lunes, 11 de noviembre de 2013

La Garúa de Bracacielo (10)


¿Y qué se podía decir de los acompañantes habituales de San Bonifacio?
De Federico Barrientos poca cosa, en realidad. Un parlamentario vasco del PP (lo que le acercaba a los peperos abulenses) pero de segunda fila, porque apenas nadie sabia muy bien a qué se dedicaba en la Cámara vasca y apenas salía en los papeles. Que había sido secretario general de ese partido en el Pais Vasco era cosa que muy pocos recordaban, en el caso de que lo hubieran conocido, por supuesto.
Pero un día Barrientos decidía trocar de siglas y pasarse (de modo ignominioso para la iglesia pepera) a UPyD. La política en España es cosa de capillas y no se admite, especialmente en cada una de ellas, que alguien la abandone, aunque lo haya hecho con elegancia, entregando su escaño a la vez que su carnet.
Entonces perdería Barrientos buena parte de su protagonismo anterior en la Fundación, que pasaría ahora a Gowen Barrera.
Pero solo lo haría eventualmente. Barrera era -ya se ha dicho- un tipo simpático, pero sus ideas concluían allá donde las buenas prácticas de los modos sociales debían dejar paso a un cierto talento organizador y de desarrollo. En ese momento, de poco servían sonrisa, afabilidad y aptitudes en la preparación de gin tonics.
Receloso y, por lo tanto, ambiguo Javier Ibarra nunca jugaría un papel reseñable entre los gestores de la Fundación. Más preocupado por su posición artística que por conservar la memoria de su padre, Javier siempre observaría con prevención el desarrollo del proyecto.
Esta actitud se vería con claridad desde el primer momento. Un yerno de San Bonifacio, Raúl Calda, reputado creativo que había impulsado la primera y exitosa campana electoral de "Ciutadan's" al parlamento de Cataluña, se avenía a preparar, "gratis et amore" los signos distintivos de la Fundación.
De modo que Calda desplegaría en la espaciosa mesa-comedor de la Garúa de Bracacielo los papeles que extraía de unas grandes carpetas. El logo de la Fundación giraba en torno de la simpática boina que el artista llevaba siempre puesta. Se trataba de un buen trabajo, en efecto, que contaría con la aprobación de todos los reunidos. ¿De todos? Para decir la verdad, no de todos. Porque cuando se estaba dando la conformidad a lo realizado, se alzaría una voz para disentir:
- No estoy de acuerdo en que se llame así,  Ibarra. Yo tengo el mismo apellido y también soy artista -diría Javier.

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