Salvador Moreno era uno de esos niños bien que los no avisados acostumbran calificar de "pijos". Había nacido en el seno de una familia acomodada de Neguri -el barrio residencial por antonomasia de Bilbao-, sus apellidos eran de rancia prosapia y se unían a buena parte de las familias que mayor influencia habían tenido -y en muchos casos, mantenían- en esa Villa. Claro que las cosas de la riqueza habían decaído bastante en esa parte de España y las grandes fortunas, poco mantenidas y muy dilapidadas, se iban fundiendo como el hierro de los orígenes de muchas de ellas en los hornos de su aristocrática molicie.
Y ese era precisamente el caso de la familia Moreno. Venida a menos hasta el punto de que la madre de Salvador acababa acompañando a una acaudalada viuda a cambio de alguna ocasional gratificación y de algunas generosas atenciones para sus gastos y los de su estirpe.
No tenía posición, por lo tanto, pero si figura. Salvador Moreno era persona de estatura más que aceptable (ciento setenta y cinco centímetros), de porte distinguido, ojos azules y pelo rizado; y una forma de expresión que, sin llegar a resultar afectada, delataba su alcurnia originaria: todo un gentleman.
Sus estudios no fueron precisamente brillantes, sino discretos en todo caso; de igual manera que su actitud, prudente y morigerada. Aun así, podía acreditar algún master de postgrado en universidad británica que añadir a su flamante titulo de licenciado en Derecho por la Universidad de Deusto.
Regresado a Bilbao, su hoja de servicios intacta al igual que su vida sentimental, dio en conocer a Cayetana Santallana.
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