domingo, 9 de marzo de 2025

El populismo, ¿arma arrojadiza o categoría política?

 Hay algunas gentes que se han instalado en la idea de que el populismo se aplica en exclusiva a las izquierdas. En consecuencia, no existiría en puridad un populismo de derechas. Quienes así se manifiestan, consideran que determinados gobernantes y dirigentes políticos que se sitúan en la derecha -Trump, Orban, Meloni, Le Pen o Santiago Abascal en nuestros pagos- no son sino liberales. Apurándoles un poco dirían que son ultra-liberales, pero en ningún caso populistas.


Convierten así, pervirtiéndola, una definición política en un arma que arrojar a los contrarios. Como quiera que ellos son… otra cosa, los verdaderos populistas, gentes peligrosas a combatir y a batir, son los que no se sitúan en su ámbito político. De manera que no hay un populismo bueno y otro malo, es que sólo existe uno, y es perverso.


Supongo que una tesis semejante procede de forma muy significativa del grado de polarización que están atravesando las sociedades occidentales, y de la que la política española no sólo no constituye una excepción, sino que va siendo un paradigma de los tiempos actuales. Y como síntoma de lo que afirmo podría citar el caso del socio del PSOE en la Internacional Socialista, el SPD alemán, que seguramente pactará una nueva gran coalición con el conservadurismo cristiano-demócrata, con el fin de evitar el pacto de ambas formaciones políticas con el populismo de la derecha -AfD- y de la izquierda -Die Linke-. Una coalición que, por cierto, resultaría enormemente beneficiosa en España.


La polarización divide de tal forma a las sociedades que parecería que no hay más remedio que situarse en alguno de los ejes del arco polarizado. Y a partir de la elección adoptada, sustituir el sustantivo por otro que resulte más políticamente correcto: la izquierda o el liberalismo, por ejemplo.


Más allá de la desvirtuación que proponen los que militan en esos pagos, hay que decir que se han ofrecido diversas definiciones de las políticas populistas, la más habitual es la que proponen quienes las predican soluciones en exceso simplistas a problemas que son complejos. Es así seguramente. Yo añadiría una razón que no contradice la mencionada definición, sino que la complementa. Se trata de lo que en una ocasión le oí decir a la líder del Partido Radical italiano, ex-comisaria europea y ex-ministra de Asuntos Exteriores de su país, Emma Bonino, y es que se está produciendo en las democracias occidentales un retorno en la admiración por los hombres -o mujeres- fuertes. Una admiración que, por cierto, sienten también estos mismos hombres fuertes en relación con los que demuestran firmeza, aunque los pagos ideológicos no sean los mismos. Además de las kermeses internacionales que reúnen a los lideres de la derecha populista, como la recientemente organizada por Vox en Madrid, no se oculta la buena relación que Donald Trump mantiene con Putin o, incluso, con el presidente de Corea del Norte, Kim Jong-Un.


Y es precisamente esta admiración por los hombres fuertes la que se corresponde con un ejercicio de las políticas que estos líderes vienen practicando. En especial el desprecio, cuando no su conculcación o simple eliminación de cualesquiera límites que pongan en cuestión su ejercicio del poder: la oposición, la judicatura independiente, los medios de comunicación contrarios a sus tesis, los órganos de control… 


En algunas ocasiones, no son capaces algunos de esos dirigentes de ejercer su gobierno de esa misma forma, los controles establecidos por sus propios sistemas se lo impiden, pero esa situación sólo les produce la melancolía de quienes quisieran parecerse a los más sátrapas de la cofradía de la satrapía y andan buscando, como Diógenes con su candil, la manera de burlar los impedimentos que les podían conducir a un poder omnímodo.


En esa fascinación se contiene buena parte de la semejanza entre un populismo de derechas y otro de izquierdas. En la admiración y en el rechazo de la democracia representativa como fuente de buena parte de los males que nos acechan. Y del derecho internacional, que trata -con muchas dificultades- de evitar la aplicación simple y llana de la ley de la selva en la esfera global, que fue un elemento principal de organización del orden internacional después de la Segunda Guerra Mundial.


Porque el populismo -sea de derechas o de izquierdas- es eso, la mera aplicación de la ley del más fuerte, el retorno por lo tanto a las épocas medievales en las que el derecho de conquista se abría paso en los cañones que portaban los arcabuceros en las guerras, y en la escala más local, el regreso a la tribu, como expresión del único espacio de protección que le quedaba al ser humano.


No importa, insisto, que los populistas desarrollen programas expansivos del gasto público o que enarbolen la motosierra de Milei en contra del despilfarrador gasto público. Lo sustantivo es que para ellos la democracia es en muchas ocasiones un inconveniente a esquivar, porque, nimbados como se encuentran por una especie de halo divino, ellos saben más, entienden mejor a sus pueblos y disponen de la varita mágica que les conducirá a la tierra prometida. 


Por eso, frente a la práctica de la amenaza y del rodeo de las instituciones, conviene el reforzamiento de la razón y la apelación a la fortaleza del estado de derecho como procedimiento de contención de esas prácticas políticas viciadas. Porque son los controles democráticos -en especial un poder judicial independiente, como estamos observando en muchas latitudes, los que nos hacen más libres, nos permiten abandonar la tribu, nos acercan a conseguir mayores espacios de libertad y a aspirar a una felicidad que no dependa en exceso de los controles a los que se nos somete a diario por las más diversas instancias. 


Y es que el ejercicio de la democracia directa y limitada que, en ocasiones define al populismo occidental, con medios de comunicación adocenados, la libertad reducida a la mera práctica del derecho de voto, los jueces amordazados y la ciudadanía anulada por la única preocupación por la subsistencia, constituyen, todas éstas, el ditirambo de un elogio al retroceso que es preciso combatir. Nos va mucho en ello.


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