lunes, 31 de enero de 2011

Ricardo Goyoaga

Me piden que haga un comentario sobre Ricardo Goyoaga, y lo hago con particular agrado.
Se puede decir que conocí a Ricardo prácticamente desde siempre, como se solía decir en mi generación “de pantalón corto”. Hoy, con la generalización del vaquero esa distinción parece no tener sentido, pero entonces sí la tenía, y contemplabas con envidia a tus hermanos mayores que ya estaban autorizados a fumar por los pasillos del colegio, esperaban a las chicas a las puertas de los suyos y usaban el pantalón largo que ya no se quitaban de encima ni en los más calurosos días de verano.
Era en los Jesuítas de Bilbao, ese Indauchu que hoy escriben con “tx”. Un colegio en que los alumnos nos diatribuíamos en clases según el apellido y el idioma extranjero, primero, y según la opción de ciencias o letras, después. Y Ricardo era inglés y científico, mientras que yo lo era francés y de letras. Aún así hubo muchas oportunidades para el encuentro y la camaradería.
De Ricardo recuerdo siempre esa impasibilidad, esa parsimonia, esa tranquilidad con que afrontaba los diversos sucesos. Decíamos de él que era la más viva estampa de la flema británica. Y es que Bilbao ha tenido siempre referencias londinenses, no en vano, buena parte de las verjas que separan las calles de la capital inglesa de sus suntuosas mansiones están fabricadas con hierro vizcaino.
Y decía sus cosas, Ricardo, con una dicción difícil, producto de algún horrible aparato dental que le obligaran a llevar para así enderezar el desigual desarrollo de incisivos y molares.
Pero es que con Ricardo tenía yo un mayor grado de aproximación. Era su madre amiga de la mía y lo sigue siendo aún en la ya infinita distancia que producen los años entre los amigos de siempre, cuando apenas tres o cuatro manzanas de casas están más lejos que un continente del otro, porque nunca más se van a recorrer, porque nunca más se volverán a ver.
Y teníamos también la referencia de Bildósola, que es un pueblo en el que los Gortázar –su familia materna- tenían casa, seguramente “solariega y blasonada”, que decía León Felipe. Y donde la cocinera de mi abuela Pilar tenía su familia y a la que acudíamos a “merendar” –es un decir- después de la matanza en un interminable desfilar de productos alimenticios ante la atenta mirada de los parientes más cercanos de Justa Zubero –así se llamaba esa magnífica preparadora de los más exquisitos guisos cuyas recetas se fueron con ella a la tumba-. Recuerdo que, de niño, esas escapadas a Bildósola constituían para mí una satisfacción inaudita, pero que, andando el tiempo, con la seguridad del hartazgo y la difícil digestión posterior, prefería yo sortear semejante homenaje a Pantagruel.
Pasó el tiempo y la Universidad nos separaba. Después fueron unos años vividos en Madrid. Luego regresé a Bilbao y allí seguía Ricardo con quien en alguna ocasión retornaría también la frecuentación.
Un nuevo paréntesis llegaría en los años ‘80 con mi entrada de lleno en la actividad política y mi posterior matrimonio. Pero andando los años, decidíamos mi mujer y yo comprar un apartamento en el Casco Viejo de Bilbao, y Ricardo, que visitaba de manera asidua ese barrio que diera origen a la Villa, se tomaba su cerveza conmigo cuando nos encontrábamos a la salida del Metro o en esa calle de Navarra que confluye a las 7 calles, previo paso por el Arenal.
Blanca Oraa le invitaba a compartir una copa una tarde de sábado en Bilbao. Fue la última vez que le vi. Ya estaba afectado por su enfermedad que sería terminal, pero yo siempre he tenido la suerte de no darme cuenta de las cosas que no son absolutamente evidentes y esa conversación resultó para mí gratísima. No hacía falta que nos viéramos todos los días, bastaba con que nos reconociéramos en esa breve comunicación y compartiéramos apenas media hora de nuestro tiempo para saber que seguíamos en sintonía y que esa relación marcaba ya de forma indeleble nuestras vidas, por más errantes y diversas que fueran la una respecto de la otra.
La misma Blanca me pidió que diera una conferencia sobre la paz en Bilbao. Antes de eso compartimos un refresco. Fue entonces cuando me contó que Ricardo había fallecido y la impresión que me produjo la noticia fue enorme: cuando caen alguno de tus amigos, la gente de tu generación, se te corta la respiración en una sensación que se diría muy próxima al ahogo. Se van como preludio necesario de tu marcha, son como los trompeteros de la muerte que dicen que algún día tú mismo desfilarás a sus sones dramáticos.
Blanca me dijo entonces que sus últimos meses fueron tremendos, que su carácter se tornó imposible. Pero yo no he vivido esos tiempos cerca de Ricardo, una vez más Madrid impuso una distancia entre los dos. Quizás por eso me quedo con ese muchacho –él siempre lo fue- que era la quintaesencia de la impasibilidad británica cuando los dos vestíamos de pantalón corto.

2 comentarios:

Sake dijo...

Cuando las personas se unen, cuando se alegran de los éxitos del otro, cuando lloran su enfermedad, cuando siempre están, es que resulta que son amigos.

Unknown dijo...

Yo sí compartí buena parte de sus últimos meses.Aceptó el silencio impuesto, aceptó la sentencia de muerte, sufrió una barbaridad,procuró ser autónomo y controlar él mismo su enfermedad,quisó mantenerse vivo y consciente hasta el final y me dio una auténtica lección de dignidad humana.