar le estará esperando en algún lugar para encontrarse de nuevo con él".


Y es que no existe una solución perfecta para zafarse de esta maldición.







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