Dicen -con una razón acreditada por los fundamentos de la genética y la sucesión de las familias- que los hijos se parecen a sus padres; más aún se puede comprobar que entre aquéllos, las hijas padrean y los hijos madrean.
Esa misma conclusión obtenía yo de la ráfaga que sacudía nuestra casa de Arrechea, toda vez que Ignacio hacía su presencia en ella. Y no ocurría que el parecido con “Espe” -su madre- tuviera que ver con su apariencia física, porque la contundente figura del hijo apenas sí cabía en el hueco que dejaba la puerta de la calle al abrirse, muy a diferencia del tamaño menudo de su madre. Otra cosa sucedía cuando, sentado en una de las butacas del salón, empezaba a hablar; ocurría entonces que un rumor lejano evocaba la presencia de ella, muchos años atrás, cuando se presentaba como una ráfaga de viento del verano tardío -o del incipiente otoño- y me pedía un ejemplar de mi novela “Veraneantes”, basada de alguna manera en ese pueblo navarro y en los incursionistas foráneos veraniegos que lo poblaban en aquellos tiempos en los que la placidez inalterable del paisaje de hayas y de pinos, los paseos al borde de unos arroyos que transportan los ecos de la Pastoral de Beethoven y las montañas que se parecen a la huida de la familia Trapp cantando melodiosamente su “Climb Every Mountain” cuando se escapaban del yugo de los ocupantes, se unían a los cencerros de los caballos de raza Arrechea pastando en sus praderas.
Ignacio es, desde luego, hijo de “Espe”; y constituye, por eso, parte de una estirpe que emite frescura y honradez, atributos singulares en estos tiempos de impostura y de imagen vacua que nos acosan y confunden. Es el debate, por ejemplo, que plantea los límites de la Inteligencia Artificial y su aplicación al desconcierto que producen las imposibles imágenes de Pablo Iglesias marchando como camarada de fatigas junto a Alberto Núñez Feijóo. Claro que cosas más improbables han ocurrido en la historia para que la IA nos confunda más que los cambios que, sólo por poner un ejemplo, pudo tener a lo largo de su vida el francés Fouché, que ejerció una notable influencia política en épocas tan dispares como la de la Revolución, el Imperio de Napoleón y la Restauración borbónica.
Es bueno tropezar en la vida con la gente que es “auténtica”, que está fabricada de metales nobles y no de derivados que, si bien resultan muy útiles, no dejan de ser espurios, como los plásticos; entre otras cosas porque siempre se puede reconvertir el hierro en chatarra y reintegrarlo al proceso de producción, en tanto que una simple bolsa de las que ahora nos venden en los supermercados puede tardar una media de 150 años en desaparecer.
La vida que me relataba “Espe” tenía esas características que la hacían especial, como ella misma lo es. Hasta tal punto que había sido personaje indirecto de una historia que se refiere a la existencia de una entidad bancaria que llegó a ser la primera del país, y que en ella “Espe” figuraba como consejera y paño de lágrimas del primer ejecutivo de esa casa. Y eso sólo por citar uno de los acontecimientos que había rxperimentado.
Tiempo después, mi propia vida me dio la vuelta en el ámbito familiar, con lo que me afinqué en Madrid, donde la gran ciudad permite contemplar en perspectiva la progresiva tendencia localista que se abate sobre las ciudades de tamaño intermedio, en esta España de las autonomías tan nutrida en clases políticas y en reclamaciones de identidades como ayuna en el sentido estricto de la convivencia y del respeto al diferente. Y en Madrid redescubrí a “Espe” que ya empezaba a batirse en retirada de la existencia propia, refugiada casi en sus recuerdos de lugares y personas cercanas; y en esos recuerdos la sola mención de Arrechea era para ella motivo de especial satisfacción: recuperada entonces la sonrisa, suspiraba con fuerza y me hablaba de cosas que muchas veces los dos reconocíamos. Hubo, algún tiempo más tarde, una llamada de “Espe”, en plena sesión de control en el Congreso de los Diputados, en la que pude percibir que su retirada de la vida real y del reconocimiento de la gente se empezaba a producir definitivamente.
Pero ella -a decir de Ignacio, su hijo- sigue pensando en Arrechea como los Caballeros de la Mesa Redonda evocaban su Camelot. Vuelve a ella -me dice- la sonrisa, e intuyo el suspiro y la nostalgia de los tiempos que fueron y en los que fuimos felices -o así pensamos que lo fuimos.
Se marcharía Ignacio de casa dejando la cena que le ofrecíamos para más adelante, con la discreción a que se sentía obligado, y se iba con él un pedacito de “Espe”. Una señora que exhalaba un golpe de aire fresco en las tardes de verano; esa señora que -según me contaba mi madre- se plantaba en la Villa en la que pasábamos nuestras vacaciones con la excusa de probar la tortilla de patatas que allí se preparaba. “Está muy buena”, decía “Espe”. Y puedo confirmar que decía la verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario