jueves, 13 de marzo de 2014

La ascendente carrera de Salvador Moreno (5)


Moreno no era hombre de grandes enfrentamientos, ni de pequeños. Dejaría el servicio jurídico como estaba y, más como consecuencia natural que por decisión propia, serian los asesores más competentes y trabajadores quienes le resolvían los expedientes, relegando en el protagonismo a los que se enchufaban a su puesto de trabajo para aguantar con la incesante corriente que les proporcionaba la empresa hasta su jubilación.

Dada la excelencia que acreditaba en la gestión, pronto ascendía Salvador Moreno al puesto de director de los servicios jurídicos de lo que todavía se llamaba Instituto Nacional de Industria, claro que en su división naval, lo que no era sino un peldaño desde su anterior puesto en los astilleros españoles.

Cierto era que a Moreno le gustaba calificarse de abogado y empresario. Fue episódico en lo primero, pero en absoluto podría aceptarse esa condición en lo segundo -aunque se tuviera poco rigor en esa adjudicación-. Salvador Moreno se parecía más a un empleado público, eso sí, de muy alto rango, que a un arriesgado emprendedor que suda la gota gorda para pagar las nominas de sus empleados.

No fue tampoco inenarrable la gestión de Moreno en su nuevo puesto, más bien una continuidad con el anterior, y es que pasado el tiempo siempre fugaz de las primeras semanas, el ser humano tiende a volver hacia sus instintos básicos. Y eso hizo Moreno, apoltronarse en su lujoso despacho de madera de caoba y esperar a que su inactividad habitual, unida a su capacidad innata  en no provocar conflictos le condujera hacia más altas instancias.

Entretanto, Cayetana había dado a luz a dos de sus tres hijos. Pero no cejaba en el incesante apoyo a su marido. Y en la extensa red de contactos por ella urdidos se encontraría una vieja amiga madrileña a quien la vida había llevado a casar con un título que además de frecuentar los más diversos salones se  decía que entraba y salía de la Zarzuela como Pedro por su casa. Poco menos que el marido de Adelaida Alvargómez -pues así se llamaba ella-, ponía en conocimiento de Su Majestad los nombres de las gentes que más fieles pudieran resultar a su causa y, en consecuencia, tenía una significativa  influencia en la asignación de los ministerios que consuetudinariamente -se decía- correspondía su nombramiento al titular de la real casa.

Adelaida Alvargómez era mujer de belleza clásica, natural elegancia y cierta -si bien discreta- simplicidad. La frecuentación de los salones madrileños había desarrollado en ella un determinado talento para la frivolidad, cualidad que unida a su portentosa figura la convertían en imprescindible estrella de todo sarao que se preciara de serlo.

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