lunes, 21 de abril de 2014

Conversación en Florencia (1)


Un hotelito en Florencia. Situado a escasos cincuenta metros de la Piazza della Signoria. Su propietario, Alfonso Da Vircunglia, de sesenta años, se encarga de su administración. -es un decir, la tiene confiada a una argentina de muy buen ver- de las cinco habitaciones  y él mismo vive en un apartamento abuhardillado encima del establecimiento hostelero.

Su vida está llegando ya al merecido momento del descanso, después de no pocos vericuetos vitales que le han dejado no pocas marcas. Se siente ya un tanto decrépito en lo físico y bastante desengañado en cuanto a su otrora optimista espíritu.

El gran salón está con frecuencia desordenado, como es habitual en un hombre que vive solo, aunque Da Vircunglia diría que él siempre sabe dónde están sus cosas y que cuando Gelizia, su asistenta meridional, hace su batida semanal, ya no encuentra nada. Le enfada tanto el asunto que ha estado varias veces a punto de despedirla, pero le da pereza buscar a otra, que sea tan barata y que le lleve además el mantenimiento del hotel de modo que -entre la argentina y la siciliana- para Alfonso apenas tenga que quedarle otra ocupación que las relaciones públicas.

Da Vircunglia está prácticamente retirado, por lo tanto. Vivía de una importante agencia de seguros que representaba a la compañía, todavía del Estado, cuya sucursal, de cuatro plantas, se encuentra situada a escasos doscientos metros de la estación de trenes. Ya sin ganas de trabajar, Alfonso vendía su cartera a buen precio y se recluía en su hotel o en su magnífica residencia romana, allá donde naciera el astronauta Armstrong cuando el padre del primer hombre que hollara suelo lunar ejercía de funcionario en la embajada de su país.

Da Vircunglia es un hombre bien parecido. Ciento ochenta centímetros que otrora le dieran una apariencia esbelta, pero que hoy, con una panza abultada producto de sus "razzias" por los establecimientos de cocina tradicional toscana -incursiones hechas de pasta y dulces- se ha tornado levemente oblonga.

Y es diabético, pero apenas si hace ejercicio, lo que le está situando en el borde de un inmediato deterioro orgánico previsible: la vista, los riñones, el corazón... Pero no piensa en eso, prefiere vivir su vida y disfrutar de las cosas. Es su manera de vivir, que muy probablemente condicionará su manera de morir. Pero Alfonso es hombre práctico, y seguro que ya tiene decididas sus postrimerías, seguro que ya ha decidido cómo va a morir.

No ha perdido empero Da Vircunglia su coqueteo permanente con el bello sexo opuesto, reverdecido ahora con la atractiva porteña que le acompaña durante el día y alguna que otra noche. Se le han conocido amantes permanentes y ocasionales a lo largo de su vida, que provocaron no pocas tensiones con su legítima, que no descansarían hasta el fallecimiento de esta, de muerte natural, se supone. Al fin y al cabo, Alfonso podía ponerla de forma repetida los cuernos, pero en eso concluía su maltrato. A cambio, su mujer siempre dispondría de una vida regalada. No, Da Vircunglia no se arrepentía de nada, aunque derramara alguna lágrima que otra en el momento triste en que el enterrador arrojaba las consabidas paladas de tierra sobre la caja de pino en la que se encontraba el cadáver de ella. En cualquier caso, se quedaría solo. Sus escarceos amorosos se convertían en patéticos intentos de avance respecto de jóvenes que se le reían a la cara.
Solamente le quedaría el sexo de pago, y este de modo muy ocasional, la edad y la diabetes habían reducido de forma drástica sus expansivas necesidades de antaño.

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