Vivimos tiempos de polarización política, quizás como pocas veces los hemos conocido a lo largo de nuestra historia. Y una de las características de esta situación se resuelve en la apropiación de las instituciones a cargo de las mayorías políticas que dominan unos u otros gobiernos. Y si ya a nadie le sorprende la colonización de las instituciones por parte del gobierno, tampoco nos extrañará demasiado que el PP haga lo mismo en los gobiernos autonómicos que controla..
El asalto a las instituciones constituye, por otra parte, una práctica generalizada en la política nacional y autonómica, hasta el punto de que dicho objetivo se sitúa entre las características más habituales de las victorias electorales: cuando triunfa mi partido las oportunidades de colocación en las administraciones públicas crecen, con independencia de los méritos que haya acreditado el candidato al puesto. Las organizaciones políticas se han convertido así en sindicatos de colocación.
Pero no dejaremos de advertir que la polarización acrece esta situación. Desparecido cualquier vestigio de generosidad política, la fidelidad -envuelta en el papel de regalo de una pretendida lealtad- convierte la política en un campo de batalla de unos contra otros, en el que nadie otorga ventaja ni ofrece concesión alguna al rival, devenido en enemigo.
No fueron momentos precisamente propicios para el diálogo los de nuestra Segunda República. Muy pronto se convertía ésta en un sistema que expulsaría de su seno a la mitad del país, a las gentes religiosas, especialmente a raíz de los episodios de la quema de los conventos, en mayo de 1931, ante la impasibilidad del gobierno provisional ("todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano", diría Azaña) y la manifiesta irritación del ministro de la Gobernación (Miguel Maura).
Quizás lo que más se parezca a una República sólo para republicanos -que eso era lo que pretendía Azaña- es el muro que Sánchez anunció que construiría para aislar a la derecha de los "progresistas", una familia en la que integra el presidente del Gobierno a gentes que han probado sus querencias xenófobas, ampliadas ahora a los menores no acompañados, mediante la insolidaria abstención del gobierno de la Generalitat,
Muro, pared o valladar, lo cierto es que ningún pasaje histórico de nuestra vida colectiva puede parecerse al dramatismo de los desencuentros y radicalismos que abocaron a la contienda (in)civil. Pero es preciso advertir que, más allá de la impericia de sus protagonistas y de sus más o menos confesados propósitos, empeñados unos en regresar al orden político anterior -buena parte de las derechas- o de superarlo en pos de un sistema revolucionario -una significativa porción de las izquierdas-, algunos de ellos adquirieron una altura que el paso del tiempo ha venido agigantando.
Escogeré para el elogio de este comentario la figura de Julián Besteiro, y me acogeré para su elogio a los comentarios que de él hizo Miguel Maura. Nacido en Madrid y fallecido en Carmona, víctima de una septicemia provocada por una enfermedad de la que no había sido tratado, en 1940, Besteiro había sido a lo largo de su vida concejal en el ayuntamiento de la capital, diputado a Cortes, presidente del PSOE y de la UGT, presidente de las Cortes y consejero de estado en el Consejo Nacional de Defensa. Besteiro batió sus primeras batallas políticas en el Unión Republicana, con carácter previo a su militancia socialista. Profesor de instituto, contribuiría a la huelga general revolucionaria de 1917 y posteriormente defendió la colaboración de su partido con la Dictadura del general Primo de Rivera.
Miguel Maura (Así cayó Alfonso XIII) describe al líder socialista en los siguientes términos:
"Conocí yo a Besteiro el año 1914, en el ayuntamiento de Madrid. Tenía entonces Julián Besteiro todos los ardores de un luchador infatigable y apasionado y de esos ardores se resentía el trato con quienes no eran afines a sus ideas. Este carácter un tanto oscuro y desabrido le hacía pasar por hombre intransigente y sectario, cuando en realidad pocos luchadores de su temple fueron más asequibles a la razón y más amantes de la justicia. Como en nuestras comunes tareas municipales había de tratarle con cierta intimidad, pronto cedió el tono suyo en sus conversaciones conmigo, Y pronto aprendí yo a estimarle y hasta quererle sincera y lealmente.
'Vino la huelga revolucionaria del 17 y su fracaso. Fue Besteiro con sus compañeros de aventuras al penal y le perdí de vista, hasta que el Gobierno Nacional de aquel mismo año, presidido por mi padre, les amnistió y vinieron a ocupar sus escaños en el Congreso, donde reanudé mis relaciones de amistad y trato con él. Salió de esa dura prueba fortalecido en sus ideales obreristas, más calmado en su carácter y sobre todo más humanizado en sus juicios sobre la burguesía. Éste fue su caballo de batalla durante los años heroicos de sus luchas. No se resignaba a considerar a un burgués como a un hermano. Para él, era siempre un enemigo hasta prueba en contrario, mas como la prueba que exigía era desproporcionado con los medios usuales de trato diario y eran contadas las personas a quienes abría él su corazón, podían contarse con los dedos de la mano las personas de esta clase social a las que Besteiro estimaba y con los que se prestase a alternar y convivir. Al limarse esta faceta de su carácter, quedó libre su natural bondadoso y hasta ejemplar y ganó tanto más su trato y su prestigio entre la burguesía, sin desmerecer en nada el que gozaba entre sus camaradas.
'Desde entonces, en todas las ocasiones y en circunstancias las más variadas he visto a Besteiro siempre ponderado, sereno, justo, español cien por cien, generoso y dispuesto al sacrificio de su tranquilidad y de su persona en aras del bien común. Seguí siempre con el interés que inspira la amistad sus andanzas entre sus compañeros y sus luchas dentro del partido. Sin entrar en las interioridades de ellas, que me eran forzosamente desconocidas, de antemano consideraba que la posición que Besteiro mantenía era la cierta y la justa. En efecto, tarde o temprano, venían los hechos a darle la razón, con lo que su prestigio aumentaba entre los suyos y su figura se agigantaba entre sus adversarios.
‘En la época de mi relato. Besteiro ya encanecido y con esa figura de lord inglés que le caracterizaba, presidía las Cortes Constituyentes con una autoridad que todos le reconocían. Los escasos monárquicos y los derechistas más numerosos y aún más intransigentes, pronto se dieron cuenta de las garantías que para ellos representaba la presencia de Besteiro en la presidencia y lo respetaron como él se merecía. Fue el presidente de todos y ni mayorías ni minorías tuvieron en ningún momento que apelar al voto de censura, tan generalizado en las Cortes de la monarquía contra los presidentes de todos los matices políticos".
"Presidente de todos", diría Miguel Maura de Besteiro. Pese a que en aquellas épocas se erigieron muros y barricadas por todos los lugares de la geografía española, este calificativo, procedente de un rival político adquiere todo el significado en los tiempos que corren.
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