jueves, 17 de julio de 2014

Mis vacaciones con Aski (6)


La mañana siguiente disponía yo de un nuevo instrumento para nuestros paseos: Vic había estado en Pamplona la tarde anterior y allí había comprado una correa de tela. Lo suficientemente cómoda, por lo flexible, para llevarla en el bolsillo del pantalón. Así que cuando llegaba a la casa de mis vecinos, Aski moviendo el rabo y girando en trono a sí mismo en señal de excitación por el apasionante momento que estaba a punto de vivir (los paseos son para él una experiencia inolvidable), el mayor de los hermanos me preguntaba:

- ¿Quieres que te busque una cuerda?

- Gracias -le dije extrayendo el instrumento-. Tengo esta correa.

Y se la puse. Al principio, Aski, apenas si sabia cómo comportarse con este procedimiento de recorrer,la calle. Lo primero que hacia era quedarse quieto, por lo que no tenia más remedio que llevarle con un poco de energía. El perro, entonces, me observaba con atención para conocer mi superior criterio al respecto. Pero no se enfrentaba a ese nuevo obstáculo, ni tiraba hacia delante. Como la correa no era en exceso larga, el teckel caminaba a mi paso durante los escasos 100 metros que nos separaban del lugar en el que le debería soltar.

Pronto Aski se acostumbraba al rito de la correa con una enorme facilidad. Tampoco a la vuelta ponía excesivo inconveniente en que le volviera a sujetar. Y, siempre quedaba el perro en su casa y con sus amos.
 
Pero un día, cuando llegaba yo a mi jardín, me encontraba con el perrito correteando por el jardín. No parecía que el paseo dado le había resultado suficiente, así que pretendía Aski que jugara con él al escondite. Yo me iba hacia él, que me esperaba en apariencia tranquilo, recostado sobre la hierba, y en el momento en que estaba a punto de cogerle, se levantaba y escapaba a gran velocidad, haciendo grandes giros circulares. Y si yo intentaba sorprenderle en alguno de esas enloquecidas carreras, hacia él un quiebro a mi aparente ataque y continuaba su galope tendido.

Los ruidos en el jardín atraían entonces la atención de los moradores de la casa, a quienes divertía la visión del juego. Vic ofrecía entonces a mi nuevo amigo un pedacito de jamón York, que curiosamente el teckel apenas si valoraba. (Debo decir que jamás, hasta entonces, había yo fracasado con este tipo de alimento para cautivar a un perro).

Pero llegaba el día en que el teckel aceptaba la recompensa alimentaria e, incluso, se aventuraba a atravesar la puerta de la casa. Pero solo lo hacia en un principio penetrando un par de metros.

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