Existe una tendencia cierta a reclamar de la historia unas determinadas enseñanzas que nos sean útiles para comprender el porqué determinados acontecimientos del presente hunden sus raíces en otros que acaecieron en el pasado. A través de ese procedimiento, muchas veces nos abatimos en la melancolía de los que consideran que esa raíz de lo que nos ocurre conduce a una inevitable concatenación de hechos, y -lo que resulta peor- carece de solución. La historia, y es inevitable por lo que parece, se repite siempre.
Pero es preciso advertir que no existe, ni tal ominoso presagio, ni fue necesariamente inevitable que los sucesos que ocurrieron antaño se hubieran producido del modo en el que acontecieron. Habría entonces que revisar la cita clásica que afirma que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla. La historia sólo nos habla de lo que ocurrió en un determinado momento, y hasta cierto punto, porque la contaminación ideológica ya ha puesto en danza la idea de que existen historiadores de derechas, de izquierdas y aún historiadores nacionalistas, que se prestan, muchos de ellos, a sumarse al coro de los paniaguados en el que figuran también periodistas, tertulianos, medios de comunicación, empresarios, funcionaros… que establecen como categoría previa la de conceder la razón a los partidos que establecen paradigmas a los que sirven más o menos de manera servicial. La voz de la historia, en muchos casos por lo tanto, depende de quién nos la cuenta.
Lo decía Manuel Cruz, en El gran apagón. Lo que ocurre no es tanto que la historia se repita en sus errores, sino que somos nosotros mismos los que nos empeñamos en cometer los mismos desaciertos. Nos ocurre como cuando nos enfrentamos a las nuevas tecnologías y queremos obtener alguna respuesta para conseguir que funcione cualquier artilugio, una app del móvil, por poner un ejemplo. Somos conscientes de que en la medida en que sigamos haciendo lo mismo, no encontraremos sino la misma respuesta por parte del artilugio; sólo si modificamos lo que estamos haciendo podremos obtener otro resultado, entre el que se incluye que funcione adecuadamente, antes de demandar el consejo de un experto.
Además, y siguiendo la opinión tantas veces repetida de Karl Marx, que seguía en ésta la idea formulada por Hegel, "La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”.
¿Sería entonces una tragedia lo que ocurrió en 1898 y una farsa lo que nos está ocurriendo ahora?
Yo no soy un historiador, pero quizás sea inevitable para responder a esta pregunta situar las cosas en su referencia histórica. La pérdida de nuestras últimas colonias en 1898 no se produjo en el vacío. Había venido precedida por la independencia en los territorios conquistados por el Reino de España a lo largo del siglo XIX. Colombia (1810), Paraguay (1811), Argentina (1816), Perú (1821), Méjico (1821), Venezuela (1823). Que se produjera la independencia de Cuba, de Filipinas y de Puerto Rico, no era algo singular en todo un proceso de conclusión de nuestros antiguos virreinatos en las Indias, aunque tampoco se puede hablar en puridad de una auténtica independencia de estas dos últimos provincias ultramarinas , ya que respondían al designio del presidente Monroe que proclamaba que América era para los americanos. De modo que, compartiendo esta teoría, y apoyado por el magnate de la prensa, Hearst, que ideó la fake new según la cual el Maine había sido hundido por los españoles, el presidente McKinley iniciaría la campaña bélica que tuvo como consecuencia la expulsión de nuestro país de aquel territorio. Tanto Cuba como Filipinas serían inmediatamente integrados en la órbita estadounidense, como también lo sería en 1898, Puerto Rico -en éste último caso como Estado Libre Asociado.
Resultara preciso igualmente citar la opinión del profesor Varela Ortega, según la cual detrás de la actitud defensiva española se encontraba la posición de los militares que habrían amenazado con el golpe de estado en el caso de que los políticos decidieran no repeler la agresión,
Lo que sí se produjo en 1898 fue una consternación general nacional, una especie de sensación de descuajamiento de nuestra identidad, la de asumir que nos habíamos dormido durante mucho tiempo en los laureles y que no teníamos más remedio que operar grandes reformas en nuestro propio territorio peninsular si queríamos resultar merecedores de un futuro medianamente halagüeño.
En la guerra fini-colonial combatimos valerosamente. Algunas fuentes señalan que dejaron en Cuba su vida 63.000 soldados. Y ahí está el caso del almirante Cervera, por ejemplo, y de tantos otros militares que regresaron a España, donde realizaron gestiones de todo tipo, que pasarían también a la historia. Los nombres de los militares asociados a Cuba se contienen en numerosas referencias de nuestros antecedentes como nación. Cuenta el historiador Tomas Pérez Vejó que, de los cincuenta y cinco ministros de la Guerra quë hubo en España entre el inicio de la primera contienda cubana (1868) y el fin de la Restauración (1930), treinta y y cuatro fueron generales veteranos de las guerras de Cuba.
Quedaría de la desazón por la pérdida de nuestros últimos dominios en ultramar -como objetos depositados en las playas después de una tempestad- una actitud intelectual y política que llamaba a la regeneración de nuestro país. Una idea que algún historiador ha denostado como una solución errónea de los problemas nacionales, que, a juicio de quienes así opinan, ya se encontraban encauzados a través de la fórmula preconízala por Canovas que se contenía en la Constitución de 1876, y que tuvo vigencia hasta el año 1923, con el golpe de estado que daría paso a la señalada dictadura de Miguel Primo de Rivera. La pérdida de las últimas colonias era ya inevitable, en esa opinión, y España ya se estaba ordenando interiormente.
Cualquiera que sean la interpretación histórica, es lo cierto que el regeneracionismo resultaría transversal en España. Desde el Rey Alfonso hasta los intelectuales, economistas y políticos, existía todo un país que clamaba por esta renovación de la vida del país.
Por lo tanto, la crisis de 1898 tuvo causas endógenas, derivadas ellas de una nación que, como definió con acierto don Francisco Silvela “España carecía de pulso” -oración periodística que publicara precisamente en el año 1898-, una formulación que, por cierto también, sería seguida por don Antonio Maura, en especial en su “gobierno largo” de 1907 a 1909, y que concluiría de manera abrupta con la semana trágica.
Pero hubo causas exógenas, como lo fueron la pérdida de los últimos dominios con los que contaba España. Y que, como diríamos hoy, se retroalimentaban mutuamente con los motivos endógenos últimos . Unos y otros ponían de manifiesto la debilidad de España y la necesidad de repensar el papel de nuestro país, no sólo en el mundo sino en nuestro espacio interior.
A señalar también que a a la suma de cuestiones a añadir al compendio de los problemas nacionales, el surgimiento de los nacionalismos, siguiendo la vieja lógica de que, cuando falla por su debilidad un proyecto de país, se fortalecen los particularísimos identitarios, como ocurre con el dicho por el cual “a perro flaco todas son pulgas”.
Una sensación de pérdida de nuestra, sin embargo plural, identidad como nación se produjo en España como consecuencia del procés soberanista en Cataluña en el año 2017. Un supuesto seguramente más homologable a la crisis provocada en 1898 que la situación actual.
No existen hoy razones de un tipo ni de otro. España no ha perdido territorio, aunque la amenaza de Marruecos sigue presente en Ceuta, Melilla y las islas Canarias; quizás aún más si el desenlace de la guerra en Ucrania legaliza el uso de la fuerza en la conquista de una parte el país que corresponde a la soberanía de otro Estado. Todo ello sin perjuicio de que aún España sigue siendo, de acuerdo con las ahora tan denostadas Naciones Unidas, la responsable del territorio no autónomo, pendiente de descolonización, que es el Sáhara Occidental.
España se encuentra inserta en un proceso de crisis europea, del que no sabemos todavía si saldremos de alguna manera. Antes Europa era -según Ortega- el problema, y Europa la solución; ahora España es parte de la solución -o de la no solución a los nuevos retos que se nos plantean.
No existen por lo tanto razones exógenas que nos indiquen que España se encuentra en una crisis de la que sólo podrá salir por sus propios medios. Y en cuanto a las endógenas, el actual gobierno -digámoslo claramente- populista, por lo tanto polarizador y divisor de los españoles -será preciso recordar la idea del muro de contención que estableció el actual presidente del gobierno-, colonizador de las instituciones -especialmente activo en contra de la independencia del poder judicial-, un gobierno que ejerce con o sin el apoyo del parlamento, que incumple la ley -véase la falta de presentación de los Presupuestos, el abuso de los Reales Decretos, la instauración de las Proposiciones de Ley para hurtar los controles de los organismos consultivos… unido todo ello a la consideración del Estado en un terreno propiedad del gobierno y de su partido, con la correspondiente extensión de los casos de corrupción que hoy investigan los tribunales,,. y no mencionaré más supuestos para no aburrirles a ustedes-; será también preciso advertir que no existe por parte de la oposición más proyecto que el de que el actual presidente convoque elecciones para que quienes hoy se oponen gobiernen mañana -cosa que tampoco tienen garantizada- . No existe un proyecto alternativo, menos aún una idea de regeneración democrática. Y hasta cabe que, una vez en el gobierno -si llegase el caso- el PP pudiera aprovechar gran parte del camino recorrido por el PSOE.
La intelectualidad tampoco se manifiesta partidaria mayoritariamente de la regeneración democrática. Se trata de un campo dividido también en la polarización presente, de modo que los hay que apoyan a un partido, los hay que lo hacen al otro, y los escasos intelectuales independientes que existen no parece que vayan por ese registro precisamente. Sobra decir que en relación con el mundo de la empresa acontece buena parte de lo ya afirmado.
¿Y la ciudadanía? Lo primero que habría que saber es si existe realmente tal cosa en nuestro país, o si, existiendo ésta, constituye sólo una minoría. Los electores, más allá que el ejercicio del voto cuando son llamados a ello, se preocupan solamente de sus problemas familiares y profesionales, de manera que no ejerce esa presunta ciudadanía como fuerza de contención de los excesos políticos.
Y tampoco cabe decir que todos los males de España proceden del actual gobierno. La verdadera raíz proviene de los atentados del 11-m de 2004 y del comienzo de la era Zapatero. Entonces fue -según creo- cuando de verdad empezaba a estropearse España, en la pregunta que formulaba el personaje de “Conversación en la Catedral” de Vargas Llosa.
Y continuando con nuestra historia reciente, sólo la crisis de 2008, que tuvo su causa en la de Lehman Brothers, agravada por la crisis local de la corrupción y las Cajas de Ahorro, supuso un cambio en las prioridades políticas de los españoles, y la emergencia de dos partidos políticos, uno en el ámbito del populismo de izquierda, otro en el del liberalismo.
Y, provisionalmente, diré que no creo que exista un momento ni siquiera similar a ese de 2008 hasta que la experiencia del PP confirme a sus seguidores de hoy que su alternativa no lo es tal y que sus insuficiencias nos deparen otro tipo de soluciones. Una experiencia alternativa -o alterna- que bien podría verse acompañada por una crisis económica y/o de redistribución presupuestaria derivada del actual conflicto bélico en el Este de Europa. Todavía no ha regresado a nuestro vocabulario político la idea de la regeneración.
Tampoco el horno de la política internacional está para construir, por el momento, bollería moderada. Y el proyecto europeo tendrá que demostrar que se encuentra a la altura de lo que demandan las circunstancias,
Concluyendo con todo lo que acabo de exponer, no se puede decir que España se encuentre ante una nueva crisis de 1898, pero sí que la actual crisis puede definirse como una crisis sistémica. Según ella, el país se encuentra en subasta privada a la que se ha convocado a pujar a los enemigos de España. Una subasta que no sólo pone a la venta jirones de la soberanía nacional (ahí está el caso de la inmigración), sino que se instala en el combate a la independencia del poder judicial (a la que algunos jueces se resisten), la colonización de las instituciones, el desprecio de los organismos de control, el control -eso sí- de los medios de comunicación, la corrupción… una crisis sistémica de la que es modelo de subastador Pedro Sánchez y de beneficiado de la misma el presidente del gobierno y su ex-ministro de Fomento y principal valedor, José Luis Ábalos (que presentaría la moción de censura contra Rajoy, alegando la corrupción que se había instalado en el PP). Una crisis sistémica que es además una crisis de moralidad y de valores, porque no hay criterio ético ni de moral que haya quedado en pie y porque estamos en el tiempo de que todo vale para la obtención y permanencia en el poder.
Una crisis que remite a la crisis de la Constitución de 1978, ayuna ya del apoyo de un partido, el socialista, que, sí se dirige en alguna dirección que no sea el mantenimiento del poder, no es la que señala la Constitución. Y de un partido, el Popular, que aún nadie sabe muy bien qué quiere o qué puede hacer en el caso de que los electores le lleven al gobierno.
Porque la Constitución se refiere al apoyo de los dos grandes partidos y al consenso, en eso que Cánovas definía como Constitución inmanente, ésa que se encuentra más allá de su texto y que lo impregna. Y de esa inmanencia apenas queda nada, que no sea la figura simbólica y moderadora de la Corona, que, sola y sin asistencia, apenas puede gran cosa más que clamar en el desierto.
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