domingo, 17 de noviembre de 2024

I’ll n’y as pas d’amours hereux

 El homenaje que les ofrezco esta mañana es doble. Por un lado se dedica a Georges Brassens, a quien ya hemos visitado en otras ocasiones; por el otro, a Louis Aragon. Brassens pondría música a los versos desconsolados del también poeta francés, en una creación que -ya desde su propio nombre- nos produce una enorme tristeza.


Y es que la equiparación entre el amor y la felicidad sólo existe en las novelas y películas románticas, en las que de manera, poco menos que inevitable, la atracción entre los protagonistas se ve impedida por algún obstáculo que los personajes superan ampliamente, para regocijo del espectador.


Se parece más el amor -que no es lo mismo que el enamoramiento- al trabajo por construir espacios de entendimiento, a la entrega ante las dificultades que todos los días acosan a uno y otro, a que los éxitos y los fracasos no son exclusivos sino compartidos…

Louis Aragon (1897-1982), sirvió en el ejército de su país en la Primera Guerra Mundial. Tenia sólo 19 años. Más tarde, durante la invasión nacional-socialista, formaría parte de la Resistencia. Comunista y poeta, contribuiría al movimiento surrealista y dadaísta.


Escrito en 1943, en plena contienda, fue publicado tres años después. Y la contaminación de la guerra y de la Resistencia permea en todos los versos de “il n’y as pas d’amoir hereux”, hasta el punto de que hay quien se ha preguntado acerca de si pretendía poner el poeta el amor en el centro de su reflexión o, más bien, de los efectos que producen los escenarios bélicos sobre sus actores -soldados, resistentes…


El poema da comienzo en la consideración de los límites que tiene la acción humana. No hay nada adquirido para él, todo lo que le rodea es la impotencia y el sufrimiento. Cuando cree que abre sus brazos para abrazar, está creando la sombra de una cruz… en una de las imágenes más fascinantes y dolorosas que se han podido escribir.


Su construcción es negativa, también desde el principio (“nada, jamas, ni…) Y al compás de sus estrofas se encadenan  metáforas que subrayan este vacío. El doloroso divorcio del hombre que es su vida. Tanto sus emociones, como sus deseos, también sus proyectos de futuro resultan ajenos a su control… de ahí surge esa idea terrible de la separación del hombre con su propia vida. Hasta las pequeñas alegrías que proporciona (un acorde de guitarra, una canción…) remiten al sufrimiento de su creación.


Soldados enviados a la batalla, su futuro pendiente de una bala enemiga. No saben muy bien por lo que luchan, ya que la patria -al igual que el objeto amado- es sólo una entelequia, un producto de la imaginación. No, no saben muy bien por lo que luchan, pero conocen muy bien que sus cuerpos pueden quedar tendidos más allá de las trincheras. Guerra o paz, ¿no tenemos también nosotros -amantes o no- esa misma condición?, parece preguntarse el poeta.


Y además, concluida la contienda, en el caso de haber sobrevivido, ¿dónde encuentra el soldado el sentido de las cosas?, ¿cómo suple el amante la pérdida de su amor?


Es preciso sufrir, por lo tanto, para experimentar el impacto del amor en nuestras vidas -algo así como el dolor del parto de la madre en el momento de dar a luz-. Y si un acorde de guitarra, si una canción nos exige un esfuerzo, existe también la satisfacción de haberlos conseguido. No, no hay un amor feliz, pero es amor en cualquier caso. Y aunque tampoco sea del todo nuestro, es lo único que merece la pena. Como decía otro de los poetas que visito con frecuencia, Leonard Cohen, “es el amor la única máquina de supervivencia”.


Como en otras ocasiones, presento la traducción y, a continuación m el poema en su versión original,


Nada lo ganará jamás el hombre, ni su fuerza,

Ni su debilidad, ni su corazón, y cuando cree

Abrir sus brazos, su sombra la de una una cruz será.

Su vida es un extraño y doloroso divorcio.

No existe el amor feliz.


Su vida, parece a esos soldados sin armas

A los que uniformaron para un destino diferente  

¿De qué les sirve levantarse cada mañana  

Si al anochecer se hallan, desarmados, inciertos?  

Di estas palabras, vida mía, y contén tus lágrimas  

No existe el amor feliz


Mi bello amor, mi amor querido, mi desgarro  

Te llevo dentro de mí como un pájaro herido.

Y esos, que no saben, nos miran al pasar  

Repiten tras de mí las palabras que enlacé

Y que por tus grandes ojos murieron enseguida.  

No existe el amor feliz


El tiempo de aprender a vivir, es ya demasiado tarde  

Que lloren en la noche nuestros corazones a la vez  

Lo que hay que sentir para saldar un temblor  

Lo que hay de desdicha para una simple canción  

Lo que hay que llorar para un acorde de guitarra  

No existe el amor feliz


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Rien n'est jamais acquis à l'homme, ni sa force

Ni sa faiblesse ni son cœur, et quand il croit

Ouvrir ses bras son ombre est celle d'une croix

Et quand il veut serrer son bonheur il le broie

Sa vie est un étrange et douloureux divorce

Il n'y a pas d'amour heureux


Sa vie elle ressemble à ces soldats sans armes

Qu'on avait habillés pour un autre destin

À quoi peut leur servir de se lever matin

Eux qu'on retrouve au soir, désarmés, incertains

Dites ces mots ma vie et retenez vos larmes

Il n'y a pas d'amour heureux


Mon bel amour, mon cher amour, ma déchirure

Je te porte dans moi comme un oiseau blessé

Et ceux-là sans savoir nous regardent passer

Répétant après moi les mots que j'ai tressés

Et qui pour tes grands yeux tout aussitôt moururent

Il n'y a pas d'amour heureux


Le temps d'apprendre à vivre il est déjà trop tard

Que pleurent dans la nuit nos cœurs à l'unisson

Ce qu'il faut de regrets pour payer un frisson

Ce qu'il faut de malheur pour la moindre chanson

Ce qu'il faut de sanglots pour un air de guitare

Il n'y a pas d'amour heureux


domingo, 10 de noviembre de 2024

Cuando un amigo se va…

 A medida que vas cumpliendo años son más las despedidas que afrontas que las bienvenidas que ofreces. Se van tus padres, tus amigos, tus seres queridos. Pero la vida te ofrece nuevas oportunidades y te permite asirte a ellas con la fuerza que pensabas que ya te había abandonado. 


Decía Benedetti que "una carta de amor no es el amor, sino un informe de ausencia".


Este relato es pues un informe de ausencia.


Empieza cuando me di cuenta de que él se encontraba justo delante del coche en el que Victoria iba a intentar avanzar por la nieve que tapizaba la cuesta de acceso a la carretera. Le grité que tuviera cuidado, que saliera de allí. Y él subió por la pista hasta ponerse detrás de mí, convencido de que yo constituía su mejor parapeto.


Esa fue la ocasión de nuestro primer conocimiento. Pero luego vinieron otras muchas. Cuando me enteré de que vivía en la casa de unos vecinos y le veía cuando pasaba yo por allí y advertía su presencia en el jardín. Un día le invité a dar un paseo conmigo. Y no lo dudaría un segundo. 


Recorrimos un camino despejado y en llanura que da a parar a un amplio y poblado bosque. Y él corría, loco de contento de aquí para allá, desquiciando a los caballos que pastaban por ese prado. Luego fue el paseo que conduce a Roncesvalles, protegido del sol por sus espectaculares hayas. O el paseo que alguien bautizó como el de las "Tres Hayas", aunque todo él está repleto de esta majestuosa especie.


En todos ellos iba y venía. Y tenías la singular impresión de que se perdía, de que no iba a regresar. Pero una carrera y su alegre advertencia de que ya había regresado al camino te devolvían la tranquilidad. No, él nunca se desorientaba.


Volvíamos de nuestras excursiones y le devolvía a su casa. Y así un día tras otro. Hasta que le invité a que viniera a la mía. Vencido su miedo, resolvió seguirme. Fue la suya una experiencia que iba progresivamente a más, metro a metro, trecho a trecho, hasta llegar a la puerta de casa, asomarse receloso a su entrada, y luego de un salto lanzarse al salón donde un reposa-pies que se balanceaba le hizo caer. Salía entonces de la vivienda como alma que lleva el diablo.


Pero ya había él vencido sus temores. Y regresaba con el afán conquistador para quien todo lo que había allí le pertenecía. Merodeaba por las habitaciones, husmeaba por la cocina, subía, bajaba... hacía de tal modo suyos los sofás y las butacas que hasta tenías que pedir su anuencia para sentarte. Todo excepto la cama, porque Victoria nunca le dejaba apoderarse de ella.


A ella, a Victoria, le hacía gracia, pero aún no le había cautivado. Eso ocurrió un día, cuando nos habíamos desplazado al pueblo vecino para preguntar por algún material de ferretería. A nuestro regreso estaba él ante una considerable extensión de tornillos, arandelas, destornilladores... había abierto la puerta del armario de utensilios del garaje y los había dispuesto junto a él. No presentaba excusas por su fechoría, ni se escapaba de ella, antes bien se envanecía ante su gesta.


Venía por casa todos los días, aunque regresaba por las noches a la suya. Y era triste, muy triste, para él y para nosotros, ese momento. Hasta que un día le permitieron quedarse y él tampoco lo dudaría un instante. Dejaba atrás la puerta de la casa y se internaba en el comedor, donde nos encontrábamos. Y ya no volvía a la suya hasta que nosotros cerrábamos la nuestra para regresar a nuestras actividades laborales.


Tenía una personalidad muy viva. Si le regañabas a causa de alguna de sus fechorías, se daba la vuelta con la expresión altiva; si le ordenabas algo que no le interesaba cumplir, no hacía ningún caso. Victoria decía de él que era un tanto displicente, pero el cariño que proporcionaba no tenía medida, su solidaridad era entrañable y su amistad carecía de límites. Había que entenderle: él establecía su relación con nosotros de igual a igual, eso era todo.


Cuando acababan las vacaciones y los puentes y tocaba regresarle se nos rompía el corazón, a él y a nosotros. Nos contaron que en alguna ocasión se quedaba aguardando en el porche de casa a nuestra llegada. Y cuando volvíamos, atento al motor del coche, se presentaba alborozado en muy pocos segundos. Hubo una ocasión en la que al abrir la portezuela me lo encontraba allí, esperando mi saludo.


Tuvo un horrible accidente que casi le dejaría sin movilidad, pero aun limitado de movimientos continuaría aferrado a la vida y disfrutando de ella. Pero con los años se fue deteriorando hasta convertirse en un recuerdo vago de lo que un día había sido.


Era guapo y buen cazador, perseguía a los ratones y se encaraba con las aves -cuanto más grandes mejor-, defendía su territorio y expulsaba a las vacas, era el terror de los caballos y hasta casi llegaría a ser pateado por una yegua que creía que estaba molestando a su potrillo -pobre de él, en realidad sólo estaba jugando...


Adiós amigo. Y no puedo decir como la canción, "ojalá que volvamos a vernos", porque el mundo hacia el que te diriges sólo está hecho de recuerdos. Los que conservaremos de ti. Siempre gratos, siempre imprescindibles, siempre inolvidables...

domingo, 3 de noviembre de 2024

Cuidar tu jardín

 Asistí hace unos pocos meses -cuando el inclemente calor de julio cedía ante el bullicio madrileño de las primeras horas de la tarde- a un debate en el que diversos ponentes analizaban la influencia de la inteligencia artificial en el ámbito de la escritura. 


Confieso al lector que yo no milito en el grupo de los que se enfrentan a la IA. No, no soy como los "ludditas" de los tiempos pasados, que, asustados ante la irrupción de las máquinas en la sociedad industrial, se fueron en su contra para destruirlas. Pienso que cualquier novedad tecnológica -aunque nos exija adaptarnos a ella- resulta, a más o menos largo plazo, positiva. Lo mismo ocurrirá -supongo- con la Inteligencia Artificial, que sin lugar a dudas nos despejará de nuestras repetitivas gestiones cotidianas y nos permitirá concentrarnos en las cualitativas, allá hasta donde la máquina no puede llegar.


No entraré ahora en la aplicación de la Inteligencia Artificial en la escritura, aunque el nivel de cursilería al que llega este nuevo procedimiento tecnológico, por ejemplo, en los poemas de amor, sea difícilmente igualable. Pero, volviendo al debate con el que se inicia este comentario, me impresionó la definición que de ella misma hizo una ponente. "Yo sólo me ocupo de lo que puedo resolver. De los míos también. Yo cuido mi jardín", dijo. 


Nada hay a priori más lógico que lo que expresan estas frases. Nada, excepto la expresión en sí misma. La construcción de un espacio de ocupación restringido a unos pocos (familiares, allegados, profesionales cercanos...) remite a la lógica de no dispersar esfuerzos. ¿Para qué me voy a ocupar de las cosas cuya solución no está en mi mano?


Está claro que ocupación no es lo mismo que preocupación. Y quizás a la ponente podría hasta preocupar la solución de los problemas que afectan a los demás mortales: la carestía de la vivienda -en el caso de que no se vea en la necesidad de adquirir o alquilar una-, el general deterioro de los servicios públicos -si es que no precisa de su uso-, el paro -en el supuesto de que ya desarrolle una actividad profesional-.... pero como no puede resolver esas dificultades, no ocupan su tiempo. 


Y, sin embargo, esta persona vive en sociedad. Le afecta la elevación de los precios o el retraso de los trenes que nos proporciona con tanta frecuencia RENFE, por no decir que quizás le preocupe la situación política española -en el supuesto de que no sea votante del PSOE, de Sumar o de los apoyos externos que recaba el gobierno-... pero, en la medida en que su solución no está en sus manos, dado que no es "su jardín", no se ocupa de ellos.


Se deriva entonces de esta afirmación que la ponente en cuestión ha optado por lo que se podría calificar de “ciudadanía resignada”. La de los que prefieren asentir y abandonar el recinto público cuando un funcionario cualquiera les contesta mal o simplemente les da con la puerta en las narices, la de los que dejan de marcar el teléfono porque el organismo oficial correspondiente no contesta, la de los que soportan el mal estado de las calles o la deficiencia en la recogida de las basuras, ¿y qué decir de aguantar con estoicismo las huelgas de cualquier servicio público o privado?


No, nuestra ponente no acudirá a ninguna de las manifestaciones de protesta que se convoquen, no pondrá su firma al pie de ningún documento en el que se reclame alguna actuación pública o privada, y, cuando en alguna conversación alguien exprese sus quejas respecto de cualquier orden de problema, dirá que podría estar de acuerdo con lo dicho, pero como quiera que no tiene la solución, no le ocupa. Además podrá decir -sin que le falte alguna razón en eso- que resultan poco útiles esas gestiones. 


Esta resignada ciudadana quizás cumpla con su obligación de votar, aunque, como la ley no se lo impone, a lo mejor prefiera emplear su tiempo libre de ese domingo en ofrecerse un paseo o disfrutar de un aperitivo con los amigos. Total, un voto no hace granero... y sirve para poco.


Pasar de la resignación al inconformismo requiere una cierta dosis de consciencia. De saber que el ciudadano no sólo debe "cuidar de su jardín", sino también estar atento a lo que ocurra en los jardines que, no siendo tampoco ajenos, no forman parte inmediata del suyo. Porque el derecho de ciudadanía no se entiende si no incorpora los deberes que le son conexos. Y porque, si alguno tiene, esa es la gran victoria que tantas luchas costaría a las sucesivas generaciones: el imperio de la ley y la libertad, la declaración de derechos del hombre y del ciudadano. 


No quisiera resultar ácido, pero el comentario de la ponente en cuestión me recordaría poderosamente la frase atribuida al general Franco en relación con sus tres cajones: el destinado a los asuntos de imposible solución, el de los asuntos que el paso del tiempo se ocupará en resolver y el de los asuntos que debían resolverse -invariablemente el menos atestado de los tres.


Y también -lo cuenta Paul Preston-, que cuando el ministro de Hacienda, Navarro Rubio, hablaba con el dictador sobre la siempre aplazada Ley de Sucesión a la Jefatura del Estado, el caudillo, pese a sus 72 años, le reveló que contaba con gobernar aún algún tiempo, añadiendo que hubiera pretendido dejar la ley orgánica para más adelante, porque cuanto más la aplazara, tanto más en sintonía estaría con el futuro.


Eso creo que es lo que ocurre cuando sólo cuidamos de nuestro jardín, que del jardín que es de todos se ocuparán otros…


domingo, 27 de octubre de 2024

Nos habéis cambiado



Una mañana de un domingo cualquiera, Juan se monta en su bicicleta, lo mismo que hacen sus dos hijos. Pedalean hacia el norte de Madrid por calles cuyo tránsito es reducido por causa de la festividad. Doblan una calle y se encuentran con un solar que aún no está cubierto de cascotes o de máquinas de construcción. De su interior procede una mezcla de música de bachata y de risas. Se acercan y observan que se trata de un grupo -¿30, 40?- de jóvenes latinos. ¿Venezolanos? Es posible. Como consecuencia del efecto de su régimen dictatorial, el chavismo-madurismo ha conducido a cerca de 500.000 de sus ciudadanos a España. 


Los hijos de Juan observan con curiosidad la escena. Les fascinan los movimientos de las chicas y tamborilean con las manos sobre sus manillares al ritmo de la música. Uno de los jóvenes del grupo de latinos se dirige a Juan. Con educación un tanto exagerada -según los estándares españoles-, después de preguntarles acerca de cómo están, inquiere:


- Discúlpeme una pregunta: ¿les gustamos a ustedes?


Juan no esperaba semejante cuestión. Quizás... ¿les molesta la música?, ¿hacemos demasiado ruido?, ¿acaso tienen ustedes alguna relación con la propiedad de este solar? 


Se trata de una pregunta inquietante en los tiempos que corren. Todos los días los telediarios, los periódicos, las redes sociales... difunden informaciones de pateras que llegan cargadas de personas africanas: las calles de nuestras ciudades y los transportes públicos, los establecimientos de hostelería, hablan latino, y ya empezamos a distinguir a los cubanos de los ecuatorianos y de los colombianos por sus respectivos acentos.


España, la España que algunos hemos conocido hace 20, 30 ó 40 años ha cambiado. Ese fenómeno que se encontraba aún lejos de nosotros ha llegado, y lo ha hecho de manera imparable. Antes de eso éramos los españoles quienes nos veíamos obligados a abandonar nuestro país para encontrar un puesto de trabajo, alguna oportunidad que fuera diferente a disputar con otros necesitados una peonada, para abrirse camino en Cataluña o en el País Vasco. Es fácil comprobar en las fotografías de esas épocas a los españoles con sus maletas de cartón subiendo a unos abigarrados trenes que tenían por destino final una estación de alguna ciudad alemana, o recordar esa película de Roberto Bodegas, "Españolas en París", cuyos títulos de crédito terminaban con la canción de Paco Ibáñez y los impagables versos de José Agustín Goytisolo ("Tú no puedes volver atrás...")


Pero muchos españoles nos hemos olvidado de todo eso, aunque algunos de los descendientes de aquéllos han conquistado plaza y respeto en esos países. Anne Hidalgo es alcaldesa de París, el músico Xavier Cugat triunfaría en los Estados Unidos, lo mismo que el restaurador José Andrés, el diseñador de zapatos Manolo Blahnik... y otros muchos miles de ciudadanos que se han hecho de otro país sin por ello renunciar a sus raíces ni a sus afectos.


 Nos olvidamos de lo que fuimos para denunciar la llegada de latinos, magrebíes y africanos del sur y del centro de ese continente. Y les decimos que somos diferentes a 

ellos, que son extranjeros -extraños-, metecos -maketos, decía Sabino Arana...


No reconocemos que los que emigran son siempre los mejores, los más osados, los inconformistas, los que tienen más iniciativa -como afirma Nemesio Fernández-Cuesta-. Porque muchos de los que se quedan en sus países de origen son a veces los que consideran suficiente vivir una existencia de penuria y de escasez, uncidos a la rueca que da vuelta tras vuelta sin solución de continuidad ni de esperanza. 


Y la respuesta de Juan -quizás después de repasar rápidamente éstos u otros argumentos- sería:


- Por supuesto que me gustáis. En realidad, nos habéis cambiado...


Nos han cambiado, en efecto. Pero también porque nuestra identidad no era tampoco unívoca, porque no existe un español igual a otro, lo mismo que no todos los vascos lo son de palabra corta y trabajo constante, no todos los catalanes dedican su exclusiva atención al ahorro y a obtener el máximo rédito posible de sus gastos, ni todos los andaluces pasan el tiempo pensando en la fiesta y en la jarana...


Los españoles ya éramos diferentes antes de que las Comunidades Autónomas subrayaran nuestras especificidades. Y ahora -para bien y para mal- nuestras diferencias se han consolidado y ampliado.


Y ellos, los que vienen de fuera, nos obligan a advertir de su presencia y sus cualidades. Recuperamos ese respeto y el trato de “usted” que ya estábamos perdiendo, el restablecimiento de los viejos valores incorporados a las creencias que un día tuvimos o el cariño a las gentes de la tercera y aún de la cuarta edad a quienes hemos trasladado al desván en el que guardamos los trastos inútiles por viejos.


Nos han cambiado con su afán de prosperar, de aceptar los trabajos que ya no nos convienen, recibiendo salarios que, para los que hemos nacido aquí, nos parecen irrisorios, prefiriendo entonces las ayudas sociales o eso que en el pasado siglo se denominaba como "sopa boba" que se hacía con los desechos de las comidas sobrantes de los conventos. 


Pero nos cambian también porque nuestra convivencia con ellos nos obliga a transformarnos a nosotros mismos. Ya no vale con decir que son ellos quienes deben adaptarse a nuestro modo de vida. Cuando las situaciones cambian, cambian para todos. Y si los necesitamos para articular nuestra vida cotidiana -para vivir- deberíamos estar dispuestos también a adaptarnos a ellos, no sólo a respetarlos. 


Con mucha frecuencia utilizamos la expresión "integración" para explicar que los inmigrantes deberían dejar por el camino a la "tierra prometida", una parte no desdeñable de sus creencias y de su estilo de vida. Nadie comprendería, por ejemplo, que un latino no acomode su mentalidad respecto del trabajo a la realidad del capitalismo competitivo que opera en los Estados Unidos, pero tampoco comprendería éste que los norteamericanos de origen no respetaran sus valores católicos. La integración, por lo tanto, es un camino de ida y vuelta, es una cuestión de reciprocidad.


Ya están sonando en mis oídos los comentarios de quienes opinen que no es lo mismo la emigración latina que la procedente del Magreb. Y no lo es, porque los valores cristianos que aquélla nos propone son los mismos que -a pesar de nuestra descreencia- compartimos nosotros. La del Magreb y -por extensión- la de otros países de tradición musulmana, pone por delante de los valores compartidos por la mayoría los suyos propios.


Es llegado entonces el momento de reivindicar el imperio de la ley y de los valores constitucionales a quienes puedan poner otros por encima de los comunes. La integración entonces no puede significar la suma de unos elementos que constituirían así una amalgama en la que impere el más absoluto relativismo, en el que la mujer quede subordinada a los deseos del hombre -incluido su aspecto exterior-, que los gays sean estigmatizados y la religión se imponga como un principio “erga omnes” y no como una práctica privada.


Y será también llegado el momento de que no se relegue a quienes piensen de un modo diferente a determinados barrios de las grandes ciudades, en los que la ley general no se puede aplicar desde el anochecer, y donde se está incubando el huevo de la serpiente de los atentados del día de mañana. Será labor principal de las autoridades la de generar espacios multiculturales en los que convivan los ciudadanos de diferentes etnias y convicciones, de manera que el solo roce de unos con otros proporcione el crisol de una nueva forma de entender la vida en comunidad basada en el respeto general de las convicciones de unos y otros; el momento también de que se compruebe que los contenidos de las oraciones en las mezquitas no contravienen los principios que nuestra convivencia determina…


Para eso está la política. No sólo para crear problemas donde no los había y no solucionar los que nos amenazan. El futuro que tenemos por delante no tiene por qué parecerse a la "Sumisión" que nos anuncia Michel Houellebecq. Mucho más si no presentamos batalla previa a quienes, en lugar de declinar el verbo integrar, prefieren pronunciar el de "capitular".


Ya sé que no está la política -en España y fuera de ella- para gestas de estas características. Pero no deberíamos ceder en la exigencia como si fuera inevitable que ese "nos estáis cambiando" que decía Juan equivalga a un desmoronamiento general de nuestra manera de vivir. La adaptación de nuestro estilo de convivencia no debería suponer el abandono de unos valores que, en medio y a pesar de todos los cambios, aún permiten que sigamos viviendo en una misma comunidad.