Daniel Anguiano era un tipo sereno, tranquilo y, en apariencia, ponderado. Su verbo era reposado, aunque las ideas que desarrollaba fueran incendiarias, radicales y revolucionarias. Pero las pronunciaba con tal calma que parecían como la untura del bálsamo sobre la herida profunda.
Eran sin embargo ideas sencillas: todo el aparato del Estado desplegado para acoger a una sociedad sin esperanza. Una llamada antigua, al cabo, como las de los viejos nacionalismos autoritarios y fascistas, que habían recorrió las naciones sin futuro de la Europa desorientada de principios del siglo pasado. ¿Qué más daba que fueran marxistas o nacional-socialistas? ¿Qué diferencias había entre Hitler y Stalin?
Y en aquella Venezuela que pactaba con la isla de Cuba, Anguiano y Zúñiga establecieron una relación en la que de nuevo el segundo de los dos asumía el papel de discípulo. Anguiano destilaba alguna de sus ideas que Zúñiga compraba como elixir maravilloso de la nueva identidad de la izquierda: la casta, el Estado providencia, el salario máximo y el derecho de autodeterminación de los pueblos... también del vasco.
Era inevitable. Elías Zúñiga concluía su trabajo en Caracas y en ese mismo momento terminaba su relación con Graciela. Estaba claro: revolución y amor para toda la vida eran asuntos bien distintos. Pero si el sexo caribeño ponía su epitafio con su segundo libro ("La revolución bolivariana", sería por supuesto su título), el muchacho se llevaría a Madrid una relación que le daría cuerda personal durante un tiempo. No sería sexo, desde luego, pero los vascos, ya se sabía...
De regreso, la Complutense se abriría ante él con la complacencia de una vieja amante, y esa universidad no era sino el laboratorio de ensayos de las nuevas propuestas revolucionarias que Anguiano estaba dispuesto a desarrollar.
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