martes, 14 de julio de 2009

Intercambio de solsticios (20)

Se trataba de un matrimonio peculiar. Él -Eduardo Bereciartua- había recibido una educación exquisita de la que no cabía exceptiar sus estudios de Derecho en la Universidad de Deusto, si bien resueltos a trompicones.
Cuando nació alguien podría haber pensado que su vida se vería ayudada por los favorables auspicios de una buena estrella. Y no le faltaría razón: se quedaba en hijo único y en único heredero de un tío con fortuna cuyo único sobrino era Eduardo Bereciartua.
Claro que el chico valía más bien poco -la rueda de la fortuna acostumbra a repartir sus dones-. Lo decía en voz baja la madre de Jorge Brassens. "Eduardo no es muy listo. Se parece a su padre".
Su padre. Juan Bereciartua era un trasunto de coronel del Ejército británico –alto y garboso, con un recortado bigotillo que le flanqueaba sus finas narices. Tenía además cierta afición a la bebida -lo cual no dejaba de ser bastante británico, por cierto- y su trayectoria profesional se circunscribió a un cargo institucional que le permitía algún devaneo con el círculo privado de don Juan de Borbón, que el régimen del general Franco le toleraba: ni Juan Bereciartua era un agitador peligroso, ni el viejo general era un anti monárquico furibundo, al fin y al cabo restauraría esta institución.
Pero los tiempos cambiaban en España y una buena educación -unida a un aceptable apellido- no bastaban para conseguir y mantener un sueldo estable de por vida. Pero Eduardo Bereciartua se veía llevado por la estela de sus herencias, de su educación correcta y de una aceptable planta. Después de algunos encuentros con el alcohol y de diversos noviazgos con chicas dotadas de buenos modales y mejor posición, daba en casarse con la señorita Icíar Aguirre, de inmejorable familia, aunque tuviera 2 contraindicaciones: era hija de primos que habían engendrado numerosa prole. Eso sí, la joven podía presumir de posibles ya que disponía de algún que otro tío con fortuna acreditada al que heredar en cuanto estirara la pata.
Pero disponía Icíar Aguirre de una tercera pega: se trataba de una manirrota que fundía todos los recursos que se encontraran a su alcance.
Daría comienzo su particular afán depredatorio con la fortuna de su padre, fallecido como consecuencia de un pavoroso accidente. Pulía Icíar el buen paquete de acciones que heredaba de este de una empresa de comunicaciones de prometedor futuro. Acometía con el producto de esa desinversión una mejora de su flota de automóviles y la compra de una casa de campo -piscina incluida- en el suroeste francés. Eso además de otros consumos innecesarios y sin el aporte de ingreso adicional alguno.
Claro que... "Quita y no pon..." el montón se reducía de manera progresiva. El matrimonio Bereciartua-Aguirre debía vender el chalé francés, su piso en Neguri y trasladarse con su hijo a la casa de su madre, que acababa de enviudar.
Fue esa la última vez que Jorge Brassens tuvo la oportunidad de ver a su tía. Y podía decir que jamás había visto tan descuidada a señora de tan rigurosa prestancia: el pelo cano, allá donde del viejo tinte de peluquería no había quedado noticia; el jersey repleto de bolitas y los zapatos sucios... Y junto A tía y sobrino se advertía el incesante acarreo de cuadros y enseres de valor que acometía Iciar Aguirre con pasmosa indiferencia respecto de los posibles sentimientos de su suegra. Actuaban los Bereciartua como el responsable de un globo aerostátic.o: vendían todo lo vendible con tal de seguir subsistiendo, lo mismo que aquel echaba lastre para remontar el vuelo. Claro que la madre de Eduardo Bereciartua encontraba refugio en constantes y ciertas ausencias emntales que ahorraban en ella innecesarios sufrimientos.
A la muerte de su madre, Eduardo Bereciartua vendía el piso y se iba de alquiler a una casa más modesta. Esos fueron los peores tiempos para el matrimonio: las malas lenguas aseguraron que Iciar Aguirre, presa de un ataque de locura, había prendido fuego a un contenedor contiguo a su vivienda; en tanto que Eduardo Bereciartua desarrollaba una enfermedad que a poco si le deja aparcado para siempre.
El Dios de la Obra -en que militaban ambos- protege a sus siervos, de modo que les venía de nuevo a ver la fortuna, esta vez en la forma de un tío de Iciar Aguirre que finalmente abandonaba este ingrato mundo dejando atrás una buena estela de bonos, tierras, acciones, bienes raíces y obligaciones. Eran los tiempos gloriosos en que todo subía de precio y nadie estaba dispuesto a apretarse el cinturón. Menos aún los Bereciartua que se veían tocados por el éxito económico: compraron el chalé que un día perteneciera a un hermano de Jorge Brassens y que había correspondido a su ex en concepto de separación de la sociedad de gananciales. Pero lo hicieron sin comentarlo siquiera a su primo. Llevados por su afán de gasto construyeron allí una piscina -la comunitaria les obligaba poco menos que a una promiscuidad poco deseable con "parvenus" de bien pertrechadas chequeras pero carentes de distinción social.
Una mañana de invierno, en larguísima conversación telefónica, Iciar Aguirre le contaba esa historia a un atónito Jorge Brassens.
- Estoy forrada. Tengo un Porsche en el Puerto de Santa María y la casa de tu hermano...
Apenas habían pasado 2 años cuando Eduardo Bereciartua telefoneaba a Jorge Brassens pidiéndole el teléfono de su hermano: le quería ofrecer en venta precisamente el que había sido su chalé. FIN.

1 comentario:

Sake dijo...

D.Fernando, no se que comentar. Es es retrato de una "Nobleza en decadencia", decadencia en todo "no muy listos" y "manirrotos". ¿Como detener la decadencia?, debe ser tan dificil como detener la carrera del mal que plate sus raices en dentro de uno. En ésos caso el mal corre cuesta abajo,¿quien puede detener la caida? acaso ¿el amor? no, cuando estas en caida libre el amor no toca a tu puerta, solo tocan a tu puerta el rencor y los odios, los celos y la frustración. En semejante abono el amor no agarra.¿entonces no hay solucion?, posiblemente no, pero la esperanza es lo último que se pierde.