domingo, 2 de marzo de 2025

La nueva vida de Dylan

En una de mis recientes entradas de este blog les hablaba de Marta, una joven abogada que trabaja como becaria en un despacho de la capital. En una mesa contigua a la de Marta se sienta un joven que se llama Dylan. Se trata de un muchacho que nació en Ecuador, pero que muy pronto llegaría a España acompañando a sus padres.


Dylan es un joven que se diría nacido de pie. Su simpatía resulta arrolladora, contagiosa. Su sola presencia define en su entorno una atmósfera de alegría empática quë irradia a todos los que con él se relacionan.


Su madre, de nombre Luz, sería muy pronto abandonada a su suerte por su pareja, un hombre inconstante que se buscaba el abrigo de otros brazos más jóvenes y con menores compromisos que los de la mujer que traía a España. Así que Luz tendría que sacar adelante a su familia -a su hijo y a ella misma-, a base de fregar escaleras y de empleos agotadores de asistenta doméstica, en unas jornadas de trabajo que parecían no tener fin.


Luz tendría sin embargo el apoyo permanente, y no sujeto a tasa alguna, de una hermana suya, que regentaba un bar junto con su marido -éste último llevaba la cocina del establecimiento-, y de una hija del matrimonio, prima por lo tanto de Dylan. Era, la hermana de Luz, quien hacía las recomendaciones que ésta aceptaba para encadenar pequeñas remuneraciones, todas ellas en dinero negro: carecía la mujer de permiso de trabajo en España.


Y Dylan observaba con atención el cuadro de una familia en la que las apreturas se veían siempre compensadas con un fuerte sentimiento de solidaridad -si se exceptúa de esta afirmación el carácter egoísta de su padre, a quien, por cierto, apenas veía, y de quien no procedía ninguna ayuda para su educación y subsistencia.


Contribuía -como podía- Dylan, en sus primeros años de estudiante a las necesidades de su madre, prestando su concurso en los recados que Luz le encargaba. Llevaba paquetes de poco peso, recogía algún que otro pedido, se encargaba de la compra en el supermercado, y hasta limpiaba el bar o, si lo requería el caso, servía coca-colas y cañas en el establecimiento de sus tíos cuando el trabajo acuciaba y nadie más podía encargarse de aquellas tareas. Y no por eso desatendía sus estudios, en los que, sin aparente dificultad, obtenía muy buenas calificaciones


Concluida su preparación primaria, Dylan pasaría a la titulación universitaria. A él le habían apasionado siempre las películas y las series televisivas de abogados y juicios, y en su fantasía se veía algún día informando en un juzgado acerca de algún caso delictivo de relumbrón,


Pero muy pronto descubría que esos asuntos le pondrían más bien en contacto con ese heterogéneo grupo que componían los chorizos, pandilleros, camellos de menudeo y okupas… cuando no de proxenetas, pederastas o productores de malos tratos. La posibilidad de defender a políticos corruptos tampoco le cautivaba en exceso, pero había que reafirmarse en la expresión de quë todas las gentes tienen derecho a la defensa, y que la presunción de inocencia debía imponerse a las condenas mediáticas,


Sucedía además que el mundo del derecho penal era un terreno, necesario en la práctica jurídica, pero no el más brillante y mejor remunerado. Dedicarse a esos asuntos era animarse a veces a recibir principalmente encargos de oficio, mal pagados e intensos en la relación con unos clientes que tomaban su asesoría jurídica y su criterio profesional con la idea de que estaban los abogados hasta tal punto a su servicio que no les ahorraban a éstos ni una sola de sus inquietudes. Hubo un compañero que le refería un día que una cliente le había solicitado que la empadronara en su casa…


Así que Dylan optaría finalmente por el derecho mercantil. Pero antes de eso había que terminar sus estudios universitarios. Una formación teórica que compartía el muchacho con una cada vez mayor implicación en el mundo del trabajo hostelero. Contiguo al bar que regentaba su tía, y en el que el joven seguía colaborando, había un local vacío, que se encontraba bastante deteriorado por la ausencia de uso. Y Dylan, a quien no le resultaba ajeno el sentido de iniciativa empresarial, convencía a su familia para que negociaran una renta razonable y lo adecentaran para hacer de él un restaurante… italiano. La pasta, la pizza y el carpaccio eran los platos que prefería el muchacho, y se había especializado en su preparación en los pocos tiempos libres que le dejaban sus estudios y las ayudas que prestaba a sus familiares


“La Carbonara”, le pusieron como nombre a la trattoria. Y a base de esfuerzo, calidad de producto y la habitual simpatía que derrochaba, Dylan, se fue haciendo un hueco el comedor en aquella zona popular de Madrid, donde todos los domingos y festivos se abría un mercadillo aledaño a la Plaza de Castilla.


De modo que, cuando concluía su horario de trabajo, el joven se precipitaba hacia el establecimiento hostelero de su familia, que él administraba y velaba, hasta que, llegada muchas veces la madrugada, y los últimos clientes habían concluido la consumición de sus limoncellos o sus gin-tonics.


Y observaba también  cómo, dispersa en sus gestiones, Marta apenas hacía otra cosa que mover los expedientes de un lado a otro. “Marta -le decía-. Lo poco que sé de la vida es que el tiempo es lo único de lo que podemos disponer… y eso sólo a veces. Es importante no perderlo…”


Pero Marta le oía, pensando que el ecuatoriano ése estaba chalado. ¿Para qué dedicar tanto esfuerzo a las cosas cuando apenas te reportan alguna pasta…?


“Pasta” dineraria, se entiende. Pero Dylan pensaba que, según la estimación de resultados que se iba produciendo en “La Carbonara”, muy pronto recuperarían el dinero invertido y entrarían en beneficios.


Y en el despacho estaba bien considerado. Le renovarían contrato, esta vez no como becario, sino como titular. Y el camino a que lo hicieran socio de la firma estaba también expedito.


Y además le había echado el ojo a una chica que le proporcionaba materia prima para la trattoria … y la ilusión de un amor compartido se abría paso para un futuro que Dylan estaba preparando con empeño e ilusión,


De modo que el muchacho no tendría nunca, ni siquiera la intención, de regresar a Ecuador. Quizás sólo de visita. España y Madrid se habían convertido en su motivo de batalla y el ámbito principal de sus satisfacciones.