Aparte de la proyectada Ley de Memoria histórica, el Gobierno catalán está marcando el paso con el proyecto "Memorial Democrático" y otra ley que regulará la apertura de las fosas comunes de la Guerra Civil. en desarrollo del art. 54 del nuevo Estatut.
Estas ideas parten de un equívoco: el de confundir el antifascismo genérico de los años 30 con la lucha por la democracia.
En esos años, hubo democracias en Gran Bretaña, Escandinavia, Bélgica, Holanda y Checoslovaquia hasta su invasión por el Reich.
Y en España, demócratas había pocos. Hasta quienes militaban en el espacio del centro político como Miguel Maura, ministro de la Gobernación del gobierno provisional republicano -lo ha estudiado recientemente su nieto Joaquín Romero Maura, en la reedición del libro de aquel, prologado por este, "Así cayó Alfonso XIII"-. En los meses anteriores a la guerra pedía Miguel Maura el advenimiento de una dictadura republicana.
¿Podía considerarse como democrática al conjunto de la izquierda de entonces? Desde luego que no lo eran -demócratas- los anarcosindicalistas -huelgas generales y 3 intentonas de insurrección ofrecen suficiente testimonio de ello..
Compartía con estos similar desprecio a la "democracia burguesa" el partido comunista, hasta la política de la promoción de los frentes populares alentada desde Moscú.
El PSOE vivió en su seno casi todas las contradicciones por las que atravesó la República. La intentona revolucionaria del '34, desplazados los dirigentes más moderados -como Besteiro y Saborit- y conducidos por Largo Caballero y un desconocido -como revolucionario, no como político- Prieto, que simplemente intentaron descabalgar un gobierno que legítimamente le correspondía a la CEDA.
¿Y qué decir de la derecha? Los monárquicos de Renovación Española no eran demócratas -ni siquiera liberales-, los carlistas pedían el retorno del Antiguo Régimen y el ejercicio absoluto del poder por el Rey, los falangistas se veian seducidos por el fascismo italiano -a pesar de la obsesión de José Antonio por velar la herencia política de su padre, que no fuera sino un dictador militar con poco ánimo de pervivencia-. La derecha mayoritaria -la mencionada CEDA- aspiraba a construir un poder autoritario y corporativo, a la manera del Portugal de Salazar.
Un delgado grupo de demócratas con denominaciones diversas como azañistas, liberales progresistas y conservadores, radicales, democristianos, catalanistas, un sector del PSOE e incluso del nacionalismo vasco -a pesar de que su posición sabiniana le acercaba a buena parte de la ideología carlista por lo mismo que la alejaba de la aceptación democrática.
Claro que si la II República española era el espacio de la confrontación, de la negación del otro... esa no era sino una situación heredada del régimen anterior. Del inmediato y del previo.
Era por lo tanto la Dictadura de Primo de Rivera que sancionaba la conclusión del régimen liberal previsto por la Constitución de 1.876, debida especialmente al principal hacedor de la Restauración, Cánovas. Una restauración que vería los sucesivos reinados de dos monarcas, don Alfonso XII y don Alfonso XIII y de una reina regente, doña María Cristina.
Especialmente me gustaría detenerme en el reinado del hijo póstumo del primero de ellos. Un mandato significativo en la historia de España, pues se sitúa en el ámbito temporal en que se producen fenómenos tan importantes como la definitiva desaparición del Antiguo Régimen, la industrialización, la aparición de la clase obrera y sus partidos representativos; y, específicamente para nuestro país, la pérdida de nuestras colonias y el nacimiento del espíritu regeneracionista, que se extendió como una gran mancha de aceite por toda la geografía nacional.
De Alfonso XIII -como de la práctica generalidad de los españoles de la época- no puede decirse que no fuera un rey regeneracionista, pero sí que no fue un rey demócrata.
Al utilizar la expresión "rey" unida a la de "demócrata" debo hacer una precisión. No me refiero a una supuesta "monarquía democrática" -que sería algo así como una contradicción en sus términos, una cosa y la opuesta a la vez, un oximorón; sino a la convicción de una persona que recibe un poder, no democrático sino liberal, y que lo dirige hacia una formulación democrática. Algo así como, andando el tiempo, haría su nieto, el actual rey; con la diferencia de que, don Juan Carlos recibiría un poder total, carente de instancias de control y su abuelo no, como veremos a continuación.
Y es que la Constitución de 1.876 era -a decir de los especialistas- una Constitución liberal, sustentada en los dos poderes: las Cortes y el Rey.
Prescindiendo de la suciedad de los procesos electorales vividos a lo largo de toda la época. Caracterizados por el encasillamiento, la descarada intervención de los gobernadores civiles, la manipulación de los caciques y -en algunas ocasiones- la compra de votos o la violencia sobre los electores... la soberanía nacional la formaban el Parlamento y el Monarca. Las circunstancias políticas -y la apreciación que de las mismas se hacía desde Palacio- determinaba el momento oportuno del cambio de gobierno. El rey nombraba como primer ministro al jefe de la mayoría conservadora o liberal -opuesta a la que hasta ese momento estaba en el poder- y le entregaba el decreto de disolución . El "encasillado" haría el resto del trabajo. Obtenida así la mayoría, el Gobierno gobernaba y el rey ejercía el poder moderador, hasta que se produjera la siguiehte crisis ministerial.
Este sistema turnante -al que también se le denominaría como de "turno de partidos"- operó sin mayores problemas con los dos primeros monarcas y con don Alfonso XIII hasta el año 1.909, con ocasión de la "semana trágica" y la caída del "gobierno largo" de Maura, de cuyo inicio este año cumplimos su centenario.
Nombres como Sagasta, Cánovas o el propio Maura significaron, hasta 1.909, una forma de hacer las cosas.
Hay un cambio de rumbo a partir de 1.907. No es cuestión de analizar ahora las circunstancias que motivaron la "semana trágica" de Barcelona. Para quienes tengan interés en el asunto recomiendo el ensayo seminal de Joaquín Romero Maura "La rosa de fuego" y -para que no se me vea demasiado el plumero, con tanta cita familiar- de la excelente novela de Eduardo Mendoza "La verdad sobre el caso Savolta".
Una gran campaña internacional seguiría al proceso y posterior ejecución de Francisco Ferrer Guardia. La misma campaña que en España daría lugar al "Maura no" y a la reacción del "Maura sí" y el nacimiento del maurismo, un movimiento de ideología difícilmente clasificable.
Una vez que don Alfonso cedía a la presión internacional y cesaba a un gobernante que disponía de mayoría absoluta parlamentaria, le ocurría como a los votantes tradicionales de un partido cuando han depositado la papeleta en favor del partido contrario: una vez que el voto no les quema entre los dedos y ni siquiera el presidente de la mesa le mira con mala cara, ese elector le ha perdido el miedo al "pecado" y está dispuesto a convertirse en recurrente pecador.
Y esto es, poco más o menos, lo que le pasó a don Alfonso: observó que ejercer la política concreta -directa y cotidiana- no exigía pago de peaje alguno y, simple y llanamente, lo convirtió en un juego. Intervenía en los nombramientos -especialmente en los que afectaban a los militares-, dirigía personalmente los hechos de guerra -Marruecos- o pretendía vincular la política internacional española respecto de Europa a su parentesco y relación con las casas reales existentes en el viejo continente.
Algunos dirigentes políticos no quisieron seguirle la gracia y sencillamente los orilló. Ese hecho daría lugar a los llamados "idóneos" del partido conservador, capitaneados por Dato hasta su asesinato o el buceo regio por entre las diferentes familias liberales, después del también asesinado Canalejas, con saltos que iban desde Moret a Romanones, hasta que consiguió deshacer en mil pedazos la clase política de la Restauración. Muchas veces -es preciso subrayarlo- contando con el concurso de unos políticos mediocres, ahítos de favores regios y siempre dispuestos a satisfacer las veleidades del monarca.
No tuvieron mucho recorrido las políticas alfonsinas de atracción del republicanismo de la época. Don Miguel de Unamuno acabaría vituperándole desde su exilio en Hendaya -según carta que escribiría a Gregorio Balparda y a la que hago mención en mi historia novelada "Ultimos días de agosto". No tuvo mejor suerte que el escritor bilbaino el republicano astur Melquiades Alvarez, a quien -como al primero de ellos- haría don Alfonso vagas promesas de democratización de su régimen que nunca cumpliría. Álvarez sería hecho prisionero a lo largo de la guerra y uno de los ejecutados en el triste episodio de Paracuellos
Los últimos gobiernos de concentración y de unidad nacionales de Maura, que este asumiría por mero patriotismo y de acuerdo con su lema: "por mí no quedará", no podrían ya recomponer los cristales rotos de un régimen destrozado ya. El propio Maura calificaría gráficamente a estos gobiernos presididos por él de "monsergas".
Había sido el paso de los gobiernos constitucionales a los gobiernos palatinos -según expresión de Santos Juliá- en que las crisis se calificaban de "orientales", pues se cocinaban inevitablemente en el Palacio de Oriente.
Luego advino la dictadura, en 1.925, que era ya el autoritarismo en estado puro. Una dictadura que algún historiador complaciente con la dinastía, pero seguramte poco cercano a la verdad histórica, ha pretendido desmentir que ocurriera con el expreso apoyo del rey. Este, que en su primer viaje oficial a Roma con el dictador, presentaba al general Primo de Rivera al rey Víctor Manuel como "mi Musolini".
Alfonso XIII representó, como pocos, el escenario de "una de las dos Españas". No fue el único, como queda dicho. Pero él tuvo la oportunidad de derivar su concepto de regeneración hacia la democracia y no lo hizo. En lugar de eso, su deriva fue intervencionista y autoritaria.
La otra España fueron ya las dos del poeta, los españoles en confrontación y rechazo que combatirían en la guerra civil.
No me detendré mucho en reconocer la legitimidad del régimen republicano, de la Constitución de 1.931 y del gobierno del Frente Popular. Es evidente, por lo tanto, que el llamado "Alzamiento Nacional" fue una insurrección contra el poder legítimamente constutuído, un golpe de estado, cruentísimo además.
En términos históricos y sociológicos la guerra civil expresa el fracaso de los españoles en compartir un proyecto común, la incapacidad siquiera del reconocimiento del otro como sujeto de criterios a valorar, la incompatibilidad radical y furibunda.
En 1.986 -50 años después del inicio más bárbaro de nuestra contienda- 11 historiadores españoles de ideologías diversas y procedentes de regiones y nacionalidades diferentes, pactaron un texto para TVE que se dividió en 30 capítulos de una hora.
Me pregunto si ese pacto sería factible hoy.
En el último capítulo de la serie se viene a utilizar la expresión "vencer a la guerra", como la tarea a realizar, como la tarea que se estaba entonces realizando en España.
Hoy ya no es posible la repetición de la guerra. Pero sí lo es que, al amparo de su evocación histórica, se utilice la guerra para repetir una de sus causas: la marginación de la otra España.
Y en eso reside el error. No porque peligra la paz sino porque se pone en peligro la convivencia entre las expresiones políticas.
No es la calle el espacio de la confrontación de las ideas, sino el Parlamento. Y no tiene sentido la evitación del diálogo desde el poder con la oposición para conducir al consenso, y en lugar de eso articular heterogéneas mayorías alternativas que sólo expresan la marginación de quien representa cerca de la mitad del voto emitido.
Se trata de un mal ejemplo de una peor práctica. Por el momento nada más.
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