Transcurre el tiempo. Vemos pasar las estaciones. Ya terminó el invierno. Y los calores a veces insoportables están cayendo sobre nosotros como el fuego de una maldición bíblica. Por supuesto que mitigada por los aparatos de aire acondicionado, siempre que podamos pagarlos.
Pasa el tiempo. Y a veces pensamos que no pasa éste por nosotros. Pero ¡vaya que si pasa! Sentimos el frío en nuestros huesos como no lo advertíamos apenas en nuestra juventud, cualquier esfuerzo nos cansa, cualquier dolencia se convierte en recurrente. Nos estamos haciendo viejos. Aunque creamos que no es así, hasta que un voluntarioso y amable joven se levanta de su asiento en un transporte público para ofrecérnoslo.
Y entonces, cuando ya hemos advertido que el tiempo se ha apoderado de forma inexorable de nosotros, empezamos a pronunciar la palabra que apenas sí salía de nuestros labios. "No". Porque antes de eso nos apuntábamos literalmente a un bombardeo.
Y era que nos sobraba lo que apenas tenemos ahora. Teníamos todo el tiempo del mundo. Ahora sabemos que se nos escapa de las manos. Y por eso decimos que no. Empezamos por la pereza. Le seguirá el cansancio provocado por esquivar la placidez de la rutina. Pero ahora decimos que no porque sentimos que ya no nos compensa cualquier tipo de esfuerzo que no entra en nuestras costumbres. Nos agota la sola idea de pensar en otras posibilidades, de conocer -e intimar con- a otras gentes, de trastocar nuestra comodidad con otros hábitos.
Y nos planteamos entonces abandonar la mesa de juego y a los jugadores que allí se sientan. "I'm leaving the table", decía Leonard Cohen. "I'm out of the game". Quizás porque estaba preparado para la salida perpetua de este mundo. Pero uno no se marcha de la noche a la mañana. Salvo por decisión propia, cuando se da cuenta de que la vida ya no le reporta beneficio alguno. Que cada día será peor que el anterior. Que no merece la pena…
Nos ocurre como decía Proust de su “tante” Leonie. Un día decidió no volver a pisar la calle. Otro día se resolvió a encerrarse en su habitación. El siguiente a no abandonar su cama. Y desde allí seguía las informaciones que le proporcionaba su ama de llaves sobre lo que ocurría en la calle. “Tante” Leonie falleció en su cama, de la que no se había movido apenas en años.
Lo que sucede entonces es que te levantas de la mesa. Empujas la silla e inicias tu retirada. Pero no lo haces con un solo paso ni en un solo instante. Vas retrocediendo. Quizás pensando en si te compensará la molestia de recuperar tu sitio en la mesa. Aunque enseguida resuelves que no. Y en muy poco tiempo estás fuera. Totalmente. Y ya nadie te espera porque han ocupado tu puesto. Hasta entonces considerabas que tu entorno y tú se encontraban ligados de manera inexorable. Pero muy pronto adviertes que la partida se sigue jugando aunque tú ya no formes parte de ella.
Por ese motivo conviene pensar si es mejor aguantar a que alguien distribuya de nuevo las cartas. Porque la derrota está en uno mismo. Sobran los demás. Y si abandonas en la vejez nadie te lo agradecerá. Unos porque piensan que ya has aguantado bastante, otros porque siempre sabrán más que tú. Lo que es la misma idea, aunque formulada de distinta manera.
Y aunque muchas veces te digas, con el poeta, "no puedo más y aquí me quedo"; hay una llamada a la responsabilidad que también hacía Goytisolo: "Otros esperan que resistas, que les ayude tu alegría, tu canción entre sus canciones".
Por esas y otras razones, si aún puedes, te fluyen las ideas, y el físico aguanta a pesar de los achaques que ya te acometen -y los que llegarán antes de que te des cuenta—… si te sientes vivo, no arrojes la toalla. Ni dejes que la tiren por ti. Si te sientes vivo, lee, pasea, escribe, aconseja si te piden consejo -nunca si no te lo piden- o dedícate a la papiroflexia. Pero vive. Es muy corta la vida como para darla por cerrada, porque además de ser viejo (los espejos no engañan, decía Leonard Cohen) más vale no sentirse acabado también,
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