jueves, 21 de noviembre de 2013

La Garúa de Bracacielo (13)


Las cosas se enfriarían a partir de ese día, pero no para todos. Federico  Barrientos iniciaría un recorrido por diversas fundaciones que le llevarían a conocer distintas instituciones culturales en las que la Fundación Ibarra podría obtener algún motivo de inspiración.
Y por aquello de la cercanía, empezaba Barrientos por el Chillida Leku, un paraje extraordinario enclavado en el caserío Zabalaga, en el guipuzcoano municipio de Hernani.
Poco tiempo y menos explicación debía producirse para que Barrientos se diera cuenta de que poco menos que la familia había puesto el cartel de "En Venta", a la puerta del museo. Bastaba con las palabras de su principal gestor:
- Mi padre ha tenido muchos descendientes. Y ninguno se conforma con saber que es propietario de una fracción de las obras que tenemos expuestas aquí. Quien más, quien menos, todos quieren tener un coche o comprar la entrada de su piso...
Era, una vez más, el previsible conflicto entre artista e hijos que, en el caso de la Fundación Ibarra se acrecentaba en función de los atávicos celos del hijo-artista en relación con el padre, también artista.
Poco servia el caso Chillida para el empeño de la Fundación que se traían entre manos. Fue distinto el caso de la segunda visita de Federico Barrientos, que se desplazaba a las afueras de Pamplona para visitar el museo de Oteiza y entrevistarse con su gestor, Pedro Manterola. Este era un señor encantador que tampoco tenía pelos en la lengua. Amigo personal de Andrés Ibarra, Manterola había conseguido mantener una relación cordial con Jorge Oteiza, personaje difícil donde los hubiera. Y en esa soleada mañana de sábado, el caserío-museo prácticamente vacío, el principal directivo de aquella Fundación desgranaba el elemento esencial que la hacia viable, que no era otra sino su carácter público. Oteiza había hecho donación de su obra a Navarra y su gobierno foral se había hecho cargo de la misma.
Un modelo de Fundación muy alejado de la primera. Si en aquella el componente familiar era básico y el público inexistente, en esta no había familia y sí gobierno.
Pero no terminaba ahí la ronda de fundaciones de artistas. Un viaje a Barcelona le llevaba a la Fundación Joan Miró -un amigo común le había presentado a su directora, Rosa María Malet-. Mucho tiempo después, Barrientos recordaría con agrado aquella conversación. Y era que la responsable de aquel centro cultural pondría la bala en el blanco de lo que debería perseguirse en la nueva Fundación Ibarra: "Andrés es un artista de y en la naturaleza -le dijo-. Deberíais poner el acento en esa característica, porque es la que le singulariza entre todos los creadores contemporáneos".
Pero Malet, eficaz y directa, le aconsejó algo más. Y fue un consejo que se convirtió en guía básica para Barrientos a partir de entonces.
- Cuando Joan Miró decidió crear esta Fundación -dijo Rosa María-, congregó en su patronato a un grupo de amigos que no aportarían gran cosa a los objetivos del proyecto. Y, cuando se unían a él empresas e instituciones, los nuevos llamados empezarían a recelar respecto de los cometidos a desempeñar por los primeros.
La conclusión estaba clara: era fundamental diferenciar amigos de aportadores, por eso Barrientos sugería a San Bonifacio la creación de un Consejo Asesor de la Fundación -en el que se sentarían exclusivamente los amigos- separado del Patronato -reservado a Ibarra y su familia, a San Bonifacio y a las empresas e instituciones que quisieran sumarse al proyecto.
Este seria un aspecto clave en el desenvolvimiento de la idea, y sobre el que volveremos más tarde.

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