Escucho la voz aguardentosa de Johnnie Cash recitando su castizo paseo de un domingo por la mañana, cuando las campanas de una iglesia cercana llamando a la oración le recuerdan los sueños del ayer que desaparecen irremediablemente. No desaparecen -sueños y actitudes- para los que vivimos en el País Vasco, lamentablemente.
Ayer mismo, un grupo de asociados a UPyD repartíamos por vez primera en Bilbao panfletos de nuestra organización para convocar a los ciudadanos al acto de presentación de candidaturas que tendrá lugar el próximo día 26 en el teatro Arriaga. La cita de entrega tuvo lugar, primero, en la plaza de Moyúa, junto a la boca del metro; la segunda, en las puertas de acceso a esos grandes almacenes que no se citan, pero a los que acude todo el mundo, especialmente en rebajas y ante la evidente desaceleración -¿crisis?- económica.
Ya hacía bastante tiempo que no había repartido propaganda por la calle. Mis últimos años como militante del PP me situaban en el ostracismo político, de modo que la última campaña electoral -las municipales de 2.007- las pasaba dedicado a otras tareas.
A mi me parece que los repartos de propaganda política resultan uno de los aspectos más interesantes de la vida política. He participado en debates parlamentarios, lo he hecho en dialécticas televisivas o radiofónicas, he dado conferencias de prensa, pronunciado mítines... ¡Veinticinco años dan para mucho! Toda la actividad política me resulta interesante todavía, pero debo reconocer que muchos de los actos -especialmente los pre-programados- resultan en ocasiones artificiales -"de plástico", como decía mi mujer-. No courre así, sin embargo, con la entrega de publicidad política en la calle. Y es que en un país en que cada vez más la política se ha convertido en un experimento de laboratorio, elaborado siempre a espaldas de los ciudadanos, el reparto permite el contacto con la gente, la espontaneidad de la persona que con tu octavilla en la mano te pregunta sobre lo que le has dado y -muchas veces- hace sus comentarios al respecto.
No creo que salió mal. Loyola Careaga -otro de los asociados que tomaba parte en el reparto- me decía que había gente que se paraba a leer con interés lo que decíamos en el dorso del panfleto: el nuestro es un proyecto nuevo y la gente quiere informarse. Es verdad que había también gente que lo rechazaba abiertamente y hasta una señora que, cuando le dije que éramos de UPyD, el partido de Rosa Díez, espetó: "¡Jesús, el partido de Rosa Díez!", como si tuviera que repetir una jaculatoria para mantener al mismísimo Satanás a una prudencial distancia.
Me impresionó sin embargo la actitud de un joven. Moreno, el pelo pegado al cráneo, delgado y de estatura intermedia. No sólo rechazó el papel. Dirigió su mirada hacia mí y de sus ojos surgieron destellos de odio. Un odio de esos que se diría hunde sus raíces en la prehistoria de la humanidad... vasca, en esos dos mil años que presume a veces el lehendakari Ibarretxe que tenemos de edad los vascos. El odio a lo español.
Pero ese odio esconde de forma más que evidente una enorme inseguridad. Detrás de esos ojos inyectados en sangre, esa sangre que alguno de sus amigos han podido seguramente derramar en los cuerpos de la gente inocente, de los ciudadanos de uniforme o sin uniforme, de la gente que ha luchado y sigue luchando por la libertad de todos -incluída la del sujeto aquél que con mirada torva sostenía la mía, impresionado ante la virulencia de su odio... vasco a todo lo que no es como el tipo de vasco que a él le parece genuinamente vasco.
Es la inseguridad ante un mundo abierto que llama a la apertura a las mentes y a las gentes, la desconfianza ante el riesgo, el temor a lo desconocido, la sola confianza en el terruño y el hogar materno falsamente protector. Todo ello envuelto en un orgullo vano, un pseudo-complejo de superioridad y una falsa nostalgia ante los tiempos que se fueron, esos "disappearing dreams of yesterday" que hoy canta Johnnie Cash.
No escribo hoy al chico que me dedicaba ayer unos segundos de su odio. No me va a leer. No le interesa lo que le puedo contar. Pero debo decir que esos tiempos no existieron nunca y que en cualquier caso no volverán. Que el "home, sweet home" sirve para poco más que como motivo de adorno de algunos felpudos en las casas de determinados anglosajones.
Comprendo que es más complicada la globalización y la diversidad que la pequeño aldea y la familia tradicional, es más difícil el mundo que la cuadrilla. Pero es más real y está más en el futuro.
No soy optimista respecto de este muchacho, de tantos otros que como él pasean por los alrededores de los grandes almacenes de nuestras ciudades vascas. Son sus sueños y no son evanescentes.
Quede su odio para él y los suyos. Sobre el odio no es posible construir grandes cosas como la que hoy en día estamos intentando.
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